martes, agosto 22, 2006

NO ACABA LA SERIE DE FRACASOS

Le pedí la motito a mi amigo Ricardo en el vestuario mientras nos quitábamos la ropa de calle. El ya estaba enterado de que yo estaba trabajando en la pizzería La Muzza Inspiradora y que mi herramienta de trabajo había quedado averiada después de un accidente.
-Te la presto, pero vení a buscarla hoy porque mañana me voy a Croacia.
Y seguimos cambiándonos porque el partido estaba por comenzar.
Ahora imaginemos la música de una marcha militar estadounidense, por ejemplo Semper Fidelis, mientras comienzan a llegar los jugadores al campo de juego. Apelo a la imagen de la marcha puesto que para la edad de estos players , que ahora dan pequeños saltitos mientras flamean sus abdómenes, ese es el marco musical que corresponde. En los cincuentas y sesentas los programas deportivos en general y las transmisiones futbolísticas en particular comenzaban con marchas estadounidenses como Semper Fidelis o Stars and stripes. Desde hace más de veinte años la música que caracteriza al fútbol es una composición del músico griego Vangelis que constituye la banda musical de la película Blade Runner protagonizada por Harrison Ford. Este dato me lo pasó mi hijo Matías, que es un avanzado estudiante de la carrera de cine. Ahora bien, no digo que uno sienta en su interior esa música cuando sale a la cancha pero casi. Aun a la edad de cincuenta y más, en algún segmento de su participación futbolística, contando desde que se mete en el vestuario para cambiarse y ponerse los cortos, hasta que salta al field y ensaya esos movimientos un poco ridículos que llevan la intención de evitar los problemas musculares, el futbolista amateur, en algún momento de su desempeño siente que es un jugador de verdad, me refiero a uno de esos que aparecen en la televisión o en los estadios y, aun sin quererlo, copiará muchas de las conductas y las frases que la cultura de la transmisión televisiva tiene para ofrecer.
Es justo decir que dos o tres muchachos de mi equipo conservan un cuerpo bastante aproximado al de la edad juvenil. Es el caso de Constancio Marcelletti, cincuenta años, canoso. Pocos kilos más que cuando era joven pero con el organismo malogrado por cincuenta cigarrillos diarios. Con todo, su porte lo hace parecer a un deportista. Los demás cargamos como podemos nuestras prominencias y cada uno trata de entrar en calor sin fatigarse prematuramente. Hay que señalar que nuestros partidos no despiertan ningún interés debido a nuestra ubicación en la tabla de posiciones y la manera horrible que tenemos de jugar. Nadie nos ve, ni nuestros hijos, ya adolescentes o en camino a la adultez, a los que les cuesta bastante tener que vernos en la vida diaria, cómo no se van a resistir a ser testigos de nuestros esforzados y estériles despliegues. Ahora nosotros saltábamos y movíamos los brazos de arriba abajo hasta que llegó el preparador físico y nos indicó una rutina de precalentamiento que a muchos nos diezmaba las escasas energías que guardábamos para la brega. El team estaba con los ánimos en su nivel más bajo por una seguidilla de derrotas. No estábamos seguros de que viniera Ricardo, que había bajado bastantes puntos en la consideración de sus camaradas luego de las ofensas proferidas al peludo Rodríguez. Algunos, sin embargo, cuando lo vieron llegar con su colorido bolso, lo recibieron con señales de cariño. No me refiero a los besos, de hecho, no incluyo al ósculo entre hombres argentinos como muestra de cariño. En mi opinión, el beso, en la cultura nacional, es un saludo como cualquier otro y no significa necesariamente una muestra de afecto. De forma tal que, uno tranquilamente puede odiar a alguien e igualmente saludarlo con un lindo chuponcito en la mejilla, como fue el caso de Ricardo y el peludo Rodríguez, que tan pronto se tuvieron cerca, mientras daban una de las carreritas propias de la calistenia, se saludaron con un besito aunque sin palabras.

EL PARTIDO

Los primeros movimientos dentro de la competencia son de una torpeza que causaría vergüenza de no ser porque, como ha sido dicho, la concurrencia de público es inexistente. Ni siquiera estaban aquellos dos o tres viejitos que tienen por todo entretenimiento ir a los partidos del club. Este sábado hacía demasiado frío. Los pases eran ejecutados con la imprecisión propia de quien ha bebido o padece de serios trastornos neurológicos. La pelota se fue afuera apenas cumplidos cinco segundos del inicio de la brega. Aquellos que pasaron mal la pelota durante los primeros minutos, por ahora, recibían un contemporizador no importa no importa. Pero cuando se equivocaban más de tres veces, los no importa no importa comenzaron a escasear y nos costaba mucho ahogar esa puteada que pedía salir. Al peludo Rodríguez, como siempre, le tocó ir al banco de los suplentes a la espera de que alguien se lesionara, se ahogara o se muriera. Eludí de contar el desgraciado momento previo en que, enterado que fue de su momentánea exclusión del equipo titular, ensayó un escandalete con ribetes de niña malcriada que fue recibido por el director técnico Máximo Rolón como si se le hubiese posado una mosca sobre su saco de cuero, esto es, que no le hizo ni mucha ni poca mella. Tampoco faltaban en el banco los que, con el afán de ganarse la simpatía de Rodríguez, actuaban una sorpresa por la, abro comillas, injusta, cierro comillas, exclusión.
-Cómo te sacan a vos, peludo, hoy que necesitamos hacer goles –dijo uno que se hacía el compungido y cebaba mate-.
-Pst –contestó el peludo con modestia-.
Entretanto el partido continuaba y nuestro equipo no lograba dar pases, que es el abecé del soccer. Obsérvese que digo no lograba dar pases y no no lograba dar dos pases. Dos pases para nuestro equipo es una quimera. Algunos no los daban porque no les interesaba ese asunto de pasarle la pelota al compañero, quizás porque en algún rincón de su juventud, el egoísta poseería algo de habilidad para la finta y la gambeta, hoy irremisiblemente perdidas. De modo que intentaba sortear a los adversarios sin reparar que resultaba más sencillo entregársela a ese compañero que estaba tan cerca, dispuesto a recibirla y desprenderse de ella o, en todo caso, a perderla pero con la intención honesta de darle buen destino. No hubiese correspondido, eso sí, que me la diera a mí porque, si bien mi adversario más próximo estaba a dos metros, el lapso desde que yo la recibiera hasta que la pasara era suficiente para que me la quitaran a causa de mi lentitud mental para decidir qué hacer. Pero ahí estaba Ricardo, el mejor, el más hábil, el que acreditaba superior estado físico, a despecho de sus desarreglos. Mi amigo Riqui Ditro estaba siempre a la espera de recibir el útil, que muchas veces llegaba a él más por una circunstancia fortuita del juego que como consecuencia de un pase voluntario. Y allá lejos, más lejos todavía, nuestro goleador Constancio Marcelletti, con una sequía para convertir que ya llevaba quince partidos. Son demasiados, hay que reconocerlo. Un goleador que durante quince juegos no convierte no merece ser llamado más goleador. Es como la mujer que al amor no se asoma, que, bien sabido lo tenemos, no merece llamarse mujer. Ahora yo pregunto: ¿ante otra jornada impotente, era pertinente sacar del partido a Marcelletti para ponerlo al peludo? Con un resultado de tres goles en contra poco es lo que se puede intentar para revertir situación tan dificultosa. Más tarde el peludo diría que lo mandaron al muere. Necio. El equipo ya está muerto y espera pacientemente la cristiana sepultura. De cualquier modo, Rodríguez tuvo su situación propicia cuando Ricardo dejó atrás al marcador de punta y el golero contrario salió apresurada y equivocadamente del arco. De tal forma que, cuando Riqui envió el centro débil, a ras de suelo, bien débil porque pateó mordido y este concepto sólo un futbolero lo entiende, la redonda le llegó al peludo que esperaba en la posición de nueve pisando el manchón donde se ejecutan los penales, solo porque los otros defensores se encontraban lejísimos, nadie sabe por qué aunque parte de la explicación es que un hombre de cincuenta años corriendo siempre llega tarde a todas partes. Pues bien, solo y su alma, el peludo Rodríguez le pegó más arriba del alambrado que divide la cancha grande de la cancha chica, un tejido de más de cuatro metros. El balón terminó en un partido de otro campeonato, como si fuera un intruso. El reemplazante de Marcelletti volvía a perderse un gol imposible como dos sábados atrás. Y de nuevo el recuerdo del gol perdido por el jugador español Julio Cardeñosa contra Brasil durante el mundial del 78. No lo describiré aquí pero, al igual que nuestro peludo, el jugador de la selección que dirigía Ladislao Kubala, falló un gol a puerta vacía tras trompicarse (al decir de un diario español) Pero el peludo ni siquiera tienen el atenuante de haberse trompicado. Luego la selección ibérica quedó eliminada debido a la racañería goleadora y su juego apático.
Ya en el vestuario, con el resultado sentenciado de 0 a 3, dio la casualidad de que Ricardo Ditro y el peludo Rodríguez quedaran uno junto al otro, sentados en el banco mientras se quitaban medias y vendas. Mi amigo Riqui, sorprendentemente, mostraba un rostro simpático y dulce. Le dijo al peludo con una voz amable y casi tierna.
-Voz, peludo, tendrías que probar de jugar como lanzador.
-¿Te parece?
-Yo creo que sí. Si sos un vómito...
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