VERANO DEL 76
Con mi esposa nos pusimos de novios en Octubre de 1975 y tuvimos nuestras primeras vacaciones juntos en Enero de 1976, el mismo año del golpe de Videla y sus bandas armadas. Pero en enero todavía estábamos en “democracia” con “Isabelita”, aunque ése no es el tema de la presente crónica. Octubre de 1975, enero de 1976. Transcurridos apenas tres meses de novios estos veinteañeros pasan unas vacaciones en Mar del Plata. Éramos un par de ollas humeantes compartiendo mechero en la cocina de un restaurante de mediana categoría, así de calientes, así de vaporosos. No me dieron alojamiento en el departamento de sus padres por razones de espacio, según adujo mi futura suegra, aunque sospecho que el motivo era evitar la peligrosa proximidad de las dos cacerolas como fumarolas, aunque estuviesen separadas por una pared. Renté una habitación en un simpático hotel situado frente al complejo Mirador Cabo Corrientes, donde tenían su apartamento los padres de la novia. El residencial disponía solamente de cuartos para compartir y carecía de baño privado. El baño público tenía la ducha encima del inodoro de tal forma que cuando te llegaba tu turno, luego de esperar en fila con la toalla en el antebrazo, al modo de un camarero de restaurant, te convenía optar por el combo B y C, y si fuese posible simultáneamente. Un solo toilette para veinte habitaciones se diría que es más bien escaso. Mi compañero de pieza era un mozo que roncaba todo el tiempo y eso me impedía dormir cuando llegaba de madrugada cansado y enamorado. Hasta que encontré un método para mudarlo a una posición que desactivara cuanto menos transitoriamente su aparato roncagliolo. Yo en ese tiempo sufría de asma (hoy los de Independiente sufren de Assman, ja ja ja ja ja ja ja ja aghh - está tan macanudo el chiste que terminaría acá el relato). Bueno, pero no quiero seguir hablando al pedro troglio. Yo sufría de asma y llevaba siempre un vaporizador de vidrio al que se le insuflaba aire por medio de una bochita de goma. A la pipeta de cristal había que introducirle un líquido incoloro llamado Asmopul y luego practicarse las vaporizaciones, metiéndose tanta cortisona como fuese necesaria para recuperar la posibilidad de respirar, actividad tan trascendente para la vida en general. Eso sí, el corazón te quedaba galopando como un potrillo al que doparon como para el Pellegrini. La sustancia medicinal estaba contenida en un pequeño frasquito de plástico que había que oprimir como si fuese un pomito. Pues que cuando el mozo empezó a roncar con su serrucho recién enjabonado, con mi pomito de Asmopul lo rocié al voleo, apuntando preferentemente a la cara, para que, con el frío del líquido el tipo se despertara brevemente y se diera vuelta. Digo al voleo porque la luz estaba apagada (La apagaban a las once de la noche, después pasaban cuarto por cuarto, golpeaban la puerta con una patada y gritaban ¡a dormir! de mal modo). A la mañana siguiente el mozo fue a presentar una queja formal ante la consiergerie porque su pijama, su sábana y su colchón estaban completamente manchados de un color marrón oscuro. El único sospechoso era yo. El mesero me acusó de que yo lo había mojado y yo negué como si fuese un imputado a quien asesorase el mismísimo doctor Stinfale. Yo ignoraba que el Asmopul nacía incoloro pero luego adquiría una coloración parduzca, casi negra. Hasta allí esa mutación se había producido solamente en mis pulmones, distrito sobre los que yo no tenía acceso.
-¡Burdas patrañas! –comencé a defenderme utilizando una expresión tempranamente menemista- Usted está faltando a la verdad. Su declaración es mendaz y viciada de nulidad (en esa época yo estudiaba derecho procesal)
Finalmente nos cambiaron de habitación. Me asignaron un nuevo compañero que era un verdadero encanto. Pero esa es otra historia.