lunes, noviembre 27, 2006


EMPATE EN SMALL COUNTRY


El pasado fin de semana nos tocó jugar en un country muy paquete llamado Small Country. Las medidas de seguridad en estos conglomerados son extremadas al máximo porque afuera, en la calle, en la vida, la violencia es irrefrenable y quienes pueden hacerlo, porque su posición económica es fenómena, procuran preservarse y aislarse. A tales efectos construyen barrios privados (Como Providence, el pequeño country que se edificó en el mismo corazón de Providencia) a los que se accede después de sortear un control riguroso, con guardias armados y perros de bocas babeantes. Nuestra alegre caravana futbolera, integrada por cinco o seis automóviles de antigüedades variables, tuvo que detenerse en el control de ingreso y a cada uno de los ocupantes le fue requerida la documentación personal. Muchos de nosotros carecíamos de identificación; los guardias se dijeron mentalmente masí y se conformaron con que declarásemos nuestros nombres y números de documento. Primer relajamiento en la seguridad. Uno de los que iban conmigo, un muchacho siempre dispuesto a la cuchufleta, la zumba y la chanza, declaró un nombre falso y el agente privado de seguridad lo anotó sin dudar de la veracidad del chacotero.
El campo de juego de Small Country es de un verdor que da pena pisarlo. Sinónimos más usuales de campo de juego en buen estado:
Alfombra verde.
Verdadero billar.
Hay que felicitar a don Lelo García.
El equipo apenas se llevó un chirle empate que no sirvió para obtener el subcampeonato, pero que nos dejó satisfechos una vez que comparamos nuestra actual situación con el comienzo incierto del torneo, en el que perdíamos seguido, no le hacíamos un gol a nadie y el peludo Rodríguez se la pasaba hinchando las pelotas. En la cancha que estaba junto a la nuestra, apenas separada por una soga blanca, jugaba el ex campeón mundial Oscar Ruggeri (en la foto, con camiseta a bastones celestes y blancos). Me pone muy orgulloso pensar que alguna vez jugué al lado de Ruggeri, que es lo que técnicamente ocurrió.
En la foto se puede ver al plantel que pisó la grama de Small Country el 25 de Noviembre de 2006, incluyendo al orientador táctico y a un trío de simpáticos cebollitas que, a la sazón, son los pequeños hijos de tres jugadores.


MI VIEJO SE QUEDA A COMER

Después de varios días sin verlo se apareció mi viejo, en compañía de su pareja, la negra, para hacerme cierta consulta sobre su propiedad. Faltaba poco para que empezara el partido en la tele así que le pedí que se quedara. Tuve que insistirle pero por fin aceptó. Jugaba Argentinos Juniors, club del cual ambos somos hinchas, él tal vez más que yo. A los tres minutos del partido dos jugadores rivales chocaron sus cabezas y se desmayaron. Momento dramático, los futbolistas no recuperan el conocimiento, preocupación, angustia. Los periodistas que transmiten por tevé se manifiestan sinceramente impresionados por el accidente y dan testimonio de su preocupación, que incluso les dificulta continuar con la transmisión normal. Se nota por las voces graves que tenían, como cuando uno da una mala noticia. La ambulancia ingresa directamente al campo de juego. El choque entre los dos futbolistas ha sido verdaderamente tremendo. Es perfectamente comprensible, y eso los humaniza, si los periodistas deportivos postergan por un momento el profesionalismo y se preocupan por el hombre antes que por el jugador. Es que resulta muy difícil continuar cuando hay alguien que está inconsciente y sangra. En un momento el “periodista en campo de juego” le pregunta al médico que atiende a uno de los jugadores cómo se encuentra (el futbolista). El facultativo manifiesta que el chico ha sufrido un traumatismo de cráneo con pérdida de conocimiento y en este momento está...
-¡Momento, momento! -Exige casi a los gritos el relator- Lleva la pelota Messiano (por decir un apellido), se la pasa a Ornad, peligro, entra al área y....
El relator, de apellido Fantino, había interrumpido el parte médico que informaba sobre un preocupante traumatismo cerebral para relatar una supuesta jugada de peligro.
¿Estaba el periodista Fantino entonces tan preocupado por la salud del jugador?
Yo creería que ahora más lo inquietaba el hecho de que se convirtiese un gol y no quedara grabada la voz del narrador gritando como un marrano.
Los relatores televisivos deben creer que si ellos no gritan un gol el ráting baja, o que el patrón los va a echar, o que el gol, sin alarido, podría ser anulado.
Pero mi viejo compartió una picada en mi casa, mientras su actual pareja, la negra, le rogaba que aflojara con los salamines. Y eso para mí, sumado a los dos penales que atajó el sensacional arquero Pontiroli (en la captura televisiva se ve el momento en que el portero pelado se prepara para atajar uno de los penales), lo que provocó que ambos nos abrazáramos espontáneamente, todo eso, digo, redondeó una noche linda, bonita, preciosa.

Cuando se fue de casa, el viejo militar tenía la presion alta. No sé si por la emoción o por los salamines.


viernes, noviembre 24, 2006

¡FUEGO EN PROVIDENCIA!

Al llegar a casa después del trabajo me estaba esperando mi esposa, vestida con indumentaria deportiva para salir a caminar y me invitó a que la acompañara. No le podía decir que no, aunque estaba cansado y sucio porque había estado colocando carteles con mi compañero Zuloaga. Pero acepté porque todavía faltaba una hora para el excepcional partido que daban en la tele: Ben-Hur contra (o mejor versus como para seguir en la Roma antigua) Almagro. Me cambié y nos lanzamos a paso vivo por las calles de La Providencia, cruzamos las vías y entramos en Providencia. Yo prefería otro itinerario pero la rutina de Mariana incluye pasar por Providencia, que es el lugar donde habitualmente ejerzo mis tareas. Así que yo caminaba y saludaba a los conocidos, clientes y favorecedores con mi mano derecha, como un candidato a intendente municipal. Sólo me faltaba besar cabecitas de niños. Cuando estábamos cerca de la esquina de las calles D. Bessone y R. Ereñú vimos un fuego. Apuramos la marcha y vimos un colectivo que estaba ardiendo (ver fotografía). La gente comenzó a agolparse para ver el espectáculo (gran mérito mío de haber eludido el adjetivo “dantesco”, casado hace años con la palabra “espectáculo”). Dos mujeres de mediana edad, que se habían ubicado junto a mi esposa, posición privilegiada para observar el fuego, dialogaban con sus manos izquierdas tomando sendos mentones, mientras que los codos de los brazos correspondientes a dichas manos eran sostenidos por las palmas de las manos restantes, esto es, las derechas)
-¡Qué barbaridad! –decía una-.
-Que les avisen a los bomberos –sugería la otra-.
-¡Mirá! El fuego está quemando un cable de la luz.
-Espero que no se corte la luz.
-¡No! No lo digas ni en broma. ¡Hoy dan Bailando por un sueño!*
-¡ES VERDAD! ¡Y HOY ES NOCHE DE SENTENCIADOS!
Seguimos nuestro camino porque los vidrios del ómnibus comenzaron a reventar y había peligro de que se clavaran en alguno de los viandantes.

*Bailando por un sueño es un concurso de televisión en el que varias parejas compiten para hacer realidad el sueño de los participantes varones. A éstos se les asigna como compañera de baile a una modelo en ascenso, una actriz en descenso o una conductora mitad de tabla. Los sueños consisten, por ejemplo, en comprarle la dentadura a la nona o fundar un hogar para modelos sin apetito. Un jurado de notables (por ejemplo, Gerardo Sofovich) califica a los participantes. A los que obtienen las notas más bajas se los “sentencia” y el público televidente debe votar (pagando) cuál pareja desea que continúe en el programa. Bueno, me voy porque comienza Almagro versus Ben-Hur.

jueves, noviembre 23, 2006

LA FIESTA DE EX ALUMNOS


A mí sólo se me ocurre comentarle a Arizmendis que me invitaron a una reunión de ex alumnos. Cuando se lo dije, me preguntó:
-Vos hiciste el secundario en Providencia, ¿no?
-Si. En la escuela Leopoldo Lugones hijo.
-Entonces tenés que ir, sí o sí. No sabés la cantidad de oportunidades de negocios que pueden surgir en una reunión de ésas. Un buen porcentaje de tus ex compañeros seguro que viven en el barrio o zonas aledañas. Esos son potenciales vendedores, compradores, inquilinos o locadores. No necesitás que yo te haga siempre el mismo discurso, Julito.
Claro que no necesita. Para el martillero, mi jefe, cualquier reunión de dos o más personas es una buena oportunidad para hablar de negocios. A mi no me gusta hablar de negocios en las reuniones sociales, así como no me gusta preguntarle a un médico, en un asado, qué patología podría ser el dolorcito que tengo en la zona del recto.
Todo comenzó con una llamada de mi ex compañero Orestes Wilhelm, que me invitó a un encuentro de ex alumnos de la Escuela de Enseñanza Media Leopoldo Lugones hijo. Me extrañó que todavía existan esas cosas. Digo ese tipo de fiestas, habiendo tan buenos programas de televisión. Nuestro grupo egresó en 1970, plena etapa jurásica. De algunos compañeros no me acuerdo ni la cara ni el nombre ni nada.
Orestes estaba exultante cuando nos encontramos en un bar del centro de Providencia.
-¡Julito!, no sabés lo que me está costando juntar a la gente.
-Y sí, debe ser un quilombo. ¿Ya recorriste todos los geriátricos?
-No jodas, boludo, tan viejos no somos. Todavía nos queda mucha cuerda en el carretel.
-El problema es que yo tengo un nudo en el yo-yo. No me hagas caso, voy. Cuánto tiempo ha pasado. Me acuerdo que en esas épocas yo estaba enamorado de todas las chicas lindas. Y de las feas que me daban bola, también. ¿Quiénes van?
-Hasta ahora les avisé a quince. Siete ya se comprometieron. Me está costando porque muchos se fueron a vivir a otro lugares, incluso a otros países, y algunos fallecieron. ¿Te acordás del gordo Pancaldi?
Ya empezamos. Mi memoria no da como para contestar en Un, dos, Nescafé, pero todavía tira. Pero del gordo Pancaldi no me acordaba.
-¿Qué gordo Pancaldi? –le pregunté, remedando a mi compañero Zuloaga-.
-¡El gordo Pancaldi, boludo! ¿No te acordás de la vez que se fracturó una pierna y el viejo le hizo un yeso con papel de diario y agua?
Orestes está actualizado en materia de léxicos actuales. Sabe usar el boludo como cualquier purrete de los de ahora.
-Qué moderno, Orestes, boludo de acá, boludo de allá. En nuestra época si alguien le decía boludo al otro era para insultarlo y después había que agarrarse a piñas.
-Pero ahora, no. Ahora se dice boludo cariñosamente.
Orestes, aunque él no lo sabe, es la persona que me enseñó con su ejemplo preclaro a levantar minas. Todos lo que sé lo aprendí de él, verdadero faro en la niebla para quien, como yo, a la hora de enfrentarse cara a cara con alguna deliciosa criatura perfumada, no sabía cómo empezar ni cómo seguir. Y cuando a uno se le ocurría algo más o menos decente, la voz le salía como un pitido insignificante y traicionero. Tristísimo.
-¿Se murió Gastaldi? –le pregunté a mi ex maestro-.
-Pancaldi, boludo –me dijo Orestes-. No se murió ¿por qué lo decís?
-Dijiste que algunos fallecieron y enseguida me preguntaste por Berardi.
-Me estás jodiendo, ¡Pancaldi!
-Tengo un amigo al que constantemente le tengo que decir eso. Si, te estaba jodiendo.
-Bueno, vos estás encargado de avisarle a Pancaldi.
-Pero no me acuerdo de Pancaldi, te juro.
-No importa, acá está el teléfono. Lo llamás y le avisás, nada más. Nos encontramos el...

Después de siete llamadas telefónicas logré dar con el gordo Pancaldi. Quedamos en encontrarnos en un pub de Providencia. Pensé que viéndolo lo reconocería por fin. Suerte que él sí me identificó. No fue un encuentro emocionante ni mucho menos. El ya no es más una persona gorda, aunque sí tiene un vientre prominente de esos que se ven de adelante, pero si los bichás desde atrás parece como si tuvieran un cuerpo normal. Está casi pelado y tiene la barba a medio crecer. Parece un hombre amargado y acabado. Da la impresión de que la vida le ha pasado por encima. Y que después de eso, como si fuera poco, le escupió en el rostro. Charlamos apenas el tiempo que dura una tomadura de café. Cuando ya no daba para más, le dije a manera de despedida:
-Bueno, Panca (Orestes me había dicho que le llamábamos Panca), entonces te anoto para la reunión.
-Mirá, Julio, no lo tomes a mal pero a mí borrame de la lista. Si vos te acordás, nosotros vivimos todo el secundario en épocas de dictaduras. A mí esos tiempos no me parecen ni tan emotivos ni tan entrañables, y, ¡menos!, tan divertidos. Hacé memoria: en el Lugones hijo se nos enseñaba con singular entusiasmo y notable visión de futuro a crecer en un ambiente de silenciosa represión y eso, también hay que reconocerlo, quizás nos haya preparado para enfrentar los avatares de la vida adulta, que tuvo también muchos períodos con gobiernos inconstitucionales. Y qué se puede decir de las autoridades del colegio. Acordate de esa legión organizada de profesores, preceptores, jefas de preceptores, ¡acordate de la jefa de preceptores, esa hija de mil putas de Ursula Lauría! y Saúl Rafaelli, el director, ¡mal parido! que trabajó sin pausas -qué pausas si estaban prohibidas las huelgas- en la misión de gritarnos, asustarnos, despreciarnos, reprimirnos y forrearnos. Todo el cuerpo docente era una manga de basuras, con dos o tres excepciones a las que les rindo un homenaje. Gracias a ellos aprendimos a ser reprimidos, luego a reprimir y, por último, a enseñarle al prójimo a convertirse en un reprimido, aplicando los conocimientos adquiridos en la práctica con nuestros propios compañeros, especialmente si eran gordos, petisos, morochos, narigones, o de La Providencia, el barrio que está al otro lado de la vía. Hoy a eso se le menta discriminación. Algunos sentirán nostalgia por esos años, que estiman insuperables, pero lamento informarte que así les parece porque caen en el error de compararlos con todo lo horrible que les vino después. No voy a culpar a esa falange de adictos a la dulce melancolía, pero los llamaría sólo para pedirles que nunca vayan a las reuniones del Lugones hijo, que se eviten el tener que escuchar por enésima vez la anécdota de la tiza mojada en leche, o las patéticas travesuras del profesor de física. Me viene a la memoria aquella famosa máxima, que no recuerdo ahora a quién pertenece: “Los nostalgicos por el pasado son los fracasados del presente” De verdad, Julio, prefiero salir a chupar una cervecita con mis amigos de ahora, que son los que conocen bien a esta ruina en la que me convertí y sin embargo me siguen queriendo y tolerando. Chau Julio. Saludame a tu familia. Hasta siempre.
Despedí al gordo Pancaldi en la puerta del pub, volví a entrar y le pedí al mozo una ginebra doble.














martes, noviembre 21, 2006

ERRATA: por error en la entrada anterior se incluyó dos veces la misma fotografía. Se recomienda observar una sola de ellas, o bien, mirar las dos pero media vez cada una. Muchas gracias.



¿EXISTEN LAS CASAS MALDITAS? PARTE III, que a su vez es epílogo porque ya no da para más.

Resumen de lo publicado: el señor Carlos Díaz sospecha que su casa alberga espíritus malignos que le impiden progresar en el camino de la vida. Como agente inmobiliario le ofrecí el servicio de una mujer que puede percibir, a través de sus sentidos arcanos, si el hogar tiene problemas que exceden los estructurales propios de una edificación. La señora Mabelita, que así se llama esta vidente, nada más aproximarse al frontis del inmueble sufrió un ataque que la dejó inconsciente. He llamado todos estos días a su casa pero los partes que me suministra el marido de Mabelita son más bien escuetos. Todavía no sé bien qué le pasó ni qué tiene. Hoy decidí ir a visitarla, aun con la posibilidad de que el esposo se encuentre resentido por haber sido yo, sino el responsable, un partícipe necesario en la cadena causal que desembocó en el percance de su esposa, a quien detesta, pero más detesta los contratiempos.
Como yo barruntaba, el señor Posenato, me recibió con frialdad.
-Quería ver a la señora Mabelita, si fuera posible.
-Unos minutos, nada más. Necesita recuperarse pronto.
-Está bien.
El señor Posenato me hizo pasar a un dormitorio luminoso, que daba al parque trasero de la casa, lleno de perros que correteaban y ladraban.
-¿Hola, Mabelita? ¿Cómo estás?
-Recuperándome de a poquito, Julio. Ay, Julito, adónde me llevaste...
-Disculpame. Sinceramente no sabía que...
-En esa casa vive gente con muchísimos problemas. Qué digo muchísimos. A los de los Ingalls, sumale los de los Waltons y los de la familia Falcón. Eso te da una idea de la cantidad de despelotes que tienen. Pero qué mansión, Julio. Es la mansión Díaz. No la de Bruno Díaz, ese hombre usaba la plata para hacer el bien. Tenía una fundación y todo. Pero este Díaz es un atorrante. Es jugador. Se juega todo, ruleta, cartas, bingo. Perdió hasta los calzones, con perdón. En cualquier momento pierde también la casa. Seguro que la va a vender antes de que se la saquen los acreedores.
Notable videncia de Mabelita que no necesitó más que ver el frente de la residencia Díaz para saber tantas cosas.
-¿Vos no sabías, Julito que Carlos Díaz es un ludópata?
-Sinceramente no. ¿Y vos supiste todo eso solamente con ver la casa?
-No, lo sé porque voy a la feria y me entero. Estuvo separado de la esposa por ese vicio del juego. Ese hombre está enfermo y necesita tratamiento.
-¿Y por eso te sentiste mal cuando viste la casa?
-No, me empecé a sentir mal arriba del auto. Estoy embarazada. ¿Te imaginás a mi edad embarazada...? Ahora tengo que hacer reposo.
-Entonces, ¿la casa no tiene mala energía?
-Que yo sepa...
-Bueno, Mabelita, te dejo.
-Chau, Julito y, si querés, llevate el caballito de yeso que me pediste el otro día. A mi edad, otro hijo... Y con la bestia de mi marido. Eso es lo peor. Qué mala suerte. Voy a tener que cambiar todos los amuletos de mi casa.

Quedaba pendiente la tasación en la casa de Carlos Díaz, sita en el barrio privado Providence. Me recibió Carlos a la mañana. Me llevó directamente al sector de la piscina, pasando rápidamente por el living, y nos sentamos en dos reposeras blancas y no de plástico, de madera. Eso es nivel. Estaba vestido con ropa de calle, impecable, perfumadito, los mocasines de Guido bruñidos hasta la exageración. Yo tenía curiosidad por ver cómo era la casa de un jugador. Por empezar era preciosa, amplia, luminosa, señorial, de una belleza sobria; pero un caño del baño se había roto y observé –vista de vendedor inmobiliario- que la pared que daba al living mostraba esa especie de mancha que se parece al mapa de algún continente sumergido y que se forma cuando pasa el tiempo y no se repara o se cambia la cañería. La esposa de Carlos no estaba. Mi amigo buscaba algo en sus bolsillos mientras me preguntaba qué había dicho Mabelita de su casa. Le informé que podía quedarse tranquilo que la casa estaba perfecta desde el punto de vista energético y que tampoco la vidente había podido certificar ninguna visita reciente de Lucifer. Pero Carlos parecía no prestar atención.
-Qué veneno tengo, Julio, me tengo que ir a ver un trabajo y no encuentro la billetera. Para mí que se la llevó mi mujer sin querer. ¿Vos no me prestarías unos mangos, te los devuelvo más tarde?
Me acordé de un personaje de El Jugador , la novela de Fedor Dostoievsky, mister Astley, que le presta de lástima al protagonista unos diez luises y le dice: “no le doy más, pues de todos modos los perderá” Yo tenía veinte pesos. Le presté diez. Para cambiar el clima que se crea cuando un ex poderoso tiene que pedir una limosna, comentamos con Carlos, por arriba, la derrota del sábado:
-Y, sin Strugla nos cuesta hacer goles –le dije-.
-Pero el peludo no anduvo mal –me contestó-.
Finalmente estuvo de acuerdo con mi tasación, me dio el ok para poner la casa en venta y me despachó porque estaba apurado.

En la oficina le oculté al martillero Arizmendis la condición de Carlos Díaz, por respeto y lealtad a mi amigo, que seguro que debe estar muy avergonzado por su enfermedad.
-¿Cuándo le ponemos cartel? –me preguntó el martillero-. Esa casa la tenemos que vender rapidito. Díaz está hasta las manos de deudas, me enteré. Se iba a jugar todas las semanas al casino de Punta del Este, ese que está en el hotel Conrad. El tipo tenía un departamento en Punta. Pero lo vendió para seguir jugando. Perdió casi todo. Es un ludópata. Vos que sos amigo deberías saberlo todo... Si no nos ponemos las pilas…
Arizmendis lo sabía. Parece que yo soy el único tarado que no lo sabía.
-Che, Zuloaga ¿vos sabías el problema que tiene Carlos Díaz? –le pregunté a mi compañero que hacía dibujos sobre la superficie de una hoja A4-.
-¿Qué Carlos Díaz?
-El dueño de la casa que fuimos a ver el otro día con Mabelita en Providence.
-Ah, sí.
-¿Sabías que el tipo es un jugador?
-Si, obvio. Juega con vos al fútbol en el club. Lo sabía perfectamente.
-No, que es un jugador compulsivo.
-¿Quién?
-Carlos Díaz.
-¿Con qué?
-¿Con qué qué?
-Dijiste algo de con no sé cuánto.
-Compulsivo. Es una enfermedad que tiene.
-¿Y puede jugar al fútbol aunque esté enfermo? Qué suerte. Yo el domingo no pude ir a jugar por una angina que me agarró y que me partió por el eje.


lunes, noviembre 20, 2006

Foto: Grupo de jugadores que concurre al club los domingos a la mañana para jugar un partido de fútbol en el que, previamente, dos hombres consensúan la integración de cada team a efectos de que el juego resulte parejo y justo y no existan grandes diferencias que desnaturalicen los fines buscados cuando se pisa la grama. Está agrupación no debe considerarse de veteranos porque, si bien, hay señores en la edad provecta, hay también púberes, y aun impúberes como el joven de la foto que el domingo no sólo jugó, sino que tuvo una extraordinaria actuación como portero (arquero) y mereció aplausos durante, por lo menos, cuatro tramos del juego.

El fútbol de los domingos tiene características que lo distinguen de los otros fútboles que se practican en la institución, a saber:

1) no hay patadas, salvo las estrictamente necesarias.

2) No hay referís.

3) No hay jueces de línea.

4) No hay off side.

5) Las puteadas incluyen sólo a parientes colaterales.

6) No hay aplazaos ni escalafón.

Como ya ha sido dicho, la convocatoria del fútbol de los domingos está abierta a todos los hombres de buena voluntad, sin distinción de edad, credo, religión o preferencias sexuales. El clima es, en general, pacífico y así, la falta más violenta puede ser el agarrón de una camiseta, que se produce casi siempre cuando alguno de los más jóvenes pone la quinta velocidad y no lo agarrás ni con una caña. Es muy raro que se los revolee sin más aunque ha habido casos en que se los estampó contra el alambrado sin ninguna clase de miramientos. En el supuesto de que los damnificados sean los más adultos, puede, aunque tampoco es lo habitual, que haya un conato de pelea, que se diluye enseguida. Es cuando se escucha la frase tópica y apaciguadora de:
¡Che, dejémonos de joder que mañana tenemos que ir a laburar!
o sino:
¡Che, tápenlo con diario y sigamos jugando!
Y se patea el tiro libre más o menos cerca de donde se cometió la infracción.
¡NO VIENE EL NEGRO!
El colorado Strugla llega a los camarines con una noticia desgarradora: no viene a jugar el negro, su hermano. Creo haber mencionado que los hermanos Strugla son dos, uno pelirrojo y el otro morochazo, por eso se los conoce popularmente como los hermanos Ñuls. Nuestro amigo descerrajó esa deprimente novedad lo cual dio origen a apurados corrillos y tensas conversaciones. Que qué vamos a hacer, que estamos en el horno, que cagamos la fruta. Esta clase de dichos, claro está, suele salir de la boca de los más pusilánimes.
El colorado refiere la causa de la ausencia de nuestra estrella, al menos, si no estrella, el jugador del equipo de A.F.A.P. que la viene metiendo seguido en el arco contrario, trabajo tan complicado en estos tiempos de vacas flacas y prohibición de exportarlas. Recordemos aquel aserto, hace no tanto tiempo, que siempre egresaba de la boca de algunos de los muchachos más negativos:
nolehacemungolanadie.
Hoy en día el negro Strugla no está entre nosotros y su hermano, como vocero oficioso, nos debe una explicación:
-Mi hermano jugó el sábado pasado, que nosotros no jugamos porque llovió ¿se acuerdan? –pregunta el colo-.
-¡Si, dale!
-Y no lo echaron.
-¡Cómo que no echaron, si lo echan siempre!
-Tómó por error una pastilla.
Todo esto ocurría, dijimos, dentro del vestuario mientras nos cambiábamos, nos vendábamos y nos untábamos con el aceite que compartimos con nuestros hermanos, los equinos. Aquellos que estábamos más próximos al colorado Strugla debimos interrumpir nuestros asuntos ante tan hermética declaración del hermano de nuestro crack.
-Resulta que mi hermano toma una pastilla para la presión ¿no?, pero no va y el forro se equivoca y agarra una pastilla de las que toma mi cuñada para los nervios, que está medio loca, la pobre.
-¡Y eso qué tiene que ver! –preguntaron los más impacientes-.
-A mi hermano lo echan siempre de casi todos los partidos porque se calienta con los rivales y, como los rivales lo saben, lo buscan siempre para que se caliente. El sábado pasado lo forrearon mal, como siempre , pero el boludo se había clavado por error una de las falopas que toma mi cuñada para que no le agarren los ataques -porque la chabona está medio chapa-. Así que lo puteaban y el sonreía, lo escupían y él se sorbía la escupida, le decían que la esposa, en ese momento, estaba portándose para el culo, y él como si nada. Bueno, total que no lo echaron. Y, como no lo echaron, tampoco lo suspendieron. Ahora debe estar jugando para el otro equipo y nosotros, sin el negro, y sin él...
nolehacemungolanadie.
Silencio en el vestuario, caras de tribulación, quizás así pone las caras Mariano Tríbulo, no lo sabemos. A medida que llegaban los jugadores más demorados y veían los rostros de consternación, alguien les explicaba lo que sucedía:
-No viene el negro Strugla.
-¡Por qué!
-Tomó la pastilla equivocada.
-¡Qué! ¿Hay control antidoping?
-No, boludo, es una larga historia y no tengo tiempo para contártela porque hay que firmar la planilla.

El técnico, señor Rolón, su hombro apoyado displicentemente en la superficie abollada de un locker, escucha como distante. Es él quien debe tomar las riendas en la hora de las decisiones.
-Bueno, ya está. Si no viene el negro, no viene –dice el entrenador con una lógica elemental-. No es la primera vez que jugamos sin él. Con él ganamos, pero también perdimos, y sin él perdimos, pero también ganamos.
Todos volvieron a lo suyo. No podemos afirmar que Máximo estuviera hablando estupideces, pero esta clase de retruécanos invita a no tomarlos demasiado en serio, cuando no a la chirigota, o bien, a la cuchufleta. Pero ahora era imprescindible hacer el calentamiento previo, tarea de vital trascendencia para despertar a esos músculos longevos de las personas que nacieron cuando Perón gobernaba el país por segunda vez.
Hice un paneo general, una mirada a izquierda y a derecha, como una cámara de video de banco serio. Capturé con mis ojillos avizores al peludo Rodríguez. A manera de metáfora afirmo que un hilito de baba egresaba de uno de sus intersticios. Era su oportunidad. Volver a jugar desde el inicio. Participar del abrazo previo en el momento en que los titulares se transfunden energía, se piden huevos, se dicen no te la morfes pelotudo, se dan besitos viriles.
-Bueno... –introdujo Máximo Rolón- La línea de cuatro es la de siempre...
Y nombró a la zaga, excluyendo a Santiago Carlucci, que no tenía demasiadas esperanzas. Eso me parece porque, cuando el técnico anunció la formación, Santiago estaba llenando el bidón de agua, haciéndose el que no escuchaba, como al desgaire.
-Y arriba van: Constancio Marcelletti y...
Tensión en el rostro del peludo. No se notaba tanto porque lo tapaba el humo del cigarrillo de Constancio, que me está fumando mucho.
A manera de metáfora digo que transpiraba como Ben Casey cuando llevaba a cabo sus operaciones.
-Y arriba van: Constancio Marceletti y...
EL PELUDO
Sin salir del territorio pantanoso de la metáfora atestiguo que una perlita rodó por el lagrimal izquierdo de Rodríguez.

viernes, noviembre 17, 2006














PROGRESO EN EL PRIMER MUNDO


Hoy he llegado a casa y me encontré con una esposa radiante, pletórica de alegría y con la cacerola trabajando a destajo para el guiso de la noche. Le di a Mariana un beso en la mejilla y me abrazó. ¿Qué le habrá pasado? ¿ganamos al prode? ¿Existirá el prode? Nada de eso, mi hija Juliana chateó con su madre y esta vez, de puro contenta que estaba, la nena le dio todas buenas noticias. Que tiene un nuevo trabajo, que se compró la lavadora, que abrió una cuenta en una caja de ahorro y el banco le regaló un aparato de devedé. Recuerdo que, cuando yo abrí una cuenta en el banco Río, me regalaron un chanchito de yeso. En fin, no cabe duda de que la chica se está adaptando al primer mundo y el primer mundo a ella. Nótese cómo estaba de vacío el piso que rentó hace un par de meses y cómo lo tiene ahora, todo emperifolladito, con mesa y no con tarro de pintura, con sillas en lugar de almohadones, con sillón de dos cuerpos y con todos esos adornitos y macanitas a los que las mujeres son tan afectas.










martes, noviembre 14, 2006

SABADO DE LA AMISTAD
Frustración. No es justo que uno espere toda la semana el partido del sábado y el rival no se presente. Los indignos rivales, alegando no sé qué pretexto banal, no vinieron al club y dejaron a los muchachos de AFAP (Asociación Fútbol y Amistad en Providencia) vestidos y sin visita. Comiéndonos la bronca como si fueran los sandwichitos de la fiesta frustrada. Para no desaprovechar la jornada de sol brillante y cancha con pasto decidimos jugar un amistoso entre nosotros. Sé que no es lo mismo. Uno se prepara mentalmente para jugar un partido inamistoso, no amistoso. El concepto de amistoso vale para otros asuntos: una charla es amistosa, una relación con una señorita puede ser amistosa, pero nunca un partido de fútbol. Un p. de f. debe disputarse siempre con el cuchillo entre los dientes, los que a su vez deben estar apretados. Y lo que debía haber sido un partido por el campeonato terminó siendo un “ensayo” entre titulares y suplentes. Se distribuyeron las camisetas verdes para los titulares y para los suplentes unas de color rojo bastante mononas. Qué oportunidad para el peludo Rodríguez de demostrar que está en condiciones de ser tenido en cuenta por el entrenador, señor Máximo Rolón. Posibilidad grande, también, para Santiago Carlucci, quien cumple habitualmente tareas de utilero y aguatero, y no porque le hayan asignado esa función, que no es menor, sino porque así se lo dicta su espíritu colaborador, que pinta de cuerpo entero a esa clase de individuos a los que no se les caen los anillos ni les da asco si tienen que frotar con agua bendita el pie maltrecho y maloliente de un compañero que se retuerce de dolor. Este sábado Santiago podía demostrar que está en condiciones de ser el marcador de punta titular, uno de esos morochos retacones que aseguran quite y proyección, marca y panorama, velocidad y cabeza levantada, simpatía y buen humor. El técnico ofició de árbitro y eso le permitió observar a plena luz del día a aquellos que habitualmente-no-son-titulares, eufemismo por suplentes. Los que sí son titulares sabían que su condición no corría riesgos y no trepidaron (vacilaron) en ensayar una serie de movimientos, marianelas y rabonas que en un partido por los porotos no intentarían, a sabiendas de que, en el noventa por ciento de los casos, fracasarían. Por ejemplo, aquel zaguero centro, rústico pero seguro, de esos que no se equivocan nunca, hoy quiere salir jugando previo tirarle un caño al delantero contrario. El volante defensivo, tosco y primitivo, intentará una gambeta larga. El inside izquierdo querrá proyectarse y patear un tiro al arco de enfrente, por primera vez en años, el arquero pedirá jugar de centrodelantero. Saben que el próximo sábado volverá la seriedad del partido oficial y, con la resaca a cuestas, vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza, el señor cura a sus misas, la zorra pobre al portal, etcétera. Se acabará la joda, en fin. Mientras tanto los otros, los peludos Rodríguez, los Santiagos Carluccis, se afanaron al máximo y jugaron el amistoso como si fuera una final, o una semifinal, cuanto menos; dieron lo mejor de sí, se prodigaron, para que el técnico los tenga en cuenta en un futuro próximo.
Los titulares les ganaron a los suplentes cinco a cero.


















































lunes, noviembre 13, 2006

¿EXISTEN LAS CASA MALDITAS? Parte II
Resumen de la parte I
Resulta que viene a la oficina mi amigo Carlos Díaz y me cuenta que quiere vender su casa porque, desde que la compró, todo le sale mal y cree que está mufada. Le digo que conozco una señora que enseguida puede comprobar si la casa lo está o no. Me costó convencerlo pero al final aceptó y…
Fui con mi compañero Zuloaga a buscar a la señora Mabelita que, a la sazón es la persona que podía verificar el estado energético de la finca de Carlos, un hermoso chalet en el exclusivo barrio privado Providence, con canchita de fútbol propia. La encontramos a la obesa mujer en su casa lavando la vereda y la subimos al auto para llevarla a Providence, que se encuentra dentro del barrio Providencia. Aproveché para pedirle un caballito de yeso divino que tiene en su porche, pero se negó a donármelo o vendérmelo. Debería haberme bajado el día que pasé por allí cuando íbamos a la firma de la escritura del café con leche (ver capítulo denominado “El pergamino” del día November 3) Ese día, me consta que Mabelita no estaba porque la vereda estaba húmeda y ella siempre se va a hacer las compras inmediatamente después de baldearla. Hubiese sido ideal solicitarle el equino al marido, que odia por igual al caballito y a su esposa. Yo estaba dispuesto a pagar cincuenta pesos. Por el caballito.
Transitamos con Zuloaga y Mabelita las pocas cuadras que nos distanciaban de la entrada al barrio privado, donde presenté mis credenciales de inmobiliaria Arizmendis al señor encargado de la guardia, que me dejó pasar haciendo la venia. Cuando llegamos a la residencia Díaz debíamos atravesar una inclinación del terreno o talud, que tenía el pasto bien cortadito, con una callejuela en el medio para ingresar en el inmueble. Ni bien Mabelita atisbó los primeros ladrillos del imponente frente, se agarró de Zuloaga y de mí porque se sintió desfallecer. Nos costó evitar que cayera al piso con sus noventa kilos de peso, pero lo logramos. Mientras la cargábamos hacia la entrada para sentarla en un banco de jardín que allí había, nos pidió con voz queda que la llevásemos de vuelta a su casa.
-Tengo ganas de vomitar. –dijo-. Llévenme, por favor, que no me siento bien.
Volvimos a su hogar y se la entregamos a su marido que, de mala gana, colaboró para que la ingresáramos y la depositáramos en su cama. Luego el hombre nos dijo que nos fuéramos que cualquier cosa nos avisaba.
Al llegar a la oficina llamé por teléfono a Carlos Díaz y le expliqué la situación. Yo estaba preocupado y me sentía responsable en cierto modo. Arizmendis, que ya había llegado a la inmobiliaria, me pidió un parte detallado del incidente. Le conté. Zuloaga se había sentado a su escritorio dejando un espacio entre éste y la silla para poder mirar hacia abajo. Parecía ajeno, distante.
-Así que llevaste a Mabelita a la casa de tu amigo y casi se te muere. Bueno, no cabe duda de que la casa tiene energía negativa, como se dice habitualmente, aunque yo no creo en esas pavadas.
-Bueno, no sé qué fue. Mabelita no alcanzo a decir nada. Capaz que tuvo una descompostura normal.
-Eso a los efectos de la venta no nos interesa, lo que a nosotros nos sirve es que tu amigo se convenza de que la casa está maldita para que la venda urgente y no se fije demasiado en el precio en el caso de recibir una oferta baja. Lo tenés que persuadir de que no puede estar un minuto más en esa casa embrujada. Nosotros estamos para vender, no te olvides. ¿Y vos qué opinás, Zuloaga?
-¿De qué?
Zuloaga miraba en dirección al piso, o a algo que allí había.
-¿Qué perdiste Zuloaga?
-¿Dónde?
-Está bien, dejá Zuloaga. Si no tenés puesta las pilas no sirve.

¿Qué le ocurre a Zuloaga que desde la escritura se la pasa mira que te mira el piso y parece como ausente? Se lo pregunté hoy porque ya no podía soportar más.
-¿Qué te pasa, Zuloaga, que desde la escritura del otro día te la pasás mirando al piso?
-¿Qué piso?
-Bueno, lo noté en la escrituración, que mirabas el suelo del banco en donde se escrituró. Digo de la institución bancaria en donde se escrituró. También cuando fuimos a lo de Carlos Díaz mirabas el suelo de mi auto...
-¿Qué Carlos Díaz?
-Zuloaga, ¿te acordás que fuimos a buscar a Mabelita para ir a Providence a tasar la casa de mi amigo, el que juega al fútbol y que se llama Carlos Díaz?
Traté de no dejar ningún resquicio por donde entrar. Buscaba evitar que me respondiera con una pregunta, como suele hacer.
-Si, claro que me acuerdo –me respondió Zuloaga y suspiré aliviado-.
-Te pregunté por qué miras tanto al piso.
-¡Ahhh!
Lanzó un largo ¡Ahhh! Y creo que me estoy quedando corto con las haches.
-¡Ahhh! No, lo que pasa es que estoy muy contento con los mocasines de carpincho que me compré. No sé, me encantan. Hace tiempo que no tengo unos zapatos tan lindos. Son caros. Mis buenos pesos me costaron. Si se entera mi esposa lo que gasté, me mata.
Ahí tenemos la explicación a la mirada baja de nuestro querido Zuloaga. Debí suponerlo. Zuloaga es fanático de los zapatos. Tiene alrededor de cincuenta pares, que para un clase media que la pelea, es una enormidad. No tienen nada de malo que un hombre guste del calzado. Es una parte de la vestimenta. Pero este muchacho no es que le gusten los zapatos, tiene adoración por ellos. Usa un par distinto por día. Tiene veinte pares de zapatillas y cinco pares de botines de fútbol. Y nunca jugó al fútbol seriamente. Es verdad que sus mocasines de carpincho son lindos, pero, en cualquier caso, eso es mérito del carpincho. Mérito póstumo, pobre bicho.
Discúlpeseme este aparte en la continuidad del relato pero considero que era muy a propósito conocer la causa de tan extraña conducta de Zuloaga. De esta forma estamos en condiciones de retomar la continuidad de la narración.
Arizmendis continúa hablando, dando clase de ventas, perorando y perorando. Yo aseguro que no nos hemos perdido gran cosa.
-...Esa casa tiene que ser nuestra, Julito. Es un genuino producto de tu condición de socio del club. El club es el medio más eficaz para captar, para hacer promoción de ventas, para conseguir vendedores y compradores. ¿Por qué te crees que te ofrecí pagar yo la cuota social el año pasado y vos no quisiste? Por que, a mi criterio, un club es la extensión natural de una inmobiliaria, cuando ambos se encuentran en el mismo barrio, como es el caso...
A esa altura, el discurso de Arizmendis me parecía absurdo y abstruso. Me fui de la inmobiliaria con el pretexto de que tenía una entrevista con un cliente. Terminé en el bar donde el martillero los lleva para ablandar. Pero yo no estaba para ablandar a nadie. Pedí un café y me puse a meditar en los acontecimientos de esta mañana tan rara. Qué mañana rara. Está claro que cuando le ofrecí a mi compañero Carlos Díaz el “servicio de análisis de energía de casas”, por darle un nombre canchero, lejos estaba mi propósito primigenio de “ganar la propiedad para la venta”. Carlos ya me había manifestado su intención de vender porque se había quedado sin trabajo. Si le propuse la intervención de la señora Mabelita, lo hice pensando en que la dama vería tan magnífica residencia e inmediatamente descartaría cualquier posibilidad de que la misma estuviese afectada por fenómenos Poltergeist*, esto es, que la casa no desaparecería dentro de un agujero negro, por ejemplo, y que tampoco estaría apestada de mala onda, maldición, brujería o energía negativa, y así mi compañero de equipo se quedaría sereno y no culparía de sus desgracias a un montón de ladrillos bien dispuestos. Esto es, no actué conforme al manual del martillero Arizmendis, que me conozco de memoria. Simplemente quise que decidiera con templanza y sin condicionamientos. Se que soy un mal vendedor que hizo lo que el código Arizmendis reprime. El martillero sostiene que a la gente no hay que dejarla pensar...
Pero parece que, en efecto, si nos dejamos llevar por el estado en que quedó la buena de Mabelita apenas quiso atravesar el talud, la casa está hasta las manos en cuanto a “positividad”. Qué duda puede caber de que la residencia Díaz entra a la venta sí o sí.

Poltergeist: la pedí a mi muchacho, Matías, que estudia cine, que explicara qué es Poltergeist. Es una película de 1982 dirigida por T. Hooper, con guión de Spielberg, y no me rompas más, viejo, que estoy estudiando.

viernes, noviembre 10, 2006


¿EXISTEN LAS CASAS MALDITAS? (Primera Parte)


Ayer me vino a ver a la oficina inmobiliaria donde trabajo (Arizmendis Propiedades) mi compañero del equipo de fútbol, Carlos Díaz. Se lo veía en mal estado. Vestía ropa deportiva con raya en el pantalón, pero no se había afeitado. Eran las diez de la mañana lo que me hacía deducir que no había concurrido al trabajo. Con todo, eso no es un dato que sugiera demasiado porque los ejecutivos son de tomarse días libres, o bien, recuperar días de vacaciones que se guardaron oportunamente. Pero su cara me preocupaba. Corrijo, no me preocupaba, me daba curiosidad por saber qué carajo le estaba pasando. En cualquier caso, lo mejor sería que le pasara algo que ameritase la venta de su bonito chalet en el barrio de Providence, que es un barrio privado que se encuentra inserto en el barrio Providencia. Para comprenderlo mejor imaginemos, dentro de la teoría de los conjuntos que nos enseñaron en el primer año de la secundaria, un conjunto y otro adentro del primero, como una gota de aceite en el agua. La gota de aceite sería Providence y el agua Providencia. Cuando compartimos una velada con Carlos el viernes pasado en la pizzería del peludo Rodríguez (Melabrián, sucursal La Providencia), primero, y en el quincho de Ricardo Ditro, luego, lo noté nervioso, pero lo adjudiqué al hecho de que la camarera de la pizzería le había derramado un vaso lleno de cerveza en la cabeza y a que, más tarde, el peludo Rodríguez nos había cobrado la consumición cuando todos creíamos que nos había invitado, el muy bandido. El dibujo del rostro de Carlitos ameritaba que lo invitara al bar a tomar un café y sustraerlo de la mirada del otro vendedor. No tanto de Zuloaga, que parecía estar meditando con la vista fija en el piso. Arizmendis todavía estaría durmiendo en su casa. Le avisé a Zuloaga que salía con Díaz. Más tarde, cuando llegó Arizmendis y preguntó por mi, Zulo le dijo que me iba por unos días. Pero después se aclaró la confusión. En fin. Carlos pidió un café con leche y yo un café solo.
-Te vine a ver a vos, Julio, porque, si bien no te conozco mucho, solamente del equipo de fútbol, me parecés un tipo de confianza.
Ahí me di cuenta de que no venía a conversar asuntos del equipo y me puse en onda inmobiliaria con sólo hacer un clic en mi meollo. Me entusiasmaba la posibilidad de vender su casa en Providence, posiblemente uno de los dos o tres mejores chalets de este barrio privado tan distintivo. Lo menos doscientos mil de los verdes, por abajo de los pies.
-Hace una semana que me echaron del laburo –introdujo Carlos-. Estoy como loco. Desde que estoy desocupado salgo a correr todos los días para sacarme la bronca. Así que el sábado seguro que voy a andar bien en el partido con todo lo que corrí. Qué consuelo pelotudo. Parece mentira, hace tres años que compré la casa de Providence y fue a partir de allí en que las cosas empezaron a irme para el culo. Y ahora el broche de oro, después de treinta años me dejan en la calle como un perro. Yo lo sabía porque la política de estas empresas es que cuando cumplís los cincuenta años te dan una patada en el orto, pero nunca pensé que me lo iban a hacer a mi, que tenía puesta la camiseta de la empresa más que el propio presidente. Pero bueno, ya está…
Hizo una pausa para probar un sorbo de su café con leche. Se quemó la lengua. Puteó.
-Voy a tener que vender la casa. Ya no quiero vivir más allá. Te parecerá que es una boludez lo que te voy a decir, pero me parece que esa casa es mufa. En serio, fijate que, desde que me mudé se me enfermó la nena, me separé de mi esposa, se me fueron dos mucamas. Ahora estamos probando nuevamente. Con mi jermu, digo. Y como frutilla de la torta, en esa casa de mierda me echaron del trabajo.
-Bueno, te echaron del trabajo en el trabajo. No le eches la culpa a la casa, pobre.
-Lo que sea, pero la voy a vender antes de que me pasen cosas peores. Te juro que tengo miedo de entrar, a veces.
-Epa, Carlos, no será para tanto. Mirá, se me acaba de ocurrir algo. Si vos crees que la casa tiene alguna clase de, no sé, de excomúnica, y si no te parece una locura, podemos intentar algo.
-¿Qué cosa?
-El asunto es así: en la inmobiliaria tenemos una señora que tiene… digamos que tiene poderes y te puede analizar el estado de las casas desde el punto de vista de la energía y de las fuerzas positivas o negativas que pudieran haber dentro de ella. Esta señora nos podría decir si la casa tiene algún problema. Te aseguro que no falla y mirá que yo no creo en nada…
-¡Dejate de joder!
-Como quieras. Eso es una decisión tuya. La mina, cuando la conocimos, vino a la inmobiliaria a comprar una casa, entonces salí con ella a mostrarle las que teníamos en venta. Había propiedades en las que directamente se negaba a entrar, aunque eran hermosos chalets. Ni el frente miraba porque decía que le hacía mal, que adentro vivían espíritus malignos. La primera casa que se negó a ver, después averiguamos y resultó que el dueño la vendía, bah, el heredero, la vendía porque allí adentro su padre había matado a la esposa, a una hija que vivía con ella, al perro, al pajarito, y se salvó la tortuga porque no la encontró. Estaba debajo de una ligustrina y no la vio. Después se suicidó. El tipo, digo. Todas las casas que esta señora se negaba a ver tenían algún problema de familia, alguna maldición. En algunos casos, decía que el mismo Satanás había pasado una temporadita. Y tenía pruebas.
-Me estás cargando, Julito.
-Por eso, por eso. Si no crees en esas cosas, dejémoslo ahí y…

-º-

Este manido recurso de pasar a otra escena en la que el protagonista contradice en los hechos lo que manifestó en la anterior es muy habitual en las comedias argentinas de los años cuarenta y cincuenta. Por ejemplo, el hombre jura que jamás va a comprar esa bicicleta. Corte y en la siguiente escena se lo ve pedaleando alegremente por el Rosedal. Es un ejemplo nada más. En este caso, sembré tanto la curiosidad en mi amigo Carlos Díaz que finalmente aceptó que yo le tasara el inmueble y que, dentro del mismo combo, nuestra señora comprobara el estado energético del mismo a efectos de decidir o no la venta. Quedamos para hoy a la mañana, dentro de un horario en que no estuviese su esposa ni sus chicos, para que no pensaran que Carlos se estaba volviendo demente. Junto con mi compañero Zuloaga fuimos a buscar a Mabelita, una señora de cuarenta y cinco años y el doble de kilos, que en es momento estaba baldeando la vereda.
-¡Mabelita! –le grité desde el auto. Necesito que vengas a ver una casa.
-¡Dónde! –gritó Mabelita-.
-En Providence.
-¿Acá en Providencia?
-¡No! ¡En Providence!
-¡Qué paquetería! –gritó Mabelita, contenta-.
Mabelita arrojó la escoba y el balde por detrás de la ligustrina de su casa y se subió a la parte trasera de mi auto. Nos saludó a Zuloaga y a mí tocándonos levemente la cabeza con su mano empapada.
-Mabelita, necesito que me veas una casa porque el dueño dice que está maldita -le dije-.
-O K.
-A propósito, Mabelita ¿no me venderías el caballito?
Yo me refería a un caballito de yeso que tiene en la cochera descubierta de su casa, una delicada pieza, aunque algo maltrecha por los años, que enaltecería mi colección de enanos de jardín y otros ornamentos.
-Sabés que no, Julito. Puede que lo heredes cuando me muera, pero ese caballito es uno de los tantos objetos sagrados que protegen mi casa de las malas ondas.
Después de decir esto, Mabelita le golpeó ligeramente el hombro a Zuloaga:
-¿Cómo andás, Zuloaga? Cuando te toqué la cabeza te noté mal de energía. ¿Puede ser?
-¿Puede ser qué? –le preguntó Zuloaga, que miraba para abajo-.
-Que estés mal de energía.
-¿En qué sentido?
-No sé. Algún conflicto en tu casa.
-¿Qué casa?
-En tu casa.
-No tengo casa. Alquilo.
-Bueno, en la casa que alquilás.
-No es una casa. Es un pe ache.
Si Zuloaga no tenía ganas de hablar, esa fue una de las mejores formas que he visto de decir no me rompas las pelotas, Mabelita.


jueves, noviembre 09, 2006



EN EL QUINCHO DE DITRO

Nos fuimos de la cena en la pizzería Melabrián (por Melanie y Brian), sucursal La Providencia, propiedad del peludo Rodríguez, ligeramente indignados porque nuestro compañero de equipo nos había hecho creer que era una gentil invitación pero terminó cobrando 22 pesos por cabeza. Ricardo Ditro, antes de que nos desconcentráramos para ir a dormir, nos invitó a su casa para terminar la noche y también para terminar de comer puesto que la pizza había resultado harto escasa y quedaba aún espacio dentro de nuestros estómagos hospitalarios.
Siempre que vamos al quincho de Riqui nos quedamos un rato observando los cuadros con equipos de fútbol que adornan sus paredes. Hay formaciones de todas las épocas y todas las categorías. Allí conviven, por ejemplo, algún equipo que integrara Riqui con, por ejemplo, el Argentinos Juniors campeón de 1985 (“Llora el gordito Muñoz, llora también Tatatá, porque el Nacional queda en Paternal”, era el cantito que los hinchas del bicho colorado desentonábamos orgullosamente durante esa campaña extraordinaria. Yo iba con mi padre y nos abrazábamos cuando el equipo hacía un gol. Eran las únicas oportunidades en que nos abrazábamos. Cuando íbamos a la cancha y el bicho hacía un gol. Ibamos poco a la cancha).
Entre aquellos cuadros hay uno de un equipo que supimos integrar Ricardo, Constancio y yo hace como veinte años. Para Ditro no hay discriminaciones a la hora de colgar las formaciones en las paredes de su quincho. Profesionales y aficionados, cracks y troncos, flacos y gordos, campeones y descendentes (que descendieron), todos conviven armoniosamente sonriendo a la cámara y metiendo panza. En ese team, que salió campeón, puede observarse que los pantaloncitos nos aprietan peligrosamente los huevos, pero así se usaba en los ochentas. Las camisetas también resultaban demasiado entalladas para nuestros incipientes rollos. Angel, Carlos y el oso nos tomaban el pelo comparando a esos treintañeros de mechas al viento con nuestros tristes aspectos actuales, de lo cual, obviamente, ellos no quedan exentos pero se salvaban porque no había foto para comparar. Ricardo Ditro, mientras tanto, sacaba de la heladera de su quincho una sorprendente variedad de quesos y embutidos, que siempre dispone en cantidad, y de los cuales se aprovisiona cada vez que emprende uno de sus viajes de trabajo. Cuando olimos y después vimos la comida, dejamos de mirar los cuadros y nos acomodamos alegremente en torno a la mesa rectangular que se apoya sobre caballetes, la cual ya estaba convenientemente sembrada de botellas de cerveza y vino. Ricardo nos alentó a que comiéramos tranquilos que no nos iba a cobrar nada, lo que dio pie para volver a criticar un poco al peludo.

martes, noviembre 07, 2006


COMIENDO PIZZA EN MELABRIÁN
Fui a buscar a mi amigo Ricardo Ditro a Ezeiza, que volvía de uno de sus viajes de trabajo. Esta vez le tocó ir a Bangladesh.
-Gracias por venir –me dijo-. La gorda no se qué problema tenía y no pudo venir, pobre.
La gorda es su esposa, a quien llama así cariñosamente, pero no es gorda ni queda cariño. Es extraño que nadie de su familia lo haya ido a buscar. Seguro que la situación está peor de lo que yo pensaba. Pero tiene tres hijas, caramba. ¿Nadie podía venir? Bueno, hay una que está en pareja. Y embarazada.
-Estás más gordo –le dije-.
-Qué querés. Me la paso morfando.
-¿Qué comiste?
-Uy, de todo. Un pescado con cebolla, jengibre, cilantro y tomate, que estaba de rechupete. Pollo con yogurt, pimienta negra, jugo de lima, tomate, crema, manteca… Chiken Makham se llama. Te lo recomiendo.
-No creo que vaya a Bangladesh en lo inmediato. Y en Providencia no hay restaurantes bengalíes, que yo sepa.
-Allá tienen buenos restaurantes pero te hacen esperar mucho. Nosotros nos quejamos pero allá tardan como la gran puta.
-¿Qué pescados tienen?
-Qué se yo. Uno se llama koi, otro pangash, otro galda chingri. Tienen gusto y forma de pescado pero no me preguntes cuál sería la traducción. Lo jodido es conseguir cerveza. Me tenía que ir al Sheraton para conseguir birra, imaginate. Me dieron ganas. Vamos a tomar una cervecita. ¿Cómo salimos en el partido?
-Se suspendió por mal tiempo. Y mañana tenemos fecha libre.
-Bien.
-Nos invitó el peludo Rodríguez a comer pizza esta noche a una de sus pizzerías.
-¿A quién?

Esa es una pregunta que haría mi compañero Zuloaga.

-¿A quién qué? –le repregunté-.
-¿A quién invitó?
-A quién va a ser. A todos los del equipo. Menos al técnico, claro. Lo odia.
-¿Y vos vas a ir?
-¿Y por qué no?
-No sé. Creía que no te simpatizaba el peludo.
-Bueno, simpatizarme no me simpatiza, pero me gusta la pizza. No será como la de La Muzza Inspiradora pero se banca.
A mi criterio, la pizza de La Muzza Inspiradora es superior a todas las de las demás pizzerías de Providencia y alrededores. Bastante mejor que las que hacen en las del peludo Rodríguez. Nuestro compañero de equipo tiene una cadena de pizzerías en varios lugares del país. En Providencia hay una y también en La Providencia, que es el barrio lindero. Ambas comunidades están separadas por las vías del ferrocarril. Además, en La Providencia, que es donde vivo yo, no hay cloacas, por ahora.
-Vos decís que es mejor la de La Muzza porque trabajaste allí.
Alude mi amigo Ricardo Ditro a un período breve en el que cumplí funciones en aquella pizzería como repartidor en motito (lo que hoy se llama delivery, voz inglesa que se traduce como entrega, traspaso, dación)
-Es cierto –asentí-. Vi cómo la elaboran, fui testigo de cuando el pizzero quiere humectar un poco la masa y se la pasa por los sobacos. Eso creo que le da el sabor característico. ¿Vas a venir o no vas a venir?
-¿Estás seguro que me invitó?
-Invitó a todos y a mi me dijo expresamente que te avise. No me dio tarjeta en papel, eso sí.
-No sé...
-No te hagas el trolo.
-Bueno, voy. Pero espero que no lleve la guitarra. Eso sí que no lo puedo tolerar.

No me costó conseguir el permiso de mi señora esposa. Los viernes no estoy tan comprometido como los sábados. Esos días se me dificulta. Además, debo una ida al teatro y tendré que pagarla más temprano que tarde. La última vez no pude asistir a causa de un problema físico.
-Marianita, hoy no como en casa, tengo una comida con los muchachos del club.
-Gracias.
-¿Gracias de qué?
-Así no tengo que cocinar. Matías tampoco viene a cenar así que voy a ver alguna película de las que tiene en su habitación. Alguna de amor.
-Mati no tiene películas de amor en su colección, son todas películas de pobreza. Iraníes y esas cosas.

Nos juntamos con los amigos a las nueve de la noche en la pizzería del peludo Rodríguez, que lleva el nombre de Melabrián, que no es ninguna ciudad de Armenia, sino un homenaje a sus hijos Melanie y Brian, que, aunque se pronuncia braian, quedó con acento en la a por razones de economía pronunciativa. Algunos muchachos se confundieron y se fueron a la sucursal de Providencia, cuando la cena era en la que se encuentra allende las vías, en La Providencia. Los teléfonos celulares corrigieron el error.
La pizza de Melabrián fue distribuida con el criterio de darle prioridad a los demás comensales que ocupaban las pocas mesas del lugar, que no es demasiado grande, y al servicio de delivery, de manera que a nosotros nos llegaba después de que era atendido todo el vecindario de La Providencia. Nuestra mesa quedó a cargo de una chica que mostraba entusiasmo y los nervios propios de tener tan cerca al patrón de todos los patrones. Es justo decir que el peludo Rodríguez trataba a su empleada con amabilidad, aunque, en algunos momentos, él cerraba el puño derecho y lo apoyaba en su pecho, ademán que me hacía acordar a cierto tirano alemán que por suerte ya falleció. Pero es lo único que puedo decir porque nunca la trató mal en nuestra presencia, ni siquiera cuando la chica derramó un chopp en la cabeza de Carlos Diaz, uno de nuestros compañeros. A las diez y cuarto, tal cual temía Ricardo Ditro, el peludo fue a buscar una guitarra. Ya casi no había parroquianos que no fuéramos nosotros, una decena de cincuentones cansados contando aspectos más o menos atractivos de nuestros respectivos trabajos. Un viernes a esa hora eso puede resultar tedioso. Un grupo escuchaba a Riqui que, precisamente, contaba cosas de su trabajo como calificador de restaurantes a algunos de los más nuevos que todavía no conocían bien a sus compañeros del equipo.
-Es una guía de restaurantes, del tipo de la guía Michelín u otra muy famosa que se llama Gourmetour. ¿Saben qué es la guía Michelín?
-Si -dijo la rana Ferrario-. Michelini. Pablito Michelini. Buen cinco, medio tronco, pero con huevos.
-Mi trabajo es ir a los restaurantes, morfar, chupar y ponerle una nota según el rubro. Hay que evaluar el lugar, la comida, el maitre, el sommelier... ahí los cagué ¿saben qué carajo es un sommelier?
Silencio
-Es el encargado del servicio de licores. Eso también se califica, así como el postre, la tabla de quesos, la bodega de vinos, el servicio. Todo, bah.
Envidia. No sé si sana, pero envidia. Siempre es bueno escuchar a un hombre de mundo, especialmente aquellos que llevamos una vida entre chata y chota: un mecánico, un pintor de edificios, un vendedor de inmobiliaria, voy a poner etcétera antes de deprimirme.
-Che, ¿y tenés que comer todo lo que dan? –preguntó Angel Beltrán, profesor de sociales en varias escuelas secundarias-.
-Si, pero no de una sola vez. La última vez que estuve en Inglaterra fui a un restaurant que se llama Wilton’s. Entonces…
-No lo garpás vos, ¿no? –preguntó el oso Ribero, mecánico-.
Más bien, boludo, dijeron todos a coro.
-Imaginate, si pagara, que el otro día comí un lenguado Dover que costaba 35 libras, salmón ahumado escocés de 26 libras, langosta escocesa, 35 libras y un o blanco Chateau Aut Rian Rions, un vinardo de Bordeaux del 2004 que salía 25 mangos ingleses. Nada del otro mundo, ¿eh? Pero son unos ciento veintiuna libras, que multiplicado por seis te dan setecientos veintiseis mangos de los nuestros. ¿Qué tul? Con esa guita como dos meses seguidos –exageró Ricardo-.
Antes de que los muchachos terminaran de decir ¡mierda! el peludo volvió con su instrumento desenfundado y Riqui dijo cagamos. El peludo lo escuchó pero se hizo el tonto. La camarera con cara de miedo, bostezaba. La cocina ya estaba cerrada porque a las once, en La Providencia, ya no pasa más nada. Providencia, en cambio, tiene más vida, no una gran vida, pero sí más que en La Providencia, que además de no tener vida, no tiene cloacas. Me quedé con hambre. Comí el último pedazo de fainá que quedaba y sabía que le había ganado de mano a varios. Rodríguez templó la viola. Todos volvieron a sus ubicaciones. Ditro me hizo a mí y a Constancio Marceletti, que fumaba un faso detrás del otro, la seña de me rajo. Finalmente fuimos seis los que nos marchamos, después de pagar cada uno los veintidós pesos de lo que hasta allí creíamos era una invitación del peludo. Eso nos relevó, ya en carácter de clientes, de tener que dar explicaciones por nuestra partida prematura. El peludo se vio obligado a interrumpir Alfonsina y el mar antes de que la primera se introdujera en el segundo para no volver nunca más.





viernes, noviembre 03, 2006


EL PERGAMINO

Hemos debido concurrir al acto de escritura de una venta que hicimos el mes pasado en la inmobiliaria Arizmendis. Me tocó llevar en el auto a Zuloaga. El martillero iba por su lado. En el camino vi un caballito de yeso en el jardín delantero de una casa. Me detuve para observarlo con detenimiento. Quise bajar, hacerle una oferta al dueño y llevármelo para mi colección. Estaba dispuesto a pagar hasta cincuenta pesos. No sé si es mucho o poco pero es lo único que tenía. Pero era tarde y nos esperaban en el banco. El escribano sí llegó retrasado, atildado, elegante, urgente. En sus ojos se apreciaba una notoria tribulación. Los tenía compungidos. Las partes contratantes se introdujeron en la sala que la institución bancaria facilita para proceder al acto, sala que hay que pagar, como todo servicio que presta un banco, aunque también se paga por servicios que no prestan y por otros que nadie sabe de qué se tratan, pero eso es otro tema. Si parece absurdo el aserto, piénsese en las tarjetas de crédito y los rubros que aparecen en sus ilógicas liquidaciones. Pero volvamos al escribano. Estaba pálido y eso que su corbata era casi una lámpara, pletórica de amarillos, verdes fluorescentes, etc. Compradores, vendedores, el martillero Arizmendis, el vendedor Zuloaga y yo, nos sentamos en torno a una inmensa mesa oval. Yo pensaba en ese caballito de yeso tan enternecedor. Zuloaga tenía la vista clavada en el piso. En la cabecera, el notario que, con voz apagada, dice:
-Ante todo les pido que me disculpen, pero he tenido un pequeño accidente antes de ahora, mientras esperaba que se hiciera la hora de encontrarme con ustedes. Yo estaba en un bar controlando por última vez la documentación cuando llegó el mozo con el café, en el momento en que yo hacía un movimiento con mi brazo para extraer algo de mi portafolio que colgaba del respaldo de mi silla. Lamentablemente, la bebida se derramó y la escritura se ha manchado. Pero les solicito que no se preocupen porque no se han afectado las partes escritas, esto es, el documento público sigue siendo legible y el acto es válido aunque ustedes vean unos pocos lamparones.
El escribano alegaba su propia torpeza en un acto torpe por donde se lo mirase. La escritura no tenía unos pocos lamparones sino que parecía un papiro elaborado a orillas del Nilo unos tres mil años antes de Cristo. El café, a estar por la coloración adquirida por la escritura se había derramado casi por completo. Ese documento era una verdadera porquería. Es muy posible que el notario (con ene), en lugar de leer lo que parecía imposible de leer, recitara de memoria partes de una escritura tipo mientras que los datos de compradores y vendedores los bichaba directamente de los documentos de identidad que previamente les había solicitado a las partes. El martillero Arizmendis y yo nos mirábamos y con las miradas decíamos: ¡Qué pelotudo este tipo! Zuloaga parecía como ausente, siempre mirando hacia abajo. Y las partes, tensas de por sí por la trascendencia propia del acto, tenían miedo de que éste resultase nulo o anulable y que la venta y la compra no tuvieren ningún efecto, siendo que la escritura traslativa de dominio era un papel endurecido y amarillento.
En los confines de la mesa oval, el comprador aprovechó un momento muerto de la escrituración para preguntarle al martillero, muy preocupado, qué valor podía tener ese pedazo de papel pintado con islas de color beige:
-Mire lo que es eso, parece el acta de la declaración de la independencia. ¡Un rollo del mar muerto…!
El viejo Arizmendis parecía despejado y ajeno, se estaría divirtiendo si no fuese por la tirria que le causaba la torpeza del escribano.
-No hay problema –tranquilizó-, lo que importa es que sean legibles las firmas y el contenido.
-¡El contenido es café con leche! –dijo el comprador-. Ese es el contenido. Para colmo, el escribano dijo que se le había caído café solo. Pero dijo café, seguro que porque le da vergüenza quedar como un boludón que toma café con leche. Che, Zuloaga (ahora miraba al vendedor que parecía estar en cualquier otro lugar)
-¿Si?
-¿Qué escribano me mandaste?
-El escribano Mancinna.
-Si, ya lo sé, digo, de dónde lo sacaste…
El escribano Mancinna, que había hecho una pausa para explicarle cierta cuestión impositiva a la parte vendedora, aclaró su garganta y continuó con el acto…
El martillero Arizmendis, no bien terminó la escrituración en el banco, se despidió de los compradores y vendedores, del escribano y regresó desde la capital al barrio Providencia. Fue a almorzar a un restaurante del que era habitué. Como siempre, comió un churrasco con una botella de vino tinto, pagó y, cuando su reloj le dijo que ya era tiempo, se encaminó hacia la escribanía para buscar su dinero. Estaba de buen humor. Se encontró con el escribano en su despacho.
-Pase, Arizmendis.
-Hola, escribano. Lo único que le pido es que no me sirva café con leche, ja, ja, ja.
Esa manera de ser jocunda, bromista hasta la desconsideración era una marca de fábrica del martillero. Y como suele ocurrir en estos casos no se dio cuenta de que, con su chiste inofensivo, el escribano, una persona tímida y un poco demasiado rígida en sus actitudes, sintió un embarazo que le resultaba insoportable, pero no tenía presencia de ánimo ni siquiera para ensayar una sonrisa o para dar por acabado un tema que para él resultaba vergonzante. El martillero estaba allí para recibir la comisión que los escribanos entregan a los martilleros cuando éstos consiguen que su cliente, en este caso el comprador, designe al escribano por sugerido por aquel, tarea que exige delicadeza y convicción, la primera para no hacer sospechar al cliente que uno tiene interés en que la escritura se otorgue ante tal o cual escribano (que en efecto, lo tiene), y poder de convencimiento para presentar argumentos que inclinen la balanza a favor de la intervención de su notario, con toda la dificultad que ello supone porque, se sabe, que los escribanos son todos iguales, no hay mayores diferencias, las módicas tareas que deben realizar para ganar sus honorarios se encuentran perfectamente reguladas y es difícil apartarse de los pasos tan simples que es menester seguir hasta terminar en el acto de la escrituración y el cobro de un dos por ciento del precio pagado por el comprador, en el mejor de los casos, y del valor fiscal en el peor. De ese dos por ciento, el martillero, por su tarea de convencer a su cliente para que acuda a su escribano, cobra una comisión del uno por ciento, es decir, la mitad de lo que percibe el escribano. Actualmente hay cierta tendencia notarial, aun en ciernes, de no entregar ese cincuenta por ciento de sus honorarios sino un cuarenta o menos. Aducen que no es justo llevarse la mitad sólo por un par de palabras bien metidas y la labia propia de un vendedor. Todo esto son generalizaciones que de ningún modo pretender involucrar a todos los escribanos, personas de alta honorabilidad. En el caso de Arizmendis, la única vez que el escribano Mancinna intentó presentar alguna objeción recibió casi una risa irónica . Y no volvió a hablar del tema.
Cuando el martillero regresó a su oficina, esperaba su esposa, como siempre, que necesitaba plata para sus variados gastos. Ella tenía la virtud de hacer pasar como una necesidad imprescindible cualquier compra, por baladí que fuese.
-El buzo para Ignacio, sabías que lo iba a comprar hoy, Pupi.
-Pero, ¿para qué un buzo?
-Hoy tiene el cumpleaños de Melanie, ¿no te acordás?
-Estoy yo como para acordarme de esas boludeces. ¿Y quién es Melanie, si se puede saber?
-Cuando te hacés el tonto, me ponés fula. Es su compañera.
-¿Es peronista?
-No me hagas perder el tiempo, Pupi.
-¿Y no tiene nada para ponerse el pobre Nachito?
-Dice que la chica ya le conoce todos los buzos.
-¿Y cuál es el problema? Más vale malo conocido que bueno por conocer. Cuánto querés.
Roberto Arizmendis estaba dulce, había cobrado la comisión por la venta y además la participación del escribano. Pero tenía que reponer el importe de tres alquileres que había tomado prestado en los últimos días debido a los continuos problemas de presupuesto que sufre, en general, el comerciante argentino. El kioskero vende sus golosinas y de allí va sacando dinero para sus gastos diarios. En cambio, el martillero, hasta poder concretar una venta, o bien, una locación, sigue teniendo erogaciones y entonces, aun contra su voluntad, debe echar mano de los alquileres que pagan los inquilinos más tempraneros, digamos el uno o dos de cada mes, y con eso van tirando hasta el trece o catorce. Es un préstamo inconsulto por unos diez o doce días sin interés. Inconsulto, porque el propietario y dueño de esa plata nunca es consultado y no se enterará jamás de aquella, abro comillas, operación, cierro comillas. Si ocurre que el dueño, en lugar del doce o trece del mes viene a buscar la plata el diez, porque se quedó corto con los ingresos provenientes de su sueldo o su actividad privada, el martillero habrá de tomar el dinero de otro alquiler que no haya sido aún retirado, y pagará a su cliente lo que corresponde. Siempre se forma una cadena tal que queda un alquiler colgado para pagar al que primero se presente a recibir lo suyo. Esta mecánica la circunscribo al martillero Roberto Arizmendis sin ninguna pretensión de generalizar e involucrar a las demás inmobiliarias de Providencia, de cuya honestidad y rectitud de procederes no puedo yo abrir juicio. Volvamos a Arizmendis y dejemos a los otros corredores inmobiliarios que se guisen en su propia salsa. Como dijimos, había ingresos genuinos por comisiones, una parte de las cuales fueron apartadas para cubrir alquileres tomados en su oportunidad. También le entregó a su esposa un dinero considerable para el buzo y, fundamentalmente, para que no le rompiera las pelotas por unos días. Cuando la simpática mujer, una cuarentona agradable, con el cabello teñido de rubio y lacio hasta los hombros, y un físico que todavía daba qué pensar, llegaron Zuloaga y el otro vendedor. Zuloaga esperaba cobrar la parte de la comisión que le correspondía por haber aportado al comprador, pero por alguna oscura decisión del martillero, posiblemente para cubrir el banco cuya cuenta corriente se encontraba en un rojo sangre, le dijo que:
-Vas a tener que aguantar, Zuloaga.
-¿Qué?
-Si, no pagó ninguno de los dos. Ni el comprador ni el vendedor ¿No viste? ¿No estuviste en la escritura? ¿No viste que todos pagaron con cheque?
-No.
-Zuloaga... a veces pienso que te vas de viaje a algún planeta desconocido y dejás el cuerpo como para despistar.
-¿De qué?
Arizmendis no soportaba cuando Zuloaga le decía de qué porque le parecía una pregunta fuera de orden, estaba seguro de que su vendedor, cuando salía con su de qué, buscaba sacar la cabeza de abajo del agua y establecerse de nuevo en la realidad.
-¿De qué? –dijimos que había preguntado Zuloaga-.
-¿De qué qué?
-La plata de la comisión.
-¿No te dije que pagaron con cheque?
-Pero yo tengo que pagar el colegio de mis pibes.
-Te estás haciendo el boludo, Zuloaga. Vos no tenés cuenta corriente así que hasta que no cobre los cheques, no te puedo pagar.
El otro vendedor y yo quedamos en el medio y cuando notamos que la conversación comenzaba a hacer piiii como el llamador de una pava hirviendo, decidimos cada uno ir a atender sus asuntos. Total, desde afuera del despacho del martillero, se podía seguir escuchando.
-¿No viste, Zuloaga, que todos me tiraron cheques?
Zuloaga casi contesta que no pero optó por retirarse de la oficina y se fue al bar a tomar un café y charlar con cualquiera. En sus ojos había instinto de asesino serial. Yo sé que la mitad de la comisión, el martillero la cobró en efectivo. Antes de la escritura. Lo vi.
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