NORA Y EL PINTOR
El pintor que una amiga de Devoto presentó a Nora para que trabajara en su casa últimamente había pintado la playa de estacionamiento cubierta del club de aquel bonito barrio del extrarradio y era reconocido por su prolijidad prodigiosa y su máxima confianza. Era limpio, educado y fiel aunque no tan callado como la mayoría de los pintores, que son reservados hasta el voto de silencio, acaso por el carácter esencialmente meditativo que supone el arte de la pintura de paredes, labor sencilla y repetida que, a fuerza de la propia reiteración, a la larga te conduce al nirvana y al Vacío que te vincula con las fuerzas eternas del Universo. Este pintor de la playa de estacionamiento del club de Devoto recomendado a Nora por su amiga no respondía al cartabón de los que conocemos, con sus gorros de diario y sus manos percudidas, en parte porque en la actualidad hay muchas personas en el oficio que no provienen de familia de pintores sino que han sido arrojados al mercado del trabajo informal por las continuas crisis terminales. Nora lo contrató y a los pocos días estaba tan entusiasmada por la calidad de su trabajo y el encanto de su persona que, cuando el pintor terminó la primera mano, deseó que la segunda durase mucho pero mucho. Una mañana, después de que su marido saliera para el trabajo, Nora fue a su cuarto para sacar el fajo de cinco mil dólares que guardaba en el placard, para ser precisos, en el compartimiento de sus sweaters, entre el de banlon y el de plush, que estaban encima del de morley y el de cachemira. Guardaba sus ahorros en ese sitio y ese día necesitó sacar cien verdolagas para realizar un pago. Los extrajo, volvió a guardar el rollo entre el sweater de banlon y el de plush y salió a cumplimentar su pagamento. Cuando Nora regresó de su diligencia, el pintor quitaba con el dedo índice envuelto en un trapo una pequeña mancha de látex blanco que afeaba el zócalo. Ella colgó su abrigo y al punto recordó que también tenía que pagarle a ese apuesto caballero que ahora estaba arrodillado revolviendo la mezcla de pintura y tonalizador amarillo mientras silbaba una canción de Sammy Davies hijo. Nora fue a sacar otros cien dólares del espacio entre el sweater de banlon y el de plush, recordemos: tercero y cuarto de la pila después del de morley y el de cachemira. Pero los billetes no estaban. Nora se desesperó. Buscó de nuevo. Intentó tranquilizarse pero los dólares seguían sin aparecer. Sacó una por una las prendas y se fijó en todos los espacios inter-sweater. Ante la evidencia comenzó a llorar ahogando sus gritos para que el pintor, que estaba en el living, no la escuchara. Le pidió a Dios que la ayudara. Por fin, Nora, convencida de que el hurtador no podía ser otro que su contratado, llamó a la policía desde el teléfono de la cocina. La lloradera le impedía vocalizar con claridad.
-Digame señora quién le robó -le solicitó el funcionario policial-.
-Elsindor -Nora lloraba e impostaba mal la voz-.
-¿Elsindor?
-El pintor.
-¿Qué pintor?
-El que te pintó la raya del culo.
Las palabras deformadas por el llanto convulso dieron lugar a la confusión que se zanjó rápidamente antes de que este relato se tornase guión de película de Porcel.
-¡Quién! -preguntó azorado el polizonte, como si fuera Moe, el de la taberna-.
-El que pintó la playa del club.
-¡Ah!
El policía se hizo presente en la casa de Nora en menos de lo que tarda un delivery de pizza. Una vez adentro convocó al pintor y a la dueña de casa al dormitorio donde se guardaban los cinco mil dólares, pidió permiso y sin aguardar a que éste fuera concedido comenzó a sacar uno por uno los sweaters, desbaratando el prolijo plegado de Nora, y sacudiéndolos con la violencia propia de un allanamiento en busca de estupefacientes. Como por arte de René Lavand un fajo de billetes verdes salió dando una voltereta de entre ese amasijo de finos hilados tratados con Woolite. Cuatro mil novecientos dólares estadounidenses.
Nora miró al pintor y con la mirada ensopada por el llanto intentaba pedir mil perdones pero la dignidad del obrero del rodillo no admitía ni un millón de ellos. El hombre recogió sus avíos más urgentes y se marchó con los ojos anegados por las lágrimas.