1.- Acto del 9 de julio al aire libre en la plaza del pueblo. Colegios y ciudadanía amontonados. Fuerzas vivas, militares, abanderados y escoltas arriba del tablado. Los niños en fila vestidos con guardapolvos blancos y pantalones cortitos, bolsita de los recuerdos. Frío helado durante el izamiento de la bandera, los discursos y la canción patria. Frío de julio. Las maestras están autorizadas a colocarse un poncho encima de sus guardapolvos blancos. Los niños no. Entran un poco en calor con el rutinario Pase y no vuelva.
2.- Mi amigo creyó ver de lejos a un caminante sin cabeza y atribuyó la terrorífica visión a la baja visibilidad causada por la niebla. Pero conforme se acercaba al descabezado fue confirmando su más hórrida percepción. En efecto era un hombre exento de marote. Aceleró el paso para pasarlo y huir de ese monstruo repugnante cuando, de algún lugar de su cuerpo incompleto, que no de su cabeza, salió un chau, Pablo. El extraño ser lo saludaba. ¡Patitas pa que te quiero! se dijo Pablo y salió corriendo presa de un cangelo insostenible, como Juan Carlos Dykstra, que año más, año menos, en esa época era una figura del atletismo.
La partes de mi cuerpo en donde más sufro el frío intenso es en orejas, nariz, y cráneo. Y me había olvidado la bufanda.
3.- Ya que de bufandas hablamos. En la materia Actividades Prácticas de primer año bachiller el tema principal de la currícula era Bufanda (¿Fundamentos de la bufanda, teoría y praxis?), y consistía en construir un telar para, posteriormente, con esa tabla sembrada de clavos, tejer la bufanda oficial de la escuela conforme las medidas y los colores establecidos en la disposición pertinente. De forma tal que gastamos el año escolar tejiendo una bufanda tricolor cual penélopes a la espera, no ya de la vuelta del valeroso Ulises, cuanto del recreo largo. Mi bufanda me quedó llena de nudos, agujeros, desprolijos corrimientos de puntos y sin el largo exigido. Una vez terminado los flecos que ornan las puntas de cualquier echarpe que se precie, era obligatorio colocársela y debía coincidir en extensión con la que lucía el resto de la comunidad educanda. Para lograr ese efecto yo dejaba uno de los extremos bien cerca del cuello para que el otro luciera razonablemente largo. Ese año me llevé Actividades Prácticas.
4.- En Gimnasia era obligatorio llevar la ropa del uniforme que, enumerada de abajo hacia arriba y de adentro hacia fuera, era: zoquetes blancos de toalla, zapatillas blancas, suspensor blanco, short blanco, musculosa blanca y buzo azul. Si algo de eso faltaba el profesor de Educación Física te humillaba primero, y luego te pegaba con el bate de soft-ball en la cabeza y te hacía una muesca en la libreta de calificaciones. Los registros de indumentaria no ocurrían en todas las clases. Una tarde, como hacía muchísimo frío, me la jugué –siempre me gustó el riesgo pero cuando termina bien- y me puse un sweater de plush debajo del buzo para combatirlo. Verde esmeralda. Mala suerte porque ese día tocó registro. A quitarse toda la ropa y quedarse en anatómico N.A.T. Y yo con estas mechas, digo, y yo con este sweater de plush verde y no la musculosa reglamentaria. ¡Estoy en serios problemas! Pero esa gélida jornada Diosito se dignó a protegerme como lo hace el suspensor con nuestras bolas. Un registrado anterior a mí tenía el slip todo manchado de poluciones nocturnas. Fue lo que me salvó. El profesor le hizo pasar al soñador un verano del 69 en invierno y después impactó con el bate de soft-ball en su cabeza de chorlito. Pero no por las poluciones, que al cabo todos los argentinos bien nacidos las tenemos o teníamos. El error fatal del imberbe surgió cuando, ante la pregunta de por qué su calzoncillo blanco parecía el mapa de un archipiélago en el Indico, contestó que su madre no se lo había podido lavar. Esa era la peor respuesta que pudiera recibir nuestro educador para quien la madre es lo más sacrosanto, deidad que carece de ateos en la tierra y que no hay derecho a presentarle nuestras miserias tan explícitamente. La ropa, según él, debía ser lavada por el propio cartógrafo que la pringó (para seguir con la metáfora del archipiélago). Las consideraciones del docente insumieron mucho tiempo y una vez acabadas el señor A. ordenó vestirnos rápidamente para salir al campo, con lo que dio por concluido el contralor. Salvado.
5.- El egresado en viaje de fin de curso a San Carlos de Bariloche se quitó la campera en el cerro Catedral y la tendió sobre la nieve, luego se subió a ella y se dejó caer por la suave pendiente plateada, practicando snow board cuando aún no se llamaba así. Tuvo tanta mala fortuna que la chamarra se desvió del sendero con él encima y cayó a un precipicio. El muchacho se golpeó contra las ásperas rocas y se lastimó horriblemente la cara que le quedó desfigurada como la de Charles Laughton en El jorobado de Notre Dame. Para la vuelta en tren a Buenos Aires las autoridades del ferrocarril, en vista del estado en que había quedado el egresado, le concedieron sin cargo un camarote. El adolescente, que tiene una escala de prioridades distinta a la del adulto, estaba más contento que adolorido porque había aumentado notoriamente su popularidad entre las chicas. Se sabe que ellas se derriten por el chico que sufre y es allí donde aflora su condición materna, la misma que aplicarán por obligación un poco más adelante. Para aprovechar estos deliciosos e inusuales favores de sus compañeras el estúpido muchacho abandonó el camarote a poco de la partida y regresó en el vagón de segunda como el resto. La ex división cantaba, bailaba y vivía sus últimos días de irresponsabilidad. Se armó una guitarreada y el chico lastimado se acostó en el portaequipajes para estar más cerca del músico cuando cantaba Tu nombre en la arena de Carlitos Barocela. Hacía calor en ese vagón. El ventilador del techo estaba encendido. El joven sacó demasiado la cabeza por fuera del portaequipaje y una filosa paleta del ventilador le cercenó espantosamente parte del cráneo. Fue una carnicería. Ahora sí, el resto del viaje lo hizo en el camarote.