¿EXISTEN LAS CASAS MALDITAS? PARTE III, que a su vez es epílogo porque ya no da para más.
Resumen de lo publicado: el señor Carlos Díaz sospecha que su casa alberga espíritus malignos que le impiden progresar en el camino de la vida. Como agente inmobiliario le ofrecí el servicio de una mujer que puede percibir, a través de sus sentidos arcanos, si el hogar tiene problemas que exceden los estructurales propios de una edificación. La señora Mabelita, que así se llama esta vidente, nada más aproximarse al frontis del inmueble sufrió un ataque que la dejó inconsciente. He llamado todos estos días a su casa pero los partes que me suministra el marido de Mabelita son más bien escuetos. Todavía no sé bien qué le pasó ni qué tiene. Hoy decidí ir a visitarla, aun con la posibilidad de que el esposo se encuentre resentido por haber sido yo, sino el responsable, un partícipe necesario en la cadena causal que desembocó en el percance de su esposa, a quien detesta, pero más detesta los contratiempos.
Como yo barruntaba, el señor Posenato, me recibió con frialdad.
-Quería ver a la señora Mabelita, si fuera posible.
-Unos minutos, nada más. Necesita recuperarse pronto.
-Está bien.
El señor Posenato me hizo pasar a un dormitorio luminoso, que daba al parque trasero de la casa, lleno de perros que correteaban y ladraban.
-¿Hola, Mabelita? ¿Cómo estás?
-Recuperándome de a poquito, Julio. Ay, Julito, adónde me llevaste...
-Disculpame. Sinceramente no sabía que...
-En esa casa vive gente con muchísimos problemas. Qué digo muchísimos. A los de los Ingalls, sumale los de los Waltons y los de la familia Falcón. Eso te da una idea de la cantidad de despelotes que tienen. Pero qué mansión, Julio. Es la mansión Díaz. No la de Bruno Díaz, ese hombre usaba la plata para hacer el bien. Tenía una fundación y todo. Pero este Díaz es un atorrante. Es jugador. Se juega todo, ruleta, cartas, bingo. Perdió hasta los calzones, con perdón. En cualquier momento pierde también la casa. Seguro que la va a vender antes de que se la saquen los acreedores.
Notable videncia de Mabelita que no necesitó más que ver el frente de la residencia Díaz para saber tantas cosas.
-¿Vos no sabías, Julito que Carlos Díaz es un ludópata?
-Sinceramente no. ¿Y vos supiste todo eso solamente con ver la casa?
-No, lo sé porque voy a la feria y me entero. Estuvo separado de la esposa por ese vicio del juego. Ese hombre está enfermo y necesita tratamiento.
-¿Y por eso te sentiste mal cuando viste la casa?
-No, me empecé a sentir mal arriba del auto. Estoy embarazada. ¿Te imaginás a mi edad embarazada...? Ahora tengo que hacer reposo.
-Entonces, ¿la casa no tiene mala energía?
-Que yo sepa...
-Bueno, Mabelita, te dejo.
-Chau, Julito y, si querés, llevate el caballito de yeso que me pediste el otro día. A mi edad, otro hijo... Y con la bestia de mi marido. Eso es lo peor. Qué mala suerte. Voy a tener que cambiar todos los amuletos de mi casa.
Quedaba pendiente la tasación en la casa de Carlos Díaz, sita en el barrio privado Providence. Me recibió Carlos a la mañana. Me llevó directamente al sector de la piscina, pasando rápidamente por el living, y nos sentamos en dos reposeras blancas y no de plástico, de madera. Eso es nivel. Estaba vestido con ropa de calle, impecable, perfumadito, los mocasines de Guido bruñidos hasta la exageración. Yo tenía curiosidad por ver cómo era la casa de un jugador. Por empezar era preciosa, amplia, luminosa, señorial, de una belleza sobria; pero un caño del baño se había roto y observé –vista de vendedor inmobiliario- que la pared que daba al living mostraba esa especie de mancha que se parece al mapa de algún continente sumergido y que se forma cuando pasa el tiempo y no se repara o se cambia la cañería. La esposa de Carlos no estaba. Mi amigo buscaba algo en sus bolsillos mientras me preguntaba qué había dicho Mabelita de su casa. Le informé que podía quedarse tranquilo que la casa estaba perfecta desde el punto de vista energético y que tampoco la vidente había podido certificar ninguna visita reciente de Lucifer. Pero Carlos parecía no prestar atención.
-Qué veneno tengo, Julio, me tengo que ir a ver un trabajo y no encuentro la billetera. Para mí que se la llevó mi mujer sin querer. ¿Vos no me prestarías unos mangos, te los devuelvo más tarde?
Me acordé de un personaje de El Jugador , la novela de Fedor Dostoievsky, mister Astley, que le presta de lástima al protagonista unos diez luises y le dice: “no le doy más, pues de todos modos los perderá” Yo tenía veinte pesos. Le presté diez. Para cambiar el clima que se crea cuando un ex poderoso tiene que pedir una limosna, comentamos con Carlos, por arriba, la derrota del sábado:
-Y, sin Strugla nos cuesta hacer goles –le dije-.
-Pero el peludo no anduvo mal –me contestó-.
Finalmente estuvo de acuerdo con mi tasación, me dio el ok para poner la casa en venta y me despachó porque estaba apurado.
En la oficina le oculté al martillero Arizmendis la condición de Carlos Díaz, por respeto y lealtad a mi amigo, que seguro que debe estar muy avergonzado por su enfermedad.
-¿Cuándo le ponemos cartel? –me preguntó el martillero-. Esa casa la tenemos que vender rapidito. Díaz está hasta las manos de deudas, me enteré. Se iba a jugar todas las semanas al casino de Punta del Este, ese que está en el hotel Conrad. El tipo tenía un departamento en Punta. Pero lo vendió para seguir jugando. Perdió casi todo. Es un ludópata. Vos que sos amigo deberías saberlo todo... Si no nos ponemos las pilas…
Arizmendis lo sabía. Parece que yo soy el único tarado que no lo sabía.
-Che, Zuloaga ¿vos sabías el problema que tiene Carlos Díaz? –le pregunté a mi compañero que hacía dibujos sobre la superficie de una hoja A4-.
-¿Qué Carlos Díaz?
-El dueño de la casa que fuimos a ver el otro día con Mabelita en Providence.
-Ah, sí.
-¿Sabías que el tipo es un jugador?
-Si, obvio. Juega con vos al fútbol en el club. Lo sabía perfectamente.
-No, que es un jugador compulsivo.
-¿Quién?
-Carlos Díaz.
-¿Con qué?
-¿Con qué qué?
-Dijiste algo de con no sé cuánto.
-Compulsivo. Es una enfermedad que tiene.
-¿Y puede jugar al fútbol aunque esté enfermo? Qué suerte. Yo el domingo no pude ir a jugar por una angina que me agarró y que me partió por el eje.
Como yo barruntaba, el señor Posenato, me recibió con frialdad.
-Quería ver a la señora Mabelita, si fuera posible.
-Unos minutos, nada más. Necesita recuperarse pronto.
-Está bien.
El señor Posenato me hizo pasar a un dormitorio luminoso, que daba al parque trasero de la casa, lleno de perros que correteaban y ladraban.
-¿Hola, Mabelita? ¿Cómo estás?
-Recuperándome de a poquito, Julio. Ay, Julito, adónde me llevaste...
-Disculpame. Sinceramente no sabía que...
-En esa casa vive gente con muchísimos problemas. Qué digo muchísimos. A los de los Ingalls, sumale los de los Waltons y los de la familia Falcón. Eso te da una idea de la cantidad de despelotes que tienen. Pero qué mansión, Julio. Es la mansión Díaz. No la de Bruno Díaz, ese hombre usaba la plata para hacer el bien. Tenía una fundación y todo. Pero este Díaz es un atorrante. Es jugador. Se juega todo, ruleta, cartas, bingo. Perdió hasta los calzones, con perdón. En cualquier momento pierde también la casa. Seguro que la va a vender antes de que se la saquen los acreedores.
Notable videncia de Mabelita que no necesitó más que ver el frente de la residencia Díaz para saber tantas cosas.
-¿Vos no sabías, Julito que Carlos Díaz es un ludópata?
-Sinceramente no. ¿Y vos supiste todo eso solamente con ver la casa?
-No, lo sé porque voy a la feria y me entero. Estuvo separado de la esposa por ese vicio del juego. Ese hombre está enfermo y necesita tratamiento.
-¿Y por eso te sentiste mal cuando viste la casa?
-No, me empecé a sentir mal arriba del auto. Estoy embarazada. ¿Te imaginás a mi edad embarazada...? Ahora tengo que hacer reposo.
-Entonces, ¿la casa no tiene mala energía?
-Que yo sepa...
-Bueno, Mabelita, te dejo.
-Chau, Julito y, si querés, llevate el caballito de yeso que me pediste el otro día. A mi edad, otro hijo... Y con la bestia de mi marido. Eso es lo peor. Qué mala suerte. Voy a tener que cambiar todos los amuletos de mi casa.
Quedaba pendiente la tasación en la casa de Carlos Díaz, sita en el barrio privado Providence. Me recibió Carlos a la mañana. Me llevó directamente al sector de la piscina, pasando rápidamente por el living, y nos sentamos en dos reposeras blancas y no de plástico, de madera. Eso es nivel. Estaba vestido con ropa de calle, impecable, perfumadito, los mocasines de Guido bruñidos hasta la exageración. Yo tenía curiosidad por ver cómo era la casa de un jugador. Por empezar era preciosa, amplia, luminosa, señorial, de una belleza sobria; pero un caño del baño se había roto y observé –vista de vendedor inmobiliario- que la pared que daba al living mostraba esa especie de mancha que se parece al mapa de algún continente sumergido y que se forma cuando pasa el tiempo y no se repara o se cambia la cañería. La esposa de Carlos no estaba. Mi amigo buscaba algo en sus bolsillos mientras me preguntaba qué había dicho Mabelita de su casa. Le informé que podía quedarse tranquilo que la casa estaba perfecta desde el punto de vista energético y que tampoco la vidente había podido certificar ninguna visita reciente de Lucifer. Pero Carlos parecía no prestar atención.
-Qué veneno tengo, Julio, me tengo que ir a ver un trabajo y no encuentro la billetera. Para mí que se la llevó mi mujer sin querer. ¿Vos no me prestarías unos mangos, te los devuelvo más tarde?
Me acordé de un personaje de El Jugador , la novela de Fedor Dostoievsky, mister Astley, que le presta de lástima al protagonista unos diez luises y le dice: “no le doy más, pues de todos modos los perderá” Yo tenía veinte pesos. Le presté diez. Para cambiar el clima que se crea cuando un ex poderoso tiene que pedir una limosna, comentamos con Carlos, por arriba, la derrota del sábado:
-Y, sin Strugla nos cuesta hacer goles –le dije-.
-Pero el peludo no anduvo mal –me contestó-.
Finalmente estuvo de acuerdo con mi tasación, me dio el ok para poner la casa en venta y me despachó porque estaba apurado.
En la oficina le oculté al martillero Arizmendis la condición de Carlos Díaz, por respeto y lealtad a mi amigo, que seguro que debe estar muy avergonzado por su enfermedad.
-¿Cuándo le ponemos cartel? –me preguntó el martillero-. Esa casa la tenemos que vender rapidito. Díaz está hasta las manos de deudas, me enteré. Se iba a jugar todas las semanas al casino de Punta del Este, ese que está en el hotel Conrad. El tipo tenía un departamento en Punta. Pero lo vendió para seguir jugando. Perdió casi todo. Es un ludópata. Vos que sos amigo deberías saberlo todo... Si no nos ponemos las pilas…
Arizmendis lo sabía. Parece que yo soy el único tarado que no lo sabía.
-Che, Zuloaga ¿vos sabías el problema que tiene Carlos Díaz? –le pregunté a mi compañero que hacía dibujos sobre la superficie de una hoja A4-.
-¿Qué Carlos Díaz?
-El dueño de la casa que fuimos a ver el otro día con Mabelita en Providence.
-Ah, sí.
-¿Sabías que el tipo es un jugador?
-Si, obvio. Juega con vos al fútbol en el club. Lo sabía perfectamente.
-No, que es un jugador compulsivo.
-¿Quién?
-Carlos Díaz.
-¿Con qué?
-¿Con qué qué?
-Dijiste algo de con no sé cuánto.
-Compulsivo. Es una enfermedad que tiene.
-¿Y puede jugar al fútbol aunque esté enfermo? Qué suerte. Yo el domingo no pude ir a jugar por una angina que me agarró y que me partió por el eje.
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