martes, noviembre 07, 2006


COMIENDO PIZZA EN MELABRIÁN
Fui a buscar a mi amigo Ricardo Ditro a Ezeiza, que volvía de uno de sus viajes de trabajo. Esta vez le tocó ir a Bangladesh.
-Gracias por venir –me dijo-. La gorda no se qué problema tenía y no pudo venir, pobre.
La gorda es su esposa, a quien llama así cariñosamente, pero no es gorda ni queda cariño. Es extraño que nadie de su familia lo haya ido a buscar. Seguro que la situación está peor de lo que yo pensaba. Pero tiene tres hijas, caramba. ¿Nadie podía venir? Bueno, hay una que está en pareja. Y embarazada.
-Estás más gordo –le dije-.
-Qué querés. Me la paso morfando.
-¿Qué comiste?
-Uy, de todo. Un pescado con cebolla, jengibre, cilantro y tomate, que estaba de rechupete. Pollo con yogurt, pimienta negra, jugo de lima, tomate, crema, manteca… Chiken Makham se llama. Te lo recomiendo.
-No creo que vaya a Bangladesh en lo inmediato. Y en Providencia no hay restaurantes bengalíes, que yo sepa.
-Allá tienen buenos restaurantes pero te hacen esperar mucho. Nosotros nos quejamos pero allá tardan como la gran puta.
-¿Qué pescados tienen?
-Qué se yo. Uno se llama koi, otro pangash, otro galda chingri. Tienen gusto y forma de pescado pero no me preguntes cuál sería la traducción. Lo jodido es conseguir cerveza. Me tenía que ir al Sheraton para conseguir birra, imaginate. Me dieron ganas. Vamos a tomar una cervecita. ¿Cómo salimos en el partido?
-Se suspendió por mal tiempo. Y mañana tenemos fecha libre.
-Bien.
-Nos invitó el peludo Rodríguez a comer pizza esta noche a una de sus pizzerías.
-¿A quién?

Esa es una pregunta que haría mi compañero Zuloaga.

-¿A quién qué? –le repregunté-.
-¿A quién invitó?
-A quién va a ser. A todos los del equipo. Menos al técnico, claro. Lo odia.
-¿Y vos vas a ir?
-¿Y por qué no?
-No sé. Creía que no te simpatizaba el peludo.
-Bueno, simpatizarme no me simpatiza, pero me gusta la pizza. No será como la de La Muzza Inspiradora pero se banca.
A mi criterio, la pizza de La Muzza Inspiradora es superior a todas las de las demás pizzerías de Providencia y alrededores. Bastante mejor que las que hacen en las del peludo Rodríguez. Nuestro compañero de equipo tiene una cadena de pizzerías en varios lugares del país. En Providencia hay una y también en La Providencia, que es el barrio lindero. Ambas comunidades están separadas por las vías del ferrocarril. Además, en La Providencia, que es donde vivo yo, no hay cloacas, por ahora.
-Vos decís que es mejor la de La Muzza porque trabajaste allí.
Alude mi amigo Ricardo Ditro a un período breve en el que cumplí funciones en aquella pizzería como repartidor en motito (lo que hoy se llama delivery, voz inglesa que se traduce como entrega, traspaso, dación)
-Es cierto –asentí-. Vi cómo la elaboran, fui testigo de cuando el pizzero quiere humectar un poco la masa y se la pasa por los sobacos. Eso creo que le da el sabor característico. ¿Vas a venir o no vas a venir?
-¿Estás seguro que me invitó?
-Invitó a todos y a mi me dijo expresamente que te avise. No me dio tarjeta en papel, eso sí.
-No sé...
-No te hagas el trolo.
-Bueno, voy. Pero espero que no lleve la guitarra. Eso sí que no lo puedo tolerar.

No me costó conseguir el permiso de mi señora esposa. Los viernes no estoy tan comprometido como los sábados. Esos días se me dificulta. Además, debo una ida al teatro y tendré que pagarla más temprano que tarde. La última vez no pude asistir a causa de un problema físico.
-Marianita, hoy no como en casa, tengo una comida con los muchachos del club.
-Gracias.
-¿Gracias de qué?
-Así no tengo que cocinar. Matías tampoco viene a cenar así que voy a ver alguna película de las que tiene en su habitación. Alguna de amor.
-Mati no tiene películas de amor en su colección, son todas películas de pobreza. Iraníes y esas cosas.

Nos juntamos con los amigos a las nueve de la noche en la pizzería del peludo Rodríguez, que lleva el nombre de Melabrián, que no es ninguna ciudad de Armenia, sino un homenaje a sus hijos Melanie y Brian, que, aunque se pronuncia braian, quedó con acento en la a por razones de economía pronunciativa. Algunos muchachos se confundieron y se fueron a la sucursal de Providencia, cuando la cena era en la que se encuentra allende las vías, en La Providencia. Los teléfonos celulares corrigieron el error.
La pizza de Melabrián fue distribuida con el criterio de darle prioridad a los demás comensales que ocupaban las pocas mesas del lugar, que no es demasiado grande, y al servicio de delivery, de manera que a nosotros nos llegaba después de que era atendido todo el vecindario de La Providencia. Nuestra mesa quedó a cargo de una chica que mostraba entusiasmo y los nervios propios de tener tan cerca al patrón de todos los patrones. Es justo decir que el peludo Rodríguez trataba a su empleada con amabilidad, aunque, en algunos momentos, él cerraba el puño derecho y lo apoyaba en su pecho, ademán que me hacía acordar a cierto tirano alemán que por suerte ya falleció. Pero es lo único que puedo decir porque nunca la trató mal en nuestra presencia, ni siquiera cuando la chica derramó un chopp en la cabeza de Carlos Diaz, uno de nuestros compañeros. A las diez y cuarto, tal cual temía Ricardo Ditro, el peludo fue a buscar una guitarra. Ya casi no había parroquianos que no fuéramos nosotros, una decena de cincuentones cansados contando aspectos más o menos atractivos de nuestros respectivos trabajos. Un viernes a esa hora eso puede resultar tedioso. Un grupo escuchaba a Riqui que, precisamente, contaba cosas de su trabajo como calificador de restaurantes a algunos de los más nuevos que todavía no conocían bien a sus compañeros del equipo.
-Es una guía de restaurantes, del tipo de la guía Michelín u otra muy famosa que se llama Gourmetour. ¿Saben qué es la guía Michelín?
-Si -dijo la rana Ferrario-. Michelini. Pablito Michelini. Buen cinco, medio tronco, pero con huevos.
-Mi trabajo es ir a los restaurantes, morfar, chupar y ponerle una nota según el rubro. Hay que evaluar el lugar, la comida, el maitre, el sommelier... ahí los cagué ¿saben qué carajo es un sommelier?
Silencio
-Es el encargado del servicio de licores. Eso también se califica, así como el postre, la tabla de quesos, la bodega de vinos, el servicio. Todo, bah.
Envidia. No sé si sana, pero envidia. Siempre es bueno escuchar a un hombre de mundo, especialmente aquellos que llevamos una vida entre chata y chota: un mecánico, un pintor de edificios, un vendedor de inmobiliaria, voy a poner etcétera antes de deprimirme.
-Che, ¿y tenés que comer todo lo que dan? –preguntó Angel Beltrán, profesor de sociales en varias escuelas secundarias-.
-Si, pero no de una sola vez. La última vez que estuve en Inglaterra fui a un restaurant que se llama Wilton’s. Entonces…
-No lo garpás vos, ¿no? –preguntó el oso Ribero, mecánico-.
Más bien, boludo, dijeron todos a coro.
-Imaginate, si pagara, que el otro día comí un lenguado Dover que costaba 35 libras, salmón ahumado escocés de 26 libras, langosta escocesa, 35 libras y un o blanco Chateau Aut Rian Rions, un vinardo de Bordeaux del 2004 que salía 25 mangos ingleses. Nada del otro mundo, ¿eh? Pero son unos ciento veintiuna libras, que multiplicado por seis te dan setecientos veintiseis mangos de los nuestros. ¿Qué tul? Con esa guita como dos meses seguidos –exageró Ricardo-.
Antes de que los muchachos terminaran de decir ¡mierda! el peludo volvió con su instrumento desenfundado y Riqui dijo cagamos. El peludo lo escuchó pero se hizo el tonto. La camarera con cara de miedo, bostezaba. La cocina ya estaba cerrada porque a las once, en La Providencia, ya no pasa más nada. Providencia, en cambio, tiene más vida, no una gran vida, pero sí más que en La Providencia, que además de no tener vida, no tiene cloacas. Me quedé con hambre. Comí el último pedazo de fainá que quedaba y sabía que le había ganado de mano a varios. Rodríguez templó la viola. Todos volvieron a sus ubicaciones. Ditro me hizo a mí y a Constancio Marceletti, que fumaba un faso detrás del otro, la seña de me rajo. Finalmente fuimos seis los que nos marchamos, después de pagar cada uno los veintidós pesos de lo que hasta allí creíamos era una invitación del peludo. Eso nos relevó, ya en carácter de clientes, de tener que dar explicaciones por nuestra partida prematura. El peludo se vio obligado a interrumpir Alfonsina y el mar antes de que la primera se introdujera en el segundo para no volver nunca más.





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