PROCOL, DANTE, TUCHO, LA SEÑOR DE IBARROLA Y YO
Fue casi un secuestro. Dante Rey me fue a buscar a mi casa, me tomó del brazo y me llevó hasta la suya, distante de la mía unas cinco cuadras, en el barrio La Providencia. En el camino me preguntó por qué no le había respondido el mail donde fijaba el día de hoy para el comienzo de los ensayos de su banda “tributo” a Procol Harum. Oportunamente me había enviado por el mismo medio la letra y los tonos para la guitarra de la canción Un perro salado del conjunto musical inglés, disuelto hace tiempo. Le comenté que había estado postrado y que apenas había podido practicar, sin mencionar que una de las dificultades que yo encontraba era que la canción, en el disco, se ejecutaba con una orquesta de cuerdas.
-Bueno, para una orquesta de cuerdas no me da el cuero –me dijo el gordo-. Bah, una orquesta ni siquiera entraría en el bulín. Pero por diez mangos ya lo resolví.
La casa, me dijo, había sido de sus padres y ahora vivía él con su esposa e hijos. Llegamos al portón del frente, lo abrimos, atravesamos la entrada y pasamos directamente al traspatio a través de un pasillo en el costado del terreno. En el fondo del lote había un cuarto con techo de chapa de zinc modelo canaleta que había sido, cuando era pibe, su habitación.
-Este bulo lo uso ahora para ensayar las canciones que me piden en las cantinas donde me contratan –me informó-. Los comensales siempre te salen con cosas distintas, cuando no es un bolero es un tango, cuando no es punk es rumba, y uno tiene que estar preparado para todo. Ayer, sin ir más lejos me pidieron algo de Sex…
-Sex Pistols.
-No, Sexteto Tango.
-Ah.
Entramos en el cuarto cuyas paredes estaban forradas de envases de cartón para estibar huevos. Las cuatro paredes se encontraban aisladas con este sistema casero, tan casero como los huevos, pero siempre efectivo. En el medio de la pieza, había una señora de aproximadamente sesenta y seis años, montada a un violonchelo de madera bruñida, con ese modo poco femenino de calzarse el instrumento. Por esa postura lasciva algunas grandes orquestas se abstienen de contar entre sus filas a violonchelistas mujeres. Digo que tendría sesenta y seis años porque yo le daba sesenta y cinco o algún que otro año más. La señora, de cabello furiosamente colorado, peinado de peluquería Silvana, casa matriz en Providencia, con interesante profusión de spray, parecía malhumorada. A su lado, un chico de no más de veinte años, ajustaba con una llave mariposa la tensión del parche del redoblante que formaba parte de su batería. Para comprobar la sonoridad justa de la tripa el muchacho le pegaba golpes secos con su palillo y eso, además de producir un ruido ensordecedor, predisponía mal a la dama que esperaba frente a un atril donde reposaba una partitura escrita a mano en una hoja de cuaderno con espirales de alambre, pero con dos orificios en su costado derecho para que, de esa forma, se las pudiera arrancar del cuaderno padre y agregar a una carpeta nodriza con anillos metálicos.
-Gordo, me estoy recuperando de una hernia -le dije como para poder salir de aquella situación en la que me encontraba, que no necesariamente era insatisfactoria, pero a la que me habían llevado sin preparación previa-.
-La viola no pesa mucho –contestó-.
Me alcanzó una guitarra eléctrica que descansaba en un apoyaguitarras eléctricas. Eso sirvió para convencerme. Verla fue volver a los diecisiete… Volver a los diecisiete, después de vivir un siglo, es como descifrar signos, sin ser sabio competente. Volver a ser de repente, tan frágil como un segundo, volver a sentir profundo como un niño frente a Dios. Eso es lo que siento yo en este instante fecundo.
-Ah, Violeta…
-¿Rivas?
-No, Parra.
-Ah.
Miré hacia arriba y el techo estaba revestido de fotos muy viejas de diversos artistas, la mayoría en blanco y negro, o en sepia, como solía trabajar la revista Radiolandia, hoy extinta, adjetivo nunca tan preciso para una publicación fenecida: ex-tinta. Las escasas imágenes en colores estaban descoloridas, lo que sugiere que estaban allí desde hacía décadas. Lo que ya no lo sugiere sino que lo afirma es la antigüedad de los protagonistas, que se corresponde con la infancia y la adolescencia del gordo Pancaldi. En un ángulo sobre la ubicación de la batería había profusión de fotografías de mujeres en traje de baño o en uniforme de vedette, con esos corpiños con armazón que realzaban el busto pero que no resistían ningún detector de metales. Seguro que debajo de esa porción del techo había sido el lugar de la cama del imberbe Dante. Pero la mayoría de los retratos eran de músicos, lo que revela la vocación temprana de mi ex compañero de bachillerato. Por ejemplo, estaba Rita…
-Rita Lee.
-No, Rita Pavone.
-Ah.
Estaba hablando de que eran fotos de muchos años atrás, Rita Pavone, Edoardo Viannello, Juan Corazón Ramón, la nueva ola, todo eso, Rita Lee es posterior. Dante me presentó a la violonchelista, señora Elida Santángelo de Ibarrola y al baterista, Tucho. Una me extendió la mano, el otro me estampó un beso. Me calcé la viola. Pancaldi dijo Un perro salado. Estacioné las yemas de los dedos correspondientes de mi mano izquierda en los trastes de la guitarra para que en ella sonara la nota re bemol quinta y esperé mi turno. La parte de piano estaba a cargo de Dante, que esperaba que termináramos de acomodarnos, parado frente a un teclado de esos que te pueden emular tanto un piano como un órgano, un clavicordio y hasta un xilofón. Pero todo mal. Y comenzó a sonar Un perro salado (A salty dog), bastante aceptable por ser la primer vez. Hasta que llegó la parte en que entra la orquesta de cuerdas, que no teníamos, pero la señora Santángelo de Ibarrola, con el concurso exclusivo de su desmesurado instrumento suplantó a cualquier filarmónica de una manera tan sublime que en un segundo me hallé impedido de seguir, la voz se me quebró igual que a Richard Dreyfuss cuando le cantaba a su hijo Beautiful boy de John Lennon en la bonita película Profesor Holland (Mr Holland’s Opus) Pero Richard pudo continuar. A mí me fue imposible porque la señora Santángelo de Ibarrola, con su insuperable interpretación de la dramática sección de cuerdas del tema de Procol Harum, doblegó mis defensas emocionales. Siempre me ocurre cuando asisto a una manifestación de arte mayor. Si hasta allí Elida me había parecido una vieja amargada y antipática, que estaba allí por cinco pesos la hora, cuando su violonchello ejecutó esa seguidilla de notas en escala ascendente, empecé a ver a una belleza joven y tolerante de piernas abiertas. Llegó la parte en que yo debía cantar could match our captain's eye… con mi inglés de profesora particular, pero la performance de la Ibarrola alcanzó alturas tan culminantes que me salía una voz de pito francamente lastimosa, producto de la emoción que no sólo me había embargado sino que ya estaba en trance de remate. Fue una experiencia que me cuesta describir, ahora mismo los dedos que teclean esta pobre crónica me tiemblan y un líquido salado y transparente expelen mis lagrimales. No puedo seguir
Desde Volver hasta fecundo corresponde a la primera parte de la letra de la canción-sirilla de Violeta Parra Volver a los diecisiete. La sirilla es una forma poético musical danzable chilena, también conocida como seguidilla.
-Bueno, para una orquesta de cuerdas no me da el cuero –me dijo el gordo-. Bah, una orquesta ni siquiera entraría en el bulín. Pero por diez mangos ya lo resolví.
La casa, me dijo, había sido de sus padres y ahora vivía él con su esposa e hijos. Llegamos al portón del frente, lo abrimos, atravesamos la entrada y pasamos directamente al traspatio a través de un pasillo en el costado del terreno. En el fondo del lote había un cuarto con techo de chapa de zinc modelo canaleta que había sido, cuando era pibe, su habitación.
-Este bulo lo uso ahora para ensayar las canciones que me piden en las cantinas donde me contratan –me informó-. Los comensales siempre te salen con cosas distintas, cuando no es un bolero es un tango, cuando no es punk es rumba, y uno tiene que estar preparado para todo. Ayer, sin ir más lejos me pidieron algo de Sex…
-Sex Pistols.
-No, Sexteto Tango.
-Ah.
Entramos en el cuarto cuyas paredes estaban forradas de envases de cartón para estibar huevos. Las cuatro paredes se encontraban aisladas con este sistema casero, tan casero como los huevos, pero siempre efectivo. En el medio de la pieza, había una señora de aproximadamente sesenta y seis años, montada a un violonchelo de madera bruñida, con ese modo poco femenino de calzarse el instrumento. Por esa postura lasciva algunas grandes orquestas se abstienen de contar entre sus filas a violonchelistas mujeres. Digo que tendría sesenta y seis años porque yo le daba sesenta y cinco o algún que otro año más. La señora, de cabello furiosamente colorado, peinado de peluquería Silvana, casa matriz en Providencia, con interesante profusión de spray, parecía malhumorada. A su lado, un chico de no más de veinte años, ajustaba con una llave mariposa la tensión del parche del redoblante que formaba parte de su batería. Para comprobar la sonoridad justa de la tripa el muchacho le pegaba golpes secos con su palillo y eso, además de producir un ruido ensordecedor, predisponía mal a la dama que esperaba frente a un atril donde reposaba una partitura escrita a mano en una hoja de cuaderno con espirales de alambre, pero con dos orificios en su costado derecho para que, de esa forma, se las pudiera arrancar del cuaderno padre y agregar a una carpeta nodriza con anillos metálicos.
-Gordo, me estoy recuperando de una hernia -le dije como para poder salir de aquella situación en la que me encontraba, que no necesariamente era insatisfactoria, pero a la que me habían llevado sin preparación previa-.
-La viola no pesa mucho –contestó-.
Me alcanzó una guitarra eléctrica que descansaba en un apoyaguitarras eléctricas. Eso sirvió para convencerme. Verla fue volver a los diecisiete… Volver a los diecisiete, después de vivir un siglo, es como descifrar signos, sin ser sabio competente. Volver a ser de repente, tan frágil como un segundo, volver a sentir profundo como un niño frente a Dios. Eso es lo que siento yo en este instante fecundo.
-Ah, Violeta…
-¿Rivas?
-No, Parra.
-Ah.
Miré hacia arriba y el techo estaba revestido de fotos muy viejas de diversos artistas, la mayoría en blanco y negro, o en sepia, como solía trabajar la revista Radiolandia, hoy extinta, adjetivo nunca tan preciso para una publicación fenecida: ex-tinta. Las escasas imágenes en colores estaban descoloridas, lo que sugiere que estaban allí desde hacía décadas. Lo que ya no lo sugiere sino que lo afirma es la antigüedad de los protagonistas, que se corresponde con la infancia y la adolescencia del gordo Pancaldi. En un ángulo sobre la ubicación de la batería había profusión de fotografías de mujeres en traje de baño o en uniforme de vedette, con esos corpiños con armazón que realzaban el busto pero que no resistían ningún detector de metales. Seguro que debajo de esa porción del techo había sido el lugar de la cama del imberbe Dante. Pero la mayoría de los retratos eran de músicos, lo que revela la vocación temprana de mi ex compañero de bachillerato. Por ejemplo, estaba Rita…
-Rita Lee.
-No, Rita Pavone.
-Ah.
Estaba hablando de que eran fotos de muchos años atrás, Rita Pavone, Edoardo Viannello, Juan Corazón Ramón, la nueva ola, todo eso, Rita Lee es posterior. Dante me presentó a la violonchelista, señora Elida Santángelo de Ibarrola y al baterista, Tucho. Una me extendió la mano, el otro me estampó un beso. Me calcé la viola. Pancaldi dijo Un perro salado. Estacioné las yemas de los dedos correspondientes de mi mano izquierda en los trastes de la guitarra para que en ella sonara la nota re bemol quinta y esperé mi turno. La parte de piano estaba a cargo de Dante, que esperaba que termináramos de acomodarnos, parado frente a un teclado de esos que te pueden emular tanto un piano como un órgano, un clavicordio y hasta un xilofón. Pero todo mal. Y comenzó a sonar Un perro salado (A salty dog), bastante aceptable por ser la primer vez. Hasta que llegó la parte en que entra la orquesta de cuerdas, que no teníamos, pero la señora Santángelo de Ibarrola, con el concurso exclusivo de su desmesurado instrumento suplantó a cualquier filarmónica de una manera tan sublime que en un segundo me hallé impedido de seguir, la voz se me quebró igual que a Richard Dreyfuss cuando le cantaba a su hijo Beautiful boy de John Lennon en la bonita película Profesor Holland (Mr Holland’s Opus) Pero Richard pudo continuar. A mí me fue imposible porque la señora Santángelo de Ibarrola, con su insuperable interpretación de la dramática sección de cuerdas del tema de Procol Harum, doblegó mis defensas emocionales. Siempre me ocurre cuando asisto a una manifestación de arte mayor. Si hasta allí Elida me había parecido una vieja amargada y antipática, que estaba allí por cinco pesos la hora, cuando su violonchello ejecutó esa seguidilla de notas en escala ascendente, empecé a ver a una belleza joven y tolerante de piernas abiertas. Llegó la parte en que yo debía cantar could match our captain's eye… con mi inglés de profesora particular, pero la performance de la Ibarrola alcanzó alturas tan culminantes que me salía una voz de pito francamente lastimosa, producto de la emoción que no sólo me había embargado sino que ya estaba en trance de remate. Fue una experiencia que me cuesta describir, ahora mismo los dedos que teclean esta pobre crónica me tiemblan y un líquido salado y transparente expelen mis lagrimales. No puedo seguir
Desde Volver hasta fecundo corresponde a la primera parte de la letra de la canción-sirilla de Violeta Parra Volver a los diecisiete. La sirilla es una forma poético musical danzable chilena, también conocida como seguidilla.
10 Comments:
avisenme cuando ensayen A whiter shade of pale, que tengo un farfisa en el altillo.
¿qué es un farfisa? capaz que tengo uno y no lo sé!
Ya estás Eduardo, andá sacándole el polvo y practicá mucho que la parte del órgano es complicada.
Condesa: un Farfisa es una marca de órganos muy famosa cuando éramos purretes y formábamos conjuntos de música progresiva, como se llamaba en la prehistoria.
Candoroso el comentario de la countess. A mí Procol Harum siempre me aburrió pero esa canción, la de la shade of pale, me parece buenísima.
Julito, el violoncelo es un instrumento apátrida y contrario a nuestra civilización occidental y cristiana. Si se fija bien, hay una alta proporción de mujeres que tocan ese instrumento, al menos de las conocidas. Lo que pasa es que desde los comienzos del aprendizaje ya se augura lujuria total: el teacher le dice a la alumna que para aprender a tocar el violoncelo lo primero que tiene que hacer, precisamente, es abrirse de piernas.
Julito, Roedor: ustedes son mi libro gordo de Petete. Gracias por la info pero ya saben que soy una niña piadosa y el único órgano que conozco es el de la iglesia. Bah... alguno que otro también, pero sin nombre conocido (para uds.).
Ah...y no tengo un farfisa. Ahora me quedo más tranquila.
la sra esa del violencello, suena como toda la Sinfónica de Edmonton?
yo tambien quería ir a el ensayo pero no creo que entremos.
que tema recurrente el de la iglesia no?
Si hacemos lugar entramos todos. Eduardo, la señora "esa" se llama Elida Santángelo de Ibarrola.
"Musica Progresiva" suena lindo... jajajaja
Julio, tendría que elaborar (con algunos colaboradores como bony y roedor) una lista de grupos / discos / canciones recomendados.
El Top 20 de la musica progresiva; no es un chiste; ciertamente tengo la impresion que hay muchisima musica que no hemos conocido y que nos vendría bien escuchar.
excelente idea, Luigi: propongo darle la iniciativa a Bonito Lunch que tiene un blog en donde a menudo propone encuestas y se pone muy interesante.
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