Hay una revista de cuentos norteamericana (McSweeney’s) que en uno de sus números trae un compact disc de la banda norteamericana de rock and roll alternativo denominada They Might Be Giants para ser escuchado mientras se leen los relatos, de manera que la música interactúa con la lectura como si fuese la banda de sonido. Hace muchos pero que muchos años yo leí una novela llamada Los Siete Minutos, del escritor estadounidense de América Irving Wallace, que me atrapó por completo, no sólo por su trama ágil, aunque inverosímil, sino también por sus escenas de sexo explícito. Yo era un adolescente, el sexo me agradaba sobremanera. Y si era explícito mejor porque al adolescente hay que explicarle las cosas. Contemporáneamente a dicha lectura, llegó a mis manos y se aposentó dentro del nicho de madera de mi tocadiscos Ken Brown un disco long-play del grupo holandés Focus, y me impactó de tal guisa que no podía interrumpir su escucha. Suerte que el modernísimo pick-up de mi combinado, cuando culminaba la música, solito y sin que nadie lo mandara, regresaba al borde externo del vinilo y recomenzaba su trabajo de reproducción y rayado. Entonces, leyendo Los Siete Minutos a toda hora y focalizando mis oídos en la música exquisita de Focus (es el disco que viene con la canción Hocus Pocus), me inventé sin saberlo una banda de sonido para mi novela. Posiblemente ambos artistas, de haberlo sabido, me hubiesen repudiado (la primera “d” la puedo trocar tranquilamente por una “t”) mancomunadamente por aquella fusión imposible. Tuve una novia con la que íbamos a un pub a tomar gin cola y arrojarnos sobre el sillón de esponja del reservado mientras los parlantes pasaban todo el tiempo la música engolada y susurrante de Barry White. Así que el negro White fue la banda de sonido de nuestros besos de lenguas danzarinas y tocamientos con dedos hurgones. Todas las mañanas cuando me levanto despliego el diario sobre la mesa de fórmica y me dispongo a leerlo mientras silbo alguna melodía que me haya quedado pegada de la noche anterior. Ergo, el silbo de mis labios fruncidos constituye la banda de sonido del diario. Mas cuando las noticias son graves y tormentosas se va degradando aquel trino optimista como cuando uno acciona esos silbatos que vienen con un émbolo que provoca un ascenso y descenso de la tonalidad del pitido conforme manipulamos la varita a modo de trombón. ¿Qué es lo que pretendo expresar con todo esto? Pues, precisamente que hay una revista de cuentos norteamericana (McSweeney’s) que en uno de sus números trae un compact disc de la banda norteamericana de rock and roll alternativo denominada They Might Be Giants para ser escuchada mientras se leen los relatos, de manera que la música interactúa con la lectura como si fuese la banda de sonido. Hace muchos pero que muchos años yo leí una novela llamada Los Siete Minutos, del escritor estaodunidense de América Irving Wallace, que me atrapó por completo, no sólo por su trama ágil, aunque inverosímil, sino también por sus escenas de sexo explícito. Yo era un adolescente, el sexo me agradaba sobremanera. Y si era explícito mejor porque al adolescente hay que explicarle las cosas. Contemporáneamente a dicha lectura, llegó a mis manos y se aposentó dentro del nicho de madera de mi tocadiscos Ken Brown un disco long-play del grupo holandés Focus, y me impactó de tal guisa que no podía interrumpir su escucha. Suerte que el modernísimo pick-up de mi combinado, cuando culminaba la música, solito y sin que nadie lo mandara, regresaba al borde externo del vinilo y recomenzaba su trabajo de reproducción y rayado. Entonces, leyendo Los Siete Minutos a toda hora y focalizando mis oídos en la música exquisita de Focus ( es el disco que viene con la canción Hocus Pocus), me inventé sin saberlo una banda de sonido para mi lectura. Posiblemente ambos artistas, de haberlo sabido, me hubiesen repudiado (la primera “d” la puedo trocar tranquilamente por una “t”) mancomunadamente por aquella fusión imposible. De pebete tuve una novia con la que íbamos a un pub a tomar gin cola y arrojarnos sobre el sillón de esponja del reservado mientras los parlantes pasaban todo el tiempo la música engolada y susurrante de Barry White. Así que el negro White supuso la banda de sonido para nuestros besos de lenguas danzarinas y tocamientos con dedos hurgones. Todas las mañanas cuando me levanto despliego sobre la mesa de fórmica el diario y me dispongo a leerlo mientras silbo alguna melodía que me haya quedado pegada de la noche anterior. Ergo, el silbo de mis labios fruncidos constituye la banda de sonido del diario. Mas cuando las noticias son graves y tormentosas se va degradando aquel trino optimista como cuando uno acciona esos silbatos que vienen con un émbolo que provoca un ascenso y descenso de la tonalidad del pitido conforme manipulamos la varita a modo de trombón.


platicar de padre a hijo. El lenguaje futbolero entre el papá y su pibe tiene una profundidad que se percibe cuando los ojos del menor buscan la aprobación paterna, expresada con un ligero cabeceo y una bajada de párpados. Esa aprobación ante el pase criterioso será para el rapazuelo un diploma tan apreciado como el de ingeniero civil, o bien, electrónico. Pero tampoco se la va a llevar de arriba en el caso de que haga un pase incorrecto. En esa emergencia el chaval tendrá que hacer frente a un atronador reto salido desde lo más hondo del corazón paterno, un reproche que es casi un grito de angustia. El chico sentirá más desolación con aquella reprimenda babosa* que con cualquier castigo que se le haya podido infligir ante la presentación de una mala nota. Por el contrario, ante una buena asistencia del mocoso, el padre disfrutará y celebrará que su hijo demuestre que es mejor que él. Y cuando elogien a su botija sentirá una felicidad equiparable a no más de cinco situaciones felices de toda la existencia, y eso si las pensamos mucho. Con el hijo el padre se cura temporalmente de cualquier egoísmo. Más tarde, el espacio del 
