LA FIESTA DE EX ALUMNOS A mí sólo se me ocurre comentarle a Arizmendis que me invitaron a una reunión de ex alumnos. Cuando se lo dije, me preguntó:
-Vos hiciste el secundario en Providencia, ¿no?
-Si. En la escuela Leopoldo Lugones hijo.
-Entonces tenés que ir, sí o sí. No sabés la cantidad de oportunidades de negocios que pueden surgir en una reunión de ésas. Un buen porcentaje de tus ex compañeros seguro que viven en el barrio o zonas aledañas. Esos son potenciales vendedores, compradores, inquilinos o locadores. No necesitás que yo te haga siempre el mismo discurso, Julito.
Claro que no necesita. Para el martillero, mi jefe, cualquier reunión de dos o más personas es una buena oportunidad para hablar de negocios. A mi no me gusta hablar de negocios en las reuniones sociales, así como no me gusta preguntarle a un médico, en un asado, qué patología podría ser el dolorcito que tengo en la zona del recto.
Todo comenzó con una llamada de mi ex compañero Orestes Wilhelm, que me invitó a un encuentro de ex alumnos de la Escuela de Enseñanza Media Leopoldo Lugones hijo. Me extrañó que todavía existan esas cosas. Digo ese tipo de fiestas, habiendo tan buenos programas de televisión. Nuestro grupo egresó en 1970, plena etapa jurásica. De algunos compañeros no me acuerdo ni la cara ni el nombre ni nada.
Orestes estaba exultante cuando nos encontramos en un bar del centro de Providencia.
-¡Julito!, no sabés lo que me está costando juntar a la gente.
-Y sí, debe ser un quilombo. ¿Ya recorriste todos los geriátricos?
-No jodas, boludo, tan viejos no somos. Todavía nos queda mucha cuerda en el carretel.
-El problema es que yo tengo un nudo en el yo-yo. No me hagas caso, voy. Cuánto tiempo ha pasado. Me acuerdo que en esas épocas yo estaba enamorado de todas las chicas lindas. Y de las feas que me daban bola, también. ¿Quiénes van?
-Hasta ahora les avisé a quince. Siete ya se comprometieron. Me está costando porque muchos se fueron a vivir a otro lugares, incluso a otros países, y algunos fallecieron. ¿Te acordás del gordo Pancaldi?
Ya empezamos. Mi memoria no da como para contestar en
Un, dos, Nescafé, pero todavía tira. Pero del gordo Pancaldi no me acordaba.
-¿Qué gordo Pancaldi? –le pregunté, remedando a mi compañero Zuloaga-.
-¡El gordo Pancaldi, boludo! ¿No te acordás de la vez que se fracturó una pierna y el viejo le hizo un yeso con papel de diario y agua?
Orestes está actualizado en materia de léxicos actuales. Sabe usar el boludo como cualquier purrete de los de ahora.
-Qué moderno, Orestes, boludo de acá, boludo de allá. En nuestra época si alguien le decía boludo al otro era para insultarlo y después había que agarrarse a piñas.
-Pero ahora, no. Ahora se dice boludo cariñosamente.
Orestes, aunque él no lo sabe, es la persona que me enseñó con su ejemplo preclaro a levantar minas. Todos lo que sé lo aprendí de él, verdadero faro en la niebla para quien, como yo, a la hora de enfrentarse cara a cara con alguna deliciosa criatura perfumada, no sabía cómo empezar ni cómo seguir. Y cuando a uno se le ocurría algo más o menos decente, la voz le salía como un pitido insignificante y traicionero. Tristísimo.
-¿Se murió Gastaldi? –le pregunté a mi ex maestro-.
-Pancaldi, boludo –me dijo Orestes-. No se murió ¿por qué lo decís?
-Dijiste que algunos fallecieron y enseguida me preguntaste por Berardi.
-Me estás jodiendo, ¡Pancaldi!
-Tengo un amigo al que constantemente le tengo que decir eso. Si, te estaba jodiendo.
-Bueno, vos estás encargado de avisarle a Pancaldi.
-Pero no me acuerdo de Pancaldi, te juro.
-No importa, acá está el teléfono. Lo llamás y le avisás, nada más. Nos encontramos el...
Después de siete llamadas telefónicas logré dar con el gordo Pancaldi. Quedamos en encontrarnos en un pub de Providencia. Pensé que viéndolo lo reconocería por fin. Suerte que él sí me identificó. No fue un encuentro emocionante ni mucho menos. El ya no es más una persona gorda, aunque sí tiene un vientre prominente de esos que se ven de adelante, pero si los bichás desde atrás parece como si tuvieran un cuerpo normal. Está casi pelado y tiene la barba a medio crecer. Parece un hombre amargado y acabado. Da la impresión de que la vida le ha pasado por encima. Y que después de eso, como si fuera poco, le escupió en el rostro. Charlamos apenas el tiempo que dura una tomadura de café. Cuando ya no daba para más, le dije a manera de despedida:
-Bueno, Panca (Orestes me había dicho que le llamábamos Panca), entonces te anoto para la reunión.
-Mirá, Julio, no lo tomes a mal pero a mí borrame de la lista. Si vos te acordás, nosotros vivimos todo el secundario en épocas de dictaduras. A mí esos tiempos no me parecen ni tan emotivos ni tan entrañables, y, ¡menos!, tan divertidos. Hacé memoria: en el Lugones hijo se nos enseñaba con singular entusiasmo y notable visión de futuro a crecer en un ambiente de silenciosa represión y eso, también hay que reconocerlo, quizás nos haya preparado para enfrentar los avatares de la vida adulta, que tuvo también muchos períodos con gobiernos inconstitucionales. Y qué se puede decir de las autoridades del colegio. Acordate de esa legión organizada de profesores, preceptores, jefas de preceptores, ¡acordate de la jefa de preceptores, esa hija de mil putas de Ursula Lauría! y Saúl Rafaelli, el director, ¡mal parido! que trabajó sin pausas -qué pausas si estaban prohibidas las huelgas- en la misión de gritarnos, asustarnos, despreciarnos, reprimirnos y forrearnos. Todo el cuerpo docente era una manga de basuras, con dos o tres excepciones a las que les rindo un homenaje. Gracias a ellos aprendimos a ser reprimidos, luego a reprimir y, por último, a enseñarle al prójimo a convertirse en un reprimido, aplicando los conocimientos adquiridos en la práctica con nuestros propios compañeros, especialmente si eran gordos, petisos, morochos, narigones, o de La Providencia, el barrio que está al otro lado de la vía. Hoy a eso se le menta discriminación. Algunos sentirán nostalgia por esos años, que estiman insuperables, pero lamento informarte que así les parece porque caen en el error de compararlos con todo lo horrible que les vino después. No voy a culpar a esa falange de adictos a la dulce melancolía, pero los llamaría sólo para pedirles que nunca vayan a las reuniones del Lugones hijo, que se eviten el tener que escuchar por enésima vez la anécdota de la tiza mojada en leche, o las patéticas travesuras del profesor de física. Me viene a la memoria aquella famosa máxima, que no recuerdo ahora a quién pertenece: “Los nostalgicos por el pasado son los fracasados del presente” De verdad, Julio, prefiero salir a chupar una cervecita con mis amigos de ahora, que son los que conocen bien a esta ruina en la que me convertí y sin embargo me siguen queriendo y tolerando. Chau Julio. Saludame a tu familia. Hasta siempre.
Despedí al gordo Pancaldi en la puerta del pub, volví a entrar y le pedí al mozo una ginebra doble.