El sábado, el técnico del equipo del club AFAP (Asociación Fútbol y Amistad en Providencia) donde juego (en diversos puestos según las necesidades y requerimientos), dispuso sobre las bancas del vestuario la ropa de los jugadores y le anunció a cada uno el número que le correspondía a efectos de que tomara su atado y se cambiara para la competencia. Cuando me agaché para agarrar camiseta, pantalón y medias sentí una punzada en la cintura que no me permitió enderezarme más. Fue como una puñalada trapera que me dejó literalmente doblado para siempre lo que obligó al entrenador a reemplazarme prematuramente para felicidad del suplente, que se llevó babeando la casaca tres destinada originariamente a mí. Yo estaba tan dolorido e incapacitado de moverme que entre mis compañeros Ricardo Ditro y Constancio me introdujeron en un remise y me mandaron a mi casa como carta certificada. Imaginen la reacción de Mariana, mi esposa, al verme (doblado), mientras me introducía en la cama con ayuda del gentil remisero:
-Y Julito… yo siempre te lo digo y no me hacés caso: vos ya no estás para esos trotes. Mirá lo que pareces, una bisagra. Tenés que dedicarte a otra cosa. Vos no eras un mal jugador de ajedrez.
Yo estaba doblado, adolorido y con bronca por no poder jugar el partido que uno espera toda la semana. En ese momento lo que yo menos necesitaba eran palabras de desaliento.
-Quedate descansando que te traigo un analgésico, así para la noche estás bien, que tenemos que ir al teatro –dijo mi esposa, lo cual a mí me pareció una advertencia-.
El sábado a la noche no fuimos al teatro. Mi dolor, lejos de alivianarse se había acentuado y seguía doblado.
El domingo me levanté para ir a jugar al fútbol con un grupo de muchachos de mi edad (cincuentones en promedio, pero se admiten futbolistas desde los doce a los setenta y cinco años) Estos deportistas están fuera de todos los torneos oficiales de AFAP, algunos porque han dejado atrás los afanes competitivos, otros porque el fútbol los ha desahuciado y solamente tienen lugar en ese ámbito dominguero y democrático en el que todos pueden jugar y nadie es discriminado por su incapacidad (o discapacidad en algunos casos). Estos hombres argentinos se reúnen los domingos a la mañana con un fin recreativo, juegan mezclados, cada quien está autorizado a lucir orgullosamente la camiseta del equipo del cual es hincha, o bien, alguna de un club extranjero, traída de Europa (ver foto) en la época de un ex presidente de cuyo nombre no me quiero acordar. Así se pueden ver en simpático ayuntamiento a un simpatizante de River Plate departiendo amablemente en la previa con otro de Boca Juniors (ver foto). Incluso se ha dado el caso de que, así ataviados, les ha tocado jugar el partido integrando el mismo equipo, conforme lo determinó el azar del viejo y eficaz pan y queso.
Pero el domingo yo seguía doblado. Salí de casa simulando una cura inexistente. El enojo conyugal del sábado, ahora era furia homicida:
-Ayer no te podías mover y por eso no fuimos al teatro. Y hoy estás lo más bien. ¡Milagro! (había ironía en su tono)
No me dolieron tanto sus palabras como mi cintura.
En el campo de juego yo seguía tan doblado que apenas si les veía a los muchachos la porción inferior de sus cuerpos (ver fotos). Con todo, pude jugar el partido decentemente, aunque a un ritmo liviano, eso sí.
La última foto nos muestra a uno de los futbolistas en plena sesión de elongación post partido, sumamente beneficiosa según las nuevas tendencias en preparación física, aunque no todos estamos en capacidad de elongar a esa alturas del desgaste humano. A algunos nos quedaba movilidad apenas como para jabonarnos las partes nobles (sin fotos disponibles).
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