¿EXISTEN LAS CASAS MALDITAS? (Primera Parte)
Ayer me vino a ver a la oficina inmobiliaria donde trabajo (Arizmendis Propiedades) mi compañero del equipo de fútbol, Carlos Díaz. Se lo veía en mal estado. Vestía ropa deportiva con raya en el pantalón, pero no se había afeitado. Eran las diez de la mañana lo que me hacía deducir que no había concurrido al trabajo. Con todo, eso no es un dato que sugiera demasiado porque los ejecutivos son de tomarse días libres, o bien, recuperar días de vacaciones que se guardaron oportunamente. Pero su cara me preocupaba. Corrijo, no me preocupaba, me daba curiosidad por saber qué carajo le estaba pasando. En cualquier caso, lo mejor sería que le pasara algo que ameritase la venta de su bonito chalet en el barrio de Providence, que es un barrio privado que se encuentra inserto en el barrio Providencia. Para comprenderlo mejor imaginemos, dentro de la teoría de los conjuntos que nos enseñaron en el primer año de la secundaria, un conjunto y otro adentro del primero, como una gota de aceite en el agua. La gota de aceite sería Providence y el agua Providencia. Cuando compartimos una velada con Carlos el viernes pasado en la pizzería del peludo Rodríguez (Melabrián, sucursal La Providencia), primero, y en el quincho de Ricardo Ditro, luego, lo noté nervioso, pero lo adjudiqué al hecho de que la camarera de la pizzería le había derramado un vaso lleno de cerveza en la cabeza y a que, más tarde, el peludo Rodríguez nos había cobrado la consumición cuando todos creíamos que nos había invitado, el muy bandido. El dibujo del rostro de Carlitos ameritaba que lo invitara al bar a tomar un café y sustraerlo de la mirada del otro vendedor. No tanto de Zuloaga, que parecía estar meditando con la vista fija en el piso. Arizmendis todavía estaría durmiendo en su casa. Le avisé a Zuloaga que salía con Díaz. Más tarde, cuando llegó Arizmendis y preguntó por mi, Zulo le dijo que me iba por unos días. Pero después se aclaró la confusión. En fin. Carlos pidió un café con leche y yo un café solo.
-Te vine a ver a vos, Julio, porque, si bien no te conozco mucho, solamente del equipo de fútbol, me parecés un tipo de confianza.
Ahí me di cuenta de que no venía a conversar asuntos del equipo y me puse en onda inmobiliaria con sólo hacer un clic en mi meollo. Me entusiasmaba la posibilidad de vender su casa en Providence, posiblemente uno de los dos o tres mejores chalets de este barrio privado tan distintivo. Lo menos doscientos mil de los verdes, por abajo de los pies.
-Hace una semana que me echaron del laburo –introdujo Carlos-. Estoy como loco. Desde que estoy desocupado salgo a correr todos los días para sacarme la bronca. Así que el sábado seguro que voy a andar bien en el partido con todo lo que corrí. Qué consuelo pelotudo. Parece mentira, hace tres años que compré la casa de Providence y fue a partir de allí en que las cosas empezaron a irme para el culo. Y ahora el broche de oro, después de treinta años me dejan en la calle como un perro. Yo lo sabía porque la política de estas empresas es que cuando cumplís los cincuenta años te dan una patada en el orto, pero nunca pensé que me lo iban a hacer a mi, que tenía puesta la camiseta de la empresa más que el propio presidente. Pero bueno, ya está…
Hizo una pausa para probar un sorbo de su café con leche. Se quemó la lengua. Puteó.
-Voy a tener que vender la casa. Ya no quiero vivir más allá. Te parecerá que es una boludez lo que te voy a decir, pero me parece que esa casa es mufa. En serio, fijate que, desde que me mudé se me enfermó la nena, me separé de mi esposa, se me fueron dos mucamas. Ahora estamos probando nuevamente. Con mi jermu, digo. Y como frutilla de la torta, en esa casa de mierda me echaron del trabajo.
-Bueno, te echaron del trabajo en el trabajo. No le eches la culpa a la casa, pobre.
-Lo que sea, pero la voy a vender antes de que me pasen cosas peores. Te juro que tengo miedo de entrar, a veces.
-Epa, Carlos, no será para tanto. Mirá, se me acaba de ocurrir algo. Si vos crees que la casa tiene alguna clase de, no sé, de excomúnica, y si no te parece una locura, podemos intentar algo.
-¿Qué cosa?
-El asunto es así: en la inmobiliaria tenemos una señora que tiene… digamos que tiene poderes y te puede analizar el estado de las casas desde el punto de vista de la energía y de las fuerzas positivas o negativas que pudieran haber dentro de ella. Esta señora nos podría decir si la casa tiene algún problema. Te aseguro que no falla y mirá que yo no creo en nada…
-¡Dejate de joder!
-Como quieras. Eso es una decisión tuya. La mina, cuando la conocimos, vino a la inmobiliaria a comprar una casa, entonces salí con ella a mostrarle las que teníamos en venta. Había propiedades en las que directamente se negaba a entrar, aunque eran hermosos chalets. Ni el frente miraba porque decía que le hacía mal, que adentro vivían espíritus malignos. La primera casa que se negó a ver, después averiguamos y resultó que el dueño la vendía, bah, el heredero, la vendía porque allí adentro su padre había matado a la esposa, a una hija que vivía con ella, al perro, al pajarito, y se salvó la tortuga porque no la encontró. Estaba debajo de una ligustrina y no la vio. Después se suicidó. El tipo, digo. Todas las casas que esta señora se negaba a ver tenían algún problema de familia, alguna maldición. En algunos casos, decía que el mismo Satanás había pasado una temporadita. Y tenía pruebas.
-Me estás cargando, Julito.
-Por eso, por eso. Si no crees en esas cosas, dejémoslo ahí y…
-º-
Este manido recurso de pasar a otra escena en la que el protagonista contradice en los hechos lo que manifestó en la anterior es muy habitual en las comedias argentinas de los años cuarenta y cincuenta. Por ejemplo, el hombre jura que jamás va a comprar esa bicicleta. Corte y en la siguiente escena se lo ve pedaleando alegremente por el Rosedal. Es un ejemplo nada más. En este caso, sembré tanto la curiosidad en mi amigo Carlos Díaz que finalmente aceptó que yo le tasara el inmueble y que, dentro del mismo combo, nuestra señora comprobara el estado energético del mismo a efectos de decidir o no la venta. Quedamos para hoy a la mañana, dentro de un horario en que no estuviese su esposa ni sus chicos, para que no pensaran que Carlos se estaba volviendo demente. Junto con mi compañero Zuloaga fuimos a buscar a Mabelita, una señora de cuarenta y cinco años y el doble de kilos, que en es momento estaba baldeando la vereda.
-¡Mabelita! –le grité desde el auto. Necesito que vengas a ver una casa.
-¡Dónde! –gritó Mabelita-.
-En Providence.
-¿Acá en Providencia?
-¡No! ¡En Providence!
-¡Qué paquetería! –gritó Mabelita, contenta-.
Mabelita arrojó la escoba y el balde por detrás de la ligustrina de su casa y se subió a la parte trasera de mi auto. Nos saludó a Zuloaga y a mí tocándonos levemente la cabeza con su mano empapada.
-Mabelita, necesito que me veas una casa porque el dueño dice que está maldita -le dije-.
-O K.
-A propósito, Mabelita ¿no me venderías el caballito?
Yo me refería a un caballito de yeso que tiene en la cochera descubierta de su casa, una delicada pieza, aunque algo maltrecha por los años, que enaltecería mi colección de enanos de jardín y otros ornamentos.
-Sabés que no, Julito. Puede que lo heredes cuando me muera, pero ese caballito es uno de los tantos objetos sagrados que protegen mi casa de las malas ondas.
Después de decir esto, Mabelita le golpeó ligeramente el hombro a Zuloaga:
-¿Cómo andás, Zuloaga? Cuando te toqué la cabeza te noté mal de energía. ¿Puede ser?
-¿Puede ser qué? –le preguntó Zuloaga, que miraba para abajo-.
-Que estés mal de energía.
-¿En qué sentido?
-No sé. Algún conflicto en tu casa.
-¿Qué casa?
-En tu casa.
-No tengo casa. Alquilo.
-Bueno, en la casa que alquilás.
-No es una casa. Es un pe ache.
Si Zuloaga no tenía ganas de hablar, esa fue una de las mejores formas que he visto de decir no me rompas las pelotas, Mabelita.
-¿Puede ser qué? –le preguntó Zuloaga, que miraba para abajo-.
-Que estés mal de energía.
-¿En qué sentido?
-No sé. Algún conflicto en tu casa.
-¿Qué casa?
-En tu casa.
-No tengo casa. Alquilo.
-Bueno, en la casa que alquilás.
-No es una casa. Es un pe ache.
Si Zuloaga no tenía ganas de hablar, esa fue una de las mejores formas que he visto de decir no me rompas las pelotas, Mabelita.
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