UN BREVE PASEO POR LAS RAMAS DEL ARBOL.
Varios de mis consanguíneos hasta el segundo grado tienen un nombre igual al mío. Obsérvese que dije que tienen un nombre igual al mío y no que tuviesen mi mismo nombre. De darse este último extremo se producirían innúmeras complicaciones. En efecto, compartir nombre o tener el mismo nombre que otra persona, a diferencia de tener igual nombre, plantea situaciones de notable complejidad. Un posible remedio a tales intríngulis pudiese ser usarlo un día cada uno, pero eso también daría lugar a coyunturas harto enojosas que quedarán más claras si lo ejemplifico con un diálogo con mi tío, si éste tuviera mi mismo nombre, y no un nombre igual al mío, como en efecto sucede:
-Hola tío, te quería pedir, por ser mi cumpleaños, aun cuando sé que no me corresponde, porque hoy te toca a vos, que me dejes usar el nombre como excepción.
-¿Motivos?
-Porque me hacen la fiesta y, llegado el momento del soplido de velas de la torta, lo necesito sí o sí.
-Pensalo un poco y te darás cuenta que, técnicamente, no lo necesitarías, querido sobrino tocayo. Fijate bien: (cantando) “…Que los cumplas, Julito, que los cumplas feliz” Siempre te cantamos el cumpleaños feliz usando tu diminutivo. Pero no te hagas problemas, podés usar nuestro nombre sin problemas. En la oficina me llaman por el apellido, mis pibes me dicen papá, mi esposa me pone variados apodos y mi vieja y hermanos me llaman Negro. Así que usalo sin ningún inconveniente.
-¡Gracias tío!
En mi familia tienen un nombre igual al mío mi madre (aunque trocada la “o” final por una “a”), dos primos, mi abuelo, mi tío -como ya ha quedado dicho-, mi primita (también cambiando “o” final por “a”, y colocado en segundo lugar) y mi hermano. Así es, mi hermano tiene un nombre igual al mío, lo cual nos ha granjeado una módica admiración en los salones en los que nos hemos venido desempeñando. Pero es importante aclarar: en su caso está incluído a continuación del primero -tal como mi primita-. Nombre igual de dos hermanos, y ambos en primer lugar, hubiese planteado un sinfín de contratiempos, el primero de los cuales surgiría, más temprano que tarde, ante una eventual respuesta al llamado materno. Quiero decir que, sabiendo sobradamente que, en su mayoría, los llamados maternos son exclusivamente para encargues o regaños, qué buena escapatoria sería abstenerse de acudir alegando, como justificativo de la defección, que creía que la convocatoria era para mi hermano. Claro que, alterado el orden de los nombres iguales, quedaría prácticamente neutralizada esa posibilidad chicanera y rastrera. Acaso un alegato agónico para hacer valer ante la superioridad pudiera ser: pensaba que llamabas a mi hermano usando su segundo nombre. Parece un despropósito subestimativo, si no una estupidez inadmisible, pero no es tan así. Muchas veces yo mismo llamo a mi esposa por su segundo nombre (Adriana) aunque con fines diferentes que para una hipotética abstención ante la citación materna. Mis primos hermanos, en cambio, tienen sí esos nombres iguales colocados, ambos, en el primer lugar. Allí sí hubiese parecido del todo pertinente, ante el emplazamiento de la autoridad familiar, alegar la creencia de que llamaban al otro. Pero este razonamiento también quedará obliterado tan pronto comunique a mis queridos lectores que, desde que nacieron, ambos hermanitos fueron llamados por el segundo nombre, que es diferente en cada uno. Por último, como para dar un atractivo finiquito a este sobrio breviario, deseo apuntar que tanto los dos nombres de mi hermano como los dos míos son iguales.