viernes, noviembre 03, 2006


EL PERGAMINO

Hemos debido concurrir al acto de escritura de una venta que hicimos el mes pasado en la inmobiliaria Arizmendis. Me tocó llevar en el auto a Zuloaga. El martillero iba por su lado. En el camino vi un caballito de yeso en el jardín delantero de una casa. Me detuve para observarlo con detenimiento. Quise bajar, hacerle una oferta al dueño y llevármelo para mi colección. Estaba dispuesto a pagar hasta cincuenta pesos. No sé si es mucho o poco pero es lo único que tenía. Pero era tarde y nos esperaban en el banco. El escribano sí llegó retrasado, atildado, elegante, urgente. En sus ojos se apreciaba una notoria tribulación. Los tenía compungidos. Las partes contratantes se introdujeron en la sala que la institución bancaria facilita para proceder al acto, sala que hay que pagar, como todo servicio que presta un banco, aunque también se paga por servicios que no prestan y por otros que nadie sabe de qué se tratan, pero eso es otro tema. Si parece absurdo el aserto, piénsese en las tarjetas de crédito y los rubros que aparecen en sus ilógicas liquidaciones. Pero volvamos al escribano. Estaba pálido y eso que su corbata era casi una lámpara, pletórica de amarillos, verdes fluorescentes, etc. Compradores, vendedores, el martillero Arizmendis, el vendedor Zuloaga y yo, nos sentamos en torno a una inmensa mesa oval. Yo pensaba en ese caballito de yeso tan enternecedor. Zuloaga tenía la vista clavada en el piso. En la cabecera, el notario que, con voz apagada, dice:
-Ante todo les pido que me disculpen, pero he tenido un pequeño accidente antes de ahora, mientras esperaba que se hiciera la hora de encontrarme con ustedes. Yo estaba en un bar controlando por última vez la documentación cuando llegó el mozo con el café, en el momento en que yo hacía un movimiento con mi brazo para extraer algo de mi portafolio que colgaba del respaldo de mi silla. Lamentablemente, la bebida se derramó y la escritura se ha manchado. Pero les solicito que no se preocupen porque no se han afectado las partes escritas, esto es, el documento público sigue siendo legible y el acto es válido aunque ustedes vean unos pocos lamparones.
El escribano alegaba su propia torpeza en un acto torpe por donde se lo mirase. La escritura no tenía unos pocos lamparones sino que parecía un papiro elaborado a orillas del Nilo unos tres mil años antes de Cristo. El café, a estar por la coloración adquirida por la escritura se había derramado casi por completo. Ese documento era una verdadera porquería. Es muy posible que el notario (con ene), en lugar de leer lo que parecía imposible de leer, recitara de memoria partes de una escritura tipo mientras que los datos de compradores y vendedores los bichaba directamente de los documentos de identidad que previamente les había solicitado a las partes. El martillero Arizmendis y yo nos mirábamos y con las miradas decíamos: ¡Qué pelotudo este tipo! Zuloaga parecía como ausente, siempre mirando hacia abajo. Y las partes, tensas de por sí por la trascendencia propia del acto, tenían miedo de que éste resultase nulo o anulable y que la venta y la compra no tuvieren ningún efecto, siendo que la escritura traslativa de dominio era un papel endurecido y amarillento.
En los confines de la mesa oval, el comprador aprovechó un momento muerto de la escrituración para preguntarle al martillero, muy preocupado, qué valor podía tener ese pedazo de papel pintado con islas de color beige:
-Mire lo que es eso, parece el acta de la declaración de la independencia. ¡Un rollo del mar muerto…!
El viejo Arizmendis parecía despejado y ajeno, se estaría divirtiendo si no fuese por la tirria que le causaba la torpeza del escribano.
-No hay problema –tranquilizó-, lo que importa es que sean legibles las firmas y el contenido.
-¡El contenido es café con leche! –dijo el comprador-. Ese es el contenido. Para colmo, el escribano dijo que se le había caído café solo. Pero dijo café, seguro que porque le da vergüenza quedar como un boludón que toma café con leche. Che, Zuloaga (ahora miraba al vendedor que parecía estar en cualquier otro lugar)
-¿Si?
-¿Qué escribano me mandaste?
-El escribano Mancinna.
-Si, ya lo sé, digo, de dónde lo sacaste…
El escribano Mancinna, que había hecho una pausa para explicarle cierta cuestión impositiva a la parte vendedora, aclaró su garganta y continuó con el acto…
El martillero Arizmendis, no bien terminó la escrituración en el banco, se despidió de los compradores y vendedores, del escribano y regresó desde la capital al barrio Providencia. Fue a almorzar a un restaurante del que era habitué. Como siempre, comió un churrasco con una botella de vino tinto, pagó y, cuando su reloj le dijo que ya era tiempo, se encaminó hacia la escribanía para buscar su dinero. Estaba de buen humor. Se encontró con el escribano en su despacho.
-Pase, Arizmendis.
-Hola, escribano. Lo único que le pido es que no me sirva café con leche, ja, ja, ja.
Esa manera de ser jocunda, bromista hasta la desconsideración era una marca de fábrica del martillero. Y como suele ocurrir en estos casos no se dio cuenta de que, con su chiste inofensivo, el escribano, una persona tímida y un poco demasiado rígida en sus actitudes, sintió un embarazo que le resultaba insoportable, pero no tenía presencia de ánimo ni siquiera para ensayar una sonrisa o para dar por acabado un tema que para él resultaba vergonzante. El martillero estaba allí para recibir la comisión que los escribanos entregan a los martilleros cuando éstos consiguen que su cliente, en este caso el comprador, designe al escribano por sugerido por aquel, tarea que exige delicadeza y convicción, la primera para no hacer sospechar al cliente que uno tiene interés en que la escritura se otorgue ante tal o cual escribano (que en efecto, lo tiene), y poder de convencimiento para presentar argumentos que inclinen la balanza a favor de la intervención de su notario, con toda la dificultad que ello supone porque, se sabe, que los escribanos son todos iguales, no hay mayores diferencias, las módicas tareas que deben realizar para ganar sus honorarios se encuentran perfectamente reguladas y es difícil apartarse de los pasos tan simples que es menester seguir hasta terminar en el acto de la escrituración y el cobro de un dos por ciento del precio pagado por el comprador, en el mejor de los casos, y del valor fiscal en el peor. De ese dos por ciento, el martillero, por su tarea de convencer a su cliente para que acuda a su escribano, cobra una comisión del uno por ciento, es decir, la mitad de lo que percibe el escribano. Actualmente hay cierta tendencia notarial, aun en ciernes, de no entregar ese cincuenta por ciento de sus honorarios sino un cuarenta o menos. Aducen que no es justo llevarse la mitad sólo por un par de palabras bien metidas y la labia propia de un vendedor. Todo esto son generalizaciones que de ningún modo pretender involucrar a todos los escribanos, personas de alta honorabilidad. En el caso de Arizmendis, la única vez que el escribano Mancinna intentó presentar alguna objeción recibió casi una risa irónica . Y no volvió a hablar del tema.
Cuando el martillero regresó a su oficina, esperaba su esposa, como siempre, que necesitaba plata para sus variados gastos. Ella tenía la virtud de hacer pasar como una necesidad imprescindible cualquier compra, por baladí que fuese.
-El buzo para Ignacio, sabías que lo iba a comprar hoy, Pupi.
-Pero, ¿para qué un buzo?
-Hoy tiene el cumpleaños de Melanie, ¿no te acordás?
-Estoy yo como para acordarme de esas boludeces. ¿Y quién es Melanie, si se puede saber?
-Cuando te hacés el tonto, me ponés fula. Es su compañera.
-¿Es peronista?
-No me hagas perder el tiempo, Pupi.
-¿Y no tiene nada para ponerse el pobre Nachito?
-Dice que la chica ya le conoce todos los buzos.
-¿Y cuál es el problema? Más vale malo conocido que bueno por conocer. Cuánto querés.
Roberto Arizmendis estaba dulce, había cobrado la comisión por la venta y además la participación del escribano. Pero tenía que reponer el importe de tres alquileres que había tomado prestado en los últimos días debido a los continuos problemas de presupuesto que sufre, en general, el comerciante argentino. El kioskero vende sus golosinas y de allí va sacando dinero para sus gastos diarios. En cambio, el martillero, hasta poder concretar una venta, o bien, una locación, sigue teniendo erogaciones y entonces, aun contra su voluntad, debe echar mano de los alquileres que pagan los inquilinos más tempraneros, digamos el uno o dos de cada mes, y con eso van tirando hasta el trece o catorce. Es un préstamo inconsulto por unos diez o doce días sin interés. Inconsulto, porque el propietario y dueño de esa plata nunca es consultado y no se enterará jamás de aquella, abro comillas, operación, cierro comillas. Si ocurre que el dueño, en lugar del doce o trece del mes viene a buscar la plata el diez, porque se quedó corto con los ingresos provenientes de su sueldo o su actividad privada, el martillero habrá de tomar el dinero de otro alquiler que no haya sido aún retirado, y pagará a su cliente lo que corresponde. Siempre se forma una cadena tal que queda un alquiler colgado para pagar al que primero se presente a recibir lo suyo. Esta mecánica la circunscribo al martillero Roberto Arizmendis sin ninguna pretensión de generalizar e involucrar a las demás inmobiliarias de Providencia, de cuya honestidad y rectitud de procederes no puedo yo abrir juicio. Volvamos a Arizmendis y dejemos a los otros corredores inmobiliarios que se guisen en su propia salsa. Como dijimos, había ingresos genuinos por comisiones, una parte de las cuales fueron apartadas para cubrir alquileres tomados en su oportunidad. También le entregó a su esposa un dinero considerable para el buzo y, fundamentalmente, para que no le rompiera las pelotas por unos días. Cuando la simpática mujer, una cuarentona agradable, con el cabello teñido de rubio y lacio hasta los hombros, y un físico que todavía daba qué pensar, llegaron Zuloaga y el otro vendedor. Zuloaga esperaba cobrar la parte de la comisión que le correspondía por haber aportado al comprador, pero por alguna oscura decisión del martillero, posiblemente para cubrir el banco cuya cuenta corriente se encontraba en un rojo sangre, le dijo que:
-Vas a tener que aguantar, Zuloaga.
-¿Qué?
-Si, no pagó ninguno de los dos. Ni el comprador ni el vendedor ¿No viste? ¿No estuviste en la escritura? ¿No viste que todos pagaron con cheque?
-No.
-Zuloaga... a veces pienso que te vas de viaje a algún planeta desconocido y dejás el cuerpo como para despistar.
-¿De qué?
Arizmendis no soportaba cuando Zuloaga le decía de qué porque le parecía una pregunta fuera de orden, estaba seguro de que su vendedor, cuando salía con su de qué, buscaba sacar la cabeza de abajo del agua y establecerse de nuevo en la realidad.
-¿De qué? –dijimos que había preguntado Zuloaga-.
-¿De qué qué?
-La plata de la comisión.
-¿No te dije que pagaron con cheque?
-Pero yo tengo que pagar el colegio de mis pibes.
-Te estás haciendo el boludo, Zuloaga. Vos no tenés cuenta corriente así que hasta que no cobre los cheques, no te puedo pagar.
El otro vendedor y yo quedamos en el medio y cuando notamos que la conversación comenzaba a hacer piiii como el llamador de una pava hirviendo, decidimos cada uno ir a atender sus asuntos. Total, desde afuera del despacho del martillero, se podía seguir escuchando.
-¿No viste, Zuloaga, que todos me tiraron cheques?
Zuloaga casi contesta que no pero optó por retirarse de la oficina y se fue al bar a tomar un café y charlar con cualquiera. En sus ojos había instinto de asesino serial. Yo sé que la mitad de la comisión, el martillero la cobró en efectivo. Antes de la escritura. Lo vi.
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