sábado, septiembre 16, 2006

ENANISMO


Todos los días paso por el frente de una obra en construcción casi terminada. Sobre el marco de la puerta de entrada al edificio alguien colocó un enano de jardín. Parece una especie de cariátide humilde sin su correspondiente columna. El adorno debe tener no menos de cincuenta años y las huellas del tiempo se notan en su pérdida de color y en sus heridas. Me vendría de perlas para mi colección de enanos de jardín y anexos. Aun en el estado en que se encuentra actualmente. Algún albañil o aprendiz le colocó un gorrito, un pucho (¿un porro?) en la boca -lo que le da un parecido notable con un ekeko de la suerte-, y le envolvió una pierna con una venda sanguilonenta. El enano de jardín es una escultura superada por la mano artística de los obreros de la construcción que la supieron embellecer con sus aditamentos dramáticos. Y yo la deseo. Quiso el destino, ese loco, que bien pronto me acercara a cumplir mi anhelo.
Hoy he decidido volver a trabajar en la inmobiliaria de Roberto Arizmendis de donde me alejé para intentar empresas de servicios diversificados. Ahora eso es pasado. Mi último trabajo de recolección de tejas rotas parecía tener futuro pero una flor de multa de la municipalidad, por arrojarlas a la vera de la ruta, disminuyó notoriamente las ganancias. Un segundo problema se presenta con los vecinos de Providencia que no parecen dispuestos a determinados gastos superfluos. Hay gentes a las que no se les puede sacar un peso y eso que ostentan hermosos chalets, fulgurantes camionetas 16 y ropas de grandes marcas confeccionadas en importantes talleres clandestinos. Pero treinta, veinte, quince pesos para remover esos antiestéticos montículos no tenían. O decían que no tenían. Hoy, a casi dos meses del Ultimo Gran Granizo la mayoría de las veredas sigue mostrando los restos de la teja colonial. Pero estábamos en que había aceptado regresar a la inmobiliaria donde durante años pasara tanta mala sangre por culpa del viejo martillero. El reencuentro fue sencillo, breve y sellado con un abrazo de mediana presión. Testigos, uno de los vendedores (el otro renunció) y Zuloaga, que también es un vendedor.
-Mirá, Julito, no podías haber vuelto en mejor momento. Acabamos de cerrar con El Constructor para venderle el último edificio que levantó. Treinta departamentos de tres ambientes. Lo debés haber visto cuando repartías pizza, está en la calle M. Vivot.
-Ah, sí. Cuando repartía pizza y levantaba tejas rotas. Tiene un enano de jardín sobre el marco de la entrada.
-Si, no me hables. Les dije cien veces a esos imbéciles que saquen esa cagada.
-Yo me encargo, Roberto, no hay problema.
-¡Julito! Qué alegría que volviste, carajo. Ese edificio lo tenemos que vender rápido porque El Constructor nos lo dio a nosotros y a otra inmobiliaria que ahora no quiero nombrar. Eso sí, tenemos que cobrar el cuatro por ciento de comisión y dos puntos vana para El Constructor.
-Pero...
-Hay treinta y pico de inmobiliarias en Providencia. No podemos hacernos los exquisitos. Hay que agarrar lo que te dan. Vamos, Julito, qué te tengo que explicar a vos.
-¿Puedo ir a ver el edificio? –le pregunté-.
-Claro. Che, Zuloaga, acompañalo.
-¿Adónde?
-¿Dónde estabas, Zuloaga? Ponete las pilas ¿querés? Al edificio M. Vivot.

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