COMO NATALIA
La señora Natalia Kohen (en la foto presentando su último libro en la feria del ídem) es una dama millonaria de 90 años, artista plástica y escritora, a quien alguna vez encerraron porque gastaba la plata (que era suya) a su antojo y ayudaba al enaltecimiento de las artes. Unas personas, que consideraban que la señora dilapidaba la herencia futura, consiguieron una orden judicial para encerrarla. Natalia había sido la esposa del dueño de un importante laboratorio, que en 1993 se vendió en 190 millones de dólares. Siempre a estar por lo información del periodista Horacio Cecchi en el diario Página 12, a la señora la internaron basándose en un informe psiquiátrico de dudosa credibilidad. Un médico le diagnosticó la enfermedad de Pick o demencia fronto-temporal. En el 2006 la anciana dama publicó una solicitada y responsabilizó a sus dos hijas: Nora Cristina y Claudia quienes la habían denunciado por pródiga, demente y por pretender desprenderse de bienes desatendiendo a sus herederos, y aspiraban a que la justicia la declarara insana. La señora Kohen, a su vez, las denunció por privación ilegítima de libertad.
Yo tuve un caso similar en mi trabajo como vendedor inmobiliario. También era una viuda anciana. Quería comprar una casa y ponerla a nombre de una fundación para albergar a perritos de la calle. Le ofrecí una propiedad que le vendría de perillas para tan nobles fines. La reservó con dos mil dólares estadounidenses. Pero unos días antes de firmar el boleto de compra-venta se apersonaron a la inmobiliaria quienes dijeron ser el hijo y la hija de una señora apellidada como mi compradora. Tenían aproximadamente cincuenta y cuarenta y nueve años. Preguntaron si había venido una señora (y dijeron el apellido que coincidía con el de mi compradora) con la voluntad de comprar un inmueble. Les mentí. Dije que no. Como si me brindase otra oportunidad para decir la verdad, el hombre simuló no escuchar mi respuesta y dijo que su mamá tenía problemas mentales (como Natalia) y que no podía comprar nada. Reiteré mi mentira monosilábica y el hombre comenzó a mirarme como si dudara de mi palabra, como si se hubiese dado cuenta de que lo mío era una burda patraña. Me empecé a poner nervioso. Mi corazón comenzó a trabajar al doble de su ritmo habitual. En lugar del acompasado lup-dup-lup-dup, hacía ¡lupduplupduplupduplup! A los dos días los hermanos regresaron y me formularon la misma consulta. Y yo volví a mentir.
-Mi madre no puede comprar nada porque está enferma –me advirtió con cara de asesino-.
-¿Por qué no puede? ¿No tiene la plata? -Fue mi pregunta, que bien puede considerarse una pisada de palito-.
-Está bajo tratamiento.
-Ah, comprendo. Pero por acá no vino.
Su mirada escudriñaba mis ojos falsarios. Pero yo no estaba dispuesto a poner en entredicho una venta para la cual había trabajado con vigor digno de mejor causa. Jamás renunciaría al refugio para perritos ni a mi sustento, no necesariamente en ese orden. El hombre pasó un día por el frente de la inmobiliaria y observó hacia el interior de la oficina. Cada vez que la señora mayor venía por alguna consulta sobre aspectos relacionados con la operación inmobiliaria, yo la conducía al despacho privado, cerraba la puerta y rezaba en silencio para que no llegaran ni el hijo ni la hija y dejasen al descubierto mi mentira, que pondría a mi querida venta en zona de riesgo con Rodolfo Ranni. Otro día pasaron el hombre y la mujer caminando por la vereda de enfrente y volvieron a mirar hacia la oficina. Una tarde pasó el trencito de la alegría y me pareció ver al hijo de la anciana mirando hacia la inmobiliaria a través de la ventanilla mientras hacía palmas para la farolera tropezó, pero no creo.
El día de la firma del boleto se hizo presente a la mañana el hijo de la señora y volvió a preguntarme si la madre había venido porque tenía indicios de que iba a realizar una operación de compra-venta de una casa que teníamos nosotros en la calle… Le mentí, cuando parecía que me quebraba y escupía todo, que efectivamente teníamos en venta dicho inmueble pero que ninguna señora con su apellido había venido a la oficina. Y la mirada del hombre que escruta en la mía en busca de la mentira que me sale por los poros bajo la forma de sudor. A la hora de la firma del boleto, 20 32 las partes comenzaron a llegar y las fuimos estibando dentro del despacho de firmas de boletos y afines. A las 20 41, mientras el martillero leía el contrato, y yo, pensando en la patología nunca precisada de la señora, esperaba que al momento del pago extrajera un fajo de australes envuelto en un diario Tiempo Argentino, entró el hijo a la inmobiliaria y se quedó esperando en la recepción. Yo lo observé por un resquicio de la puerta, que no había quedado del todo abierta por razones de ventilación. Salí del privado, cerré y rogué que no se escuchara la voz de la señora mientras yo despachaba al hombre. Me dijo que quería ver la casa que tenía un cartel de la inmobiliaria. Se trataba del inmueble que a la sazón en ese momento estábamos vendiendo. Le dije, mientras mis rodillas se entrechocaban como si estuviese bailando el charlestón, que con todo gusto el día de mañana se la mostraría pero que hoy no sería posible. Se escuchó la voz, o la risa de la madre, por mejor decir, desde la oficina de junto. Me encomendé al dios de todos, ése que reparte éxitos y desgracias después de hacer girar la rueda de la fortuna. El hombre miró a la puerta del despacho y se retiró
Yo tuve un caso similar en mi trabajo como vendedor inmobiliario. También era una viuda anciana. Quería comprar una casa y ponerla a nombre de una fundación para albergar a perritos de la calle. Le ofrecí una propiedad que le vendría de perillas para tan nobles fines. La reservó con dos mil dólares estadounidenses. Pero unos días antes de firmar el boleto de compra-venta se apersonaron a la inmobiliaria quienes dijeron ser el hijo y la hija de una señora apellidada como mi compradora. Tenían aproximadamente cincuenta y cuarenta y nueve años. Preguntaron si había venido una señora (y dijeron el apellido que coincidía con el de mi compradora) con la voluntad de comprar un inmueble. Les mentí. Dije que no. Como si me brindase otra oportunidad para decir la verdad, el hombre simuló no escuchar mi respuesta y dijo que su mamá tenía problemas mentales (como Natalia) y que no podía comprar nada. Reiteré mi mentira monosilábica y el hombre comenzó a mirarme como si dudara de mi palabra, como si se hubiese dado cuenta de que lo mío era una burda patraña. Me empecé a poner nervioso. Mi corazón comenzó a trabajar al doble de su ritmo habitual. En lugar del acompasado lup-dup-lup-dup, hacía ¡lupduplupduplupduplup! A los dos días los hermanos regresaron y me formularon la misma consulta. Y yo volví a mentir.
-Mi madre no puede comprar nada porque está enferma –me advirtió con cara de asesino-.
-¿Por qué no puede? ¿No tiene la plata? -Fue mi pregunta, que bien puede considerarse una pisada de palito-.
-Está bajo tratamiento.
-Ah, comprendo. Pero por acá no vino.
Su mirada escudriñaba mis ojos falsarios. Pero yo no estaba dispuesto a poner en entredicho una venta para la cual había trabajado con vigor digno de mejor causa. Jamás renunciaría al refugio para perritos ni a mi sustento, no necesariamente en ese orden. El hombre pasó un día por el frente de la inmobiliaria y observó hacia el interior de la oficina. Cada vez que la señora mayor venía por alguna consulta sobre aspectos relacionados con la operación inmobiliaria, yo la conducía al despacho privado, cerraba la puerta y rezaba en silencio para que no llegaran ni el hijo ni la hija y dejasen al descubierto mi mentira, que pondría a mi querida venta en zona de riesgo con Rodolfo Ranni. Otro día pasaron el hombre y la mujer caminando por la vereda de enfrente y volvieron a mirar hacia la oficina. Una tarde pasó el trencito de la alegría y me pareció ver al hijo de la anciana mirando hacia la inmobiliaria a través de la ventanilla mientras hacía palmas para la farolera tropezó, pero no creo.
El día de la firma del boleto se hizo presente a la mañana el hijo de la señora y volvió a preguntarme si la madre había venido porque tenía indicios de que iba a realizar una operación de compra-venta de una casa que teníamos nosotros en la calle… Le mentí, cuando parecía que me quebraba y escupía todo, que efectivamente teníamos en venta dicho inmueble pero que ninguna señora con su apellido había venido a la oficina. Y la mirada del hombre que escruta en la mía en busca de la mentira que me sale por los poros bajo la forma de sudor. A la hora de la firma del boleto, 20 32 las partes comenzaron a llegar y las fuimos estibando dentro del despacho de firmas de boletos y afines. A las 20 41, mientras el martillero leía el contrato, y yo, pensando en la patología nunca precisada de la señora, esperaba que al momento del pago extrajera un fajo de australes envuelto en un diario Tiempo Argentino, entró el hijo a la inmobiliaria y se quedó esperando en la recepción. Yo lo observé por un resquicio de la puerta, que no había quedado del todo abierta por razones de ventilación. Salí del privado, cerré y rogué que no se escuchara la voz de la señora mientras yo despachaba al hombre. Me dijo que quería ver la casa que tenía un cartel de la inmobiliaria. Se trataba del inmueble que a la sazón en ese momento estábamos vendiendo. Le dije, mientras mis rodillas se entrechocaban como si estuviese bailando el charlestón, que con todo gusto el día de mañana se la mostraría pero que hoy no sería posible. Se escuchó la voz, o la risa de la madre, por mejor decir, desde la oficina de junto. Me encomendé al dios de todos, ése que reparte éxitos y desgracias después de hacer girar la rueda de la fortuna. El hombre miró a la puerta del despacho y se retiró
2 Comments:
La historia es excelente, como siempre julito, pero esta frase me mató:
"Tenían aproximadamente cincuenta y cuarenta y nueve años."
Siga así, mi viejo, y todos sus sueños, inclusive el bienestar de los perritos, se le harán realidad.
Gracias R.
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