¿DEBE UN EQUIPO DE FUTBOL ADMITIR EN SU SENO A UN TRONCO?
Antes de que se me planteen objeciones del orden de che, eso de tronco está de más, acá no hay ningún maradona, que yo sepa, no discriminemos, cambiaré lo de “tronco” por “futbolista con capacidades diferentes”. Debo admitir que en mi equipo la mayoría somos troncos. Pero hoy no quiero hablar de un tronco cualquiera sino de uno carcomido por el temible bicho taladro.
Tengo un amigo que se llama Ricardo. Un tipazo. Nos conocemos desde que éramos unos purretes. Hicimos juntos la primaria, la secundaria, la universidad y también compartimos un curso de piano. Ahora somos compañeros en el equipo de fútbol del club del barrio Providencia. La categoría se llama senior-mayores. Para ser más claros, se trata de jugadores que promedian la cincuentena. Pregerontes sería la denominación correcta. Ricardo tiene mi misma edad, 53, gran jugador, un enganche clásico. Diez diez. Buen panorama. Pegada precisa. Zurdo neto. No siempre puede jugar los partidos a causa de las obligaciones de su trabajo. Viaja mucho como enviado de una publicación internacional dedicada a clasificar y calificar a los restaurantes de todas partes del mundo. Ya hace un mes que está en el país y por eso pudo jugar el último partido y estaría en condiciones de jugar este sábado. Pero no quiere. Se niega. No por el equipo, o mejor dicho, por el equipo y por uno o dos odios concretos, en especial contra el peludo Rodríguez, un jugador con capacidades diferentes, tanto como deportista cuanto como persona, que por su condición de eficaz demagogo no es mayormente detestado sino por una minoría que goza de un sentido especial que le permite distinguir al bueno del agradable que parece bueno, pero que no lo es. Pensemos en Simón el agradable (Simon, the likeable), entrañable personaje de El Super Agente 86. Este Simón era una persona simpática y adorable, pero detrás de esa máscara primorosa se escondía un importante agente de Kaos. Y al decir Kaos resumo toda la maldad posible. El eje del mal en ritmo a go-go.
El peludo Rodríguez, para mi y para dos o tres más, entre ellos mi amigo Ricardo, es una persona que esconde una ruindad que no se atisba a simple vista. Pero lo que más nos molesta es que sea tan incompetente como jugador de fútbol. Al no compartir con él intereses de ninguna índole, sus defectos a nivel humano casi que los pasamos por alto.
El peludo pretende ser un centrodelantero pero no recuerdo que hubiese hecho un gol en los últimos ocho meses. Su autoestima es tan elevada que nunca deja de reclamar un lugar en el equipo titular y se enfurruña con el director técnico por lo poco y nada que juega. ¡Ni un minuto debería estar en la cancha! Puede parecer exagerado pero pocas veces vi a un jugador con tan mal pie. Pregúntenle a mi amigo Ricardo, cualquier cosa. En el último partido se perdió un gol tan imposible que en el banco de suplentes del equipo contrario se rieron como si acabaran de presenciar un sketch de los cómicos más graciosos, por ejemplo, Triky y Willy. Algunos llegaron a caerse al piso y se tomaban el estómago, sacudidos por violentos espasmos de carcajada. Ese es el peludo Rodríguez. Por ello es que no debería culpar a mi amigo Riqui si planta bandera y no juega más mientras él se encuentre entre los convocados.
Hace unos días se reunió el equipo para comer un asado con el fin de estrechar relaciones y reforzar la moral tan necesaria para sobrellevar la sucesión de derrotas que hoy persiste. Ricardo no quiso ir. Le insistí. No daba el brazo a torcer. Le dije está bien, andate a la mierda. Y aceptó.
-Ok –dijo-, voy al asado pero no al partido.
-¿Ah sí? ¿y qué le vas a decir al técnico? ¿Te vas a animar a blanquearle que no vas porque lo odiás al peludo?
-Claro que sí, después de todo no es ningún crimen no querer jugar al lado de un hijo de puta, futbolísticamente hablando. Yo juego con quien se me cantan las pelotas. Si quiero jugar con un tronco voy al club los domingos a la mañana, que juegan todas las momias del barrio, pero como no es por los puntos uno no se puede enojar, que igual me enojo, pero lo menos posible. Lo que no puedo resistir es tener que ir, un decir, hasta Valentín Alsina. Una hora de ida y una hora de vuelta, cambiarme en un vestuario de mierda, más chico que una cabina de teléfono y mientras me cambio, escuchar las boludeces del peludo, y sus berrinches cuando queda fuera del equipo. Ponele que después, de lástima, lo ponen. En el caso extremo de que el que tenga que salir soy yo, bueno, ahí sí ya me pongo de la nuca. No digo nada pero lo mataría al técnico de una patada. Mirá, Julito, yo ya tengo cincuenta y tres pirulos, vos sabés, porque somos los dos del 53, que después de los cincuenta la paciencia se debilita y cae. Nosotros, amigo mío hemos compartido muchas canchas, nos hemos cansado de jugar contra equipos mejores, más jóvenes, mejor preparados. Pero nunca hemos tenido como compañeros a tipos que no tienen idea de lo que es jugar a la pelota. ¿Quién nos obliga a tener que estar dentro de un plantel que tiene a un tipo así? Nadie. Nadie, por Dios, nadie. Y menos a nuestra edad en que ya estamos de vuelta de todo. Así que yo doy las hurras y se van todos a la concha de su madre.
-Estás loco –aduje-. En mitad del campeonato no te podés borrar.
-¿Y quién me lo impide? La única posibilidad de que vuelva al equipo es que él se vaya para siempre. Que abandone el fútbol. Si lo decide, te juro que yo me encargo de organizar el partido homenaje.
-Si le planteás eso al técnico...
-¿Lo del partido homenaje?
-No, boludo, lo de que te vas si él sigue en el equipo. No te va a dar bola y vas a quedar como una mala persona, mal compañero, un cerdo.
-Yo no pienso plantear nada. Sólo tengo la ilusión de que algún día se canse de entrar tan poco y se vaya a la mierda. Decí que el técnico tampoco se lo banca demasiado que sino, como es el peludo, tan adulador y chupamedias, jugaría los partidos enteros. Basta, me cansé de hablar de ése. No es tema.
El asado fue organizado por el concesionario del buffet del club de Providencia. Consistía en carne de vaca a la parrilla, chorizos y un vino entre mediocre y malo, que como todo vino, aclara las mentes al principio y después te pide lo que antes te brindó, con más un interés.
Como en toda reunión masculina de camaradería, los integrantes del equipo se tocaron, se abrazaron, se juraron eterno cariño, todo mechado con bromas sencillas y grotescas. Cerca de la medianoche llegó la fatiga propia de cualquier hombre que haya nacido durante la segunda presidencia de Perón y comenzó el desbande. La mayoría de los muchachos se levantó de la mesa y caminó hacia la salida con paso casi seguro.
Antes de despedirse algunos se trenzaron en una discusión sobre la mejor manera de encarar el siguiente partido. Mi amigo Ricardo, que estaba ebrio, dijo que nos iban a cagar a goles por la sencilla razón de que somos horribles. Si bien es una verdad difícil de rebatir, suena chocante cuando es tan limpiamente proferida. Bueno, decían algunos, tan malos no somos, acordate cuando le ganamos a..., y decía el nombre de algún contendiente inferior.
-Qué casualidad. No jugó el peludo –dijo Ricardo maliciosamente-.
El peludo, que conversaba con otros compañeros en la otra punta de la mesa, alcanzó a escuchar el comentario pero hizo caso omiso. Hubiese quedado allí de no ser por la insistencia de Ricardo. Alguien le dijo “bueno” en forma contemporizadora.
-Bueno, las pelotas –dijo Ricardo-. Es un tronco y cuando él está en el equipo jugamos con uno menos, todos lo sabemos pero nadie dice nada. Ahora, explíquenme, quién dice que tenemos que jugar al lado de un tipo tan impresentable. A mí, por lo menos, nadie me obliga. Pero no voy a hacer nada para que se vaya. Me voy yo y chau. Servime más vino.
Casi imposible continuar una velada que había quedado herida de muerte. El peludo se levantó de su silla, salió del buffet y a los dos segundos volvió a entrar portando la funda de una guitarra. Durante su breve ausencia me pasó por la cabeza que hubiese ido a buscar un bufoso para asesinar a Ricardo. Pero ahora bien podía ser una ametralladora. No era para tanto pero la mayoría creyó que continuaría por la fuerza el pleito que había iniciado Ricardo con sus dichos injustificados, agresivos y propios de alguien sin códigos, según el parecer del noventa y tres por ciento del plantel. El peludo Rodríguez volvió a sentarse, desenfundó la guitarra, que guardaba en el estuche negro afelpado y se la acomodó según las reglas del arte. Luego comenzó a templarla, tarea que le insumió unos pocos segundos. Mi amigo Riqui permanecía en una punta de la mesa, en completa soledad y sin levantar la vista de los desechos parrilleros, ese cuero de morcilla, qué cosa más asquerosa. Cualquiera diría que mi amigo estaba avergonzado. Y también que estaba tan borracho que no tenía fuerzas ni para disciplinar su cráneo. El peludo dispuso los dedos de la mano izquierda en diferentes lugares de la parte alargada del instrumento, cerquita de donde estaban las clavijas. Con la mano derecha comenzó a rascar el sexteto de cuerdas. Luego de una pequeña introducción punteada, entonó una canción de Perry Como llamada Magic Moments, cuyo significado en castellano es Momentos Mágicos, que comenzaba, antes de la letra propiamente dicha, con un tarareo bastante tonto, algo así como bobobobom, bobobobom. Los comensales supieron apreciar la entonación y la ejecución del peludo, que cuando finalizó la obra parecía tener los ojos brillosos. Muchos se emocionaron junto a él y Rodríguez explicó el porqué del propio lagrimear:
-Esta canción es de Perry Como, me la cantaba papá cuando yo era muy pero muy chiquito...
El peludo sentimental alargaba las ies griegas lo que teñía su discurso de un tono más propio de Julieta Magaña contando un cuento para los pibes que la confesión de un cincuentón. A mí me despertaba un poco de indignación, qué no sentiría en ese momento Ricardo, que sólo tenía ganas de odiar. Pero se lo veía agotado y sin más capacidad para la lucha, además era consciente de que ahora todos los votos iban para su enemigo, que moqueaba en la otra punta como un verdadero pavote. Yo tampoco estaba del lado del artista, que tenía cautivo a su auditorio, todos babosos pidiendo zambas, chacareras y aun tangos.
-Este tango es muy bonito, se llama Naranjo en Flor... –introdujo el peludo antes de pasar a la segunda pieza-.
Ricardo y yo aprovechamos nuestro eclipse para hacer un mutis sin saludar, previo dejar el dinero de nuestras consumiciones en manos del técnico que tomó los billetes sin quitar la vista del cantor.
-Nunca escuché una canción más pelotuda -dijo Ricardo mientras nos subíamos a mi auto-. ¡Popopopom, popopopom! Yo no me siento muy bien pero es lo más ridículo que escuché en meses. Y todos los boludos embelesados, me daban vergüenza ajena.
Lo dejé en su casa, y antes de darme el beso de las buenas noches, me prometió que hoy venía a jugar.
Antes de que se me planteen objeciones del orden de che, eso de tronco está de más, acá no hay ningún maradona, que yo sepa, no discriminemos, cambiaré lo de “tronco” por “futbolista con capacidades diferentes”. Debo admitir que en mi equipo la mayoría somos troncos. Pero hoy no quiero hablar de un tronco cualquiera sino de uno carcomido por el temible bicho taladro.
Tengo un amigo que se llama Ricardo. Un tipazo. Nos conocemos desde que éramos unos purretes. Hicimos juntos la primaria, la secundaria, la universidad y también compartimos un curso de piano. Ahora somos compañeros en el equipo de fútbol del club del barrio Providencia. La categoría se llama senior-mayores. Para ser más claros, se trata de jugadores que promedian la cincuentena. Pregerontes sería la denominación correcta. Ricardo tiene mi misma edad, 53, gran jugador, un enganche clásico. Diez diez. Buen panorama. Pegada precisa. Zurdo neto. No siempre puede jugar los partidos a causa de las obligaciones de su trabajo. Viaja mucho como enviado de una publicación internacional dedicada a clasificar y calificar a los restaurantes de todas partes del mundo. Ya hace un mes que está en el país y por eso pudo jugar el último partido y estaría en condiciones de jugar este sábado. Pero no quiere. Se niega. No por el equipo, o mejor dicho, por el equipo y por uno o dos odios concretos, en especial contra el peludo Rodríguez, un jugador con capacidades diferentes, tanto como deportista cuanto como persona, que por su condición de eficaz demagogo no es mayormente detestado sino por una minoría que goza de un sentido especial que le permite distinguir al bueno del agradable que parece bueno, pero que no lo es. Pensemos en Simón el agradable (Simon, the likeable), entrañable personaje de El Super Agente 86. Este Simón era una persona simpática y adorable, pero detrás de esa máscara primorosa se escondía un importante agente de Kaos. Y al decir Kaos resumo toda la maldad posible. El eje del mal en ritmo a go-go.
El peludo Rodríguez, para mi y para dos o tres más, entre ellos mi amigo Ricardo, es una persona que esconde una ruindad que no se atisba a simple vista. Pero lo que más nos molesta es que sea tan incompetente como jugador de fútbol. Al no compartir con él intereses de ninguna índole, sus defectos a nivel humano casi que los pasamos por alto.
El peludo pretende ser un centrodelantero pero no recuerdo que hubiese hecho un gol en los últimos ocho meses. Su autoestima es tan elevada que nunca deja de reclamar un lugar en el equipo titular y se enfurruña con el director técnico por lo poco y nada que juega. ¡Ni un minuto debería estar en la cancha! Puede parecer exagerado pero pocas veces vi a un jugador con tan mal pie. Pregúntenle a mi amigo Ricardo, cualquier cosa. En el último partido se perdió un gol tan imposible que en el banco de suplentes del equipo contrario se rieron como si acabaran de presenciar un sketch de los cómicos más graciosos, por ejemplo, Triky y Willy. Algunos llegaron a caerse al piso y se tomaban el estómago, sacudidos por violentos espasmos de carcajada. Ese es el peludo Rodríguez. Por ello es que no debería culpar a mi amigo Riqui si planta bandera y no juega más mientras él se encuentre entre los convocados.
Hace unos días se reunió el equipo para comer un asado con el fin de estrechar relaciones y reforzar la moral tan necesaria para sobrellevar la sucesión de derrotas que hoy persiste. Ricardo no quiso ir. Le insistí. No daba el brazo a torcer. Le dije está bien, andate a la mierda. Y aceptó.
-Ok –dijo-, voy al asado pero no al partido.
-¿Ah sí? ¿y qué le vas a decir al técnico? ¿Te vas a animar a blanquearle que no vas porque lo odiás al peludo?
-Claro que sí, después de todo no es ningún crimen no querer jugar al lado de un hijo de puta, futbolísticamente hablando. Yo juego con quien se me cantan las pelotas. Si quiero jugar con un tronco voy al club los domingos a la mañana, que juegan todas las momias del barrio, pero como no es por los puntos uno no se puede enojar, que igual me enojo, pero lo menos posible. Lo que no puedo resistir es tener que ir, un decir, hasta Valentín Alsina. Una hora de ida y una hora de vuelta, cambiarme en un vestuario de mierda, más chico que una cabina de teléfono y mientras me cambio, escuchar las boludeces del peludo, y sus berrinches cuando queda fuera del equipo. Ponele que después, de lástima, lo ponen. En el caso extremo de que el que tenga que salir soy yo, bueno, ahí sí ya me pongo de la nuca. No digo nada pero lo mataría al técnico de una patada. Mirá, Julito, yo ya tengo cincuenta y tres pirulos, vos sabés, porque somos los dos del 53, que después de los cincuenta la paciencia se debilita y cae. Nosotros, amigo mío hemos compartido muchas canchas, nos hemos cansado de jugar contra equipos mejores, más jóvenes, mejor preparados. Pero nunca hemos tenido como compañeros a tipos que no tienen idea de lo que es jugar a la pelota. ¿Quién nos obliga a tener que estar dentro de un plantel que tiene a un tipo así? Nadie. Nadie, por Dios, nadie. Y menos a nuestra edad en que ya estamos de vuelta de todo. Así que yo doy las hurras y se van todos a la concha de su madre.
-Estás loco –aduje-. En mitad del campeonato no te podés borrar.
-¿Y quién me lo impide? La única posibilidad de que vuelva al equipo es que él se vaya para siempre. Que abandone el fútbol. Si lo decide, te juro que yo me encargo de organizar el partido homenaje.
-Si le planteás eso al técnico...
-¿Lo del partido homenaje?
-No, boludo, lo de que te vas si él sigue en el equipo. No te va a dar bola y vas a quedar como una mala persona, mal compañero, un cerdo.
-Yo no pienso plantear nada. Sólo tengo la ilusión de que algún día se canse de entrar tan poco y se vaya a la mierda. Decí que el técnico tampoco se lo banca demasiado que sino, como es el peludo, tan adulador y chupamedias, jugaría los partidos enteros. Basta, me cansé de hablar de ése. No es tema.
El asado fue organizado por el concesionario del buffet del club de Providencia. Consistía en carne de vaca a la parrilla, chorizos y un vino entre mediocre y malo, que como todo vino, aclara las mentes al principio y después te pide lo que antes te brindó, con más un interés.
Como en toda reunión masculina de camaradería, los integrantes del equipo se tocaron, se abrazaron, se juraron eterno cariño, todo mechado con bromas sencillas y grotescas. Cerca de la medianoche llegó la fatiga propia de cualquier hombre que haya nacido durante la segunda presidencia de Perón y comenzó el desbande. La mayoría de los muchachos se levantó de la mesa y caminó hacia la salida con paso casi seguro.
Antes de despedirse algunos se trenzaron en una discusión sobre la mejor manera de encarar el siguiente partido. Mi amigo Ricardo, que estaba ebrio, dijo que nos iban a cagar a goles por la sencilla razón de que somos horribles. Si bien es una verdad difícil de rebatir, suena chocante cuando es tan limpiamente proferida. Bueno, decían algunos, tan malos no somos, acordate cuando le ganamos a..., y decía el nombre de algún contendiente inferior.
-Qué casualidad. No jugó el peludo –dijo Ricardo maliciosamente-.
El peludo, que conversaba con otros compañeros en la otra punta de la mesa, alcanzó a escuchar el comentario pero hizo caso omiso. Hubiese quedado allí de no ser por la insistencia de Ricardo. Alguien le dijo “bueno” en forma contemporizadora.
-Bueno, las pelotas –dijo Ricardo-. Es un tronco y cuando él está en el equipo jugamos con uno menos, todos lo sabemos pero nadie dice nada. Ahora, explíquenme, quién dice que tenemos que jugar al lado de un tipo tan impresentable. A mí, por lo menos, nadie me obliga. Pero no voy a hacer nada para que se vaya. Me voy yo y chau. Servime más vino.
Casi imposible continuar una velada que había quedado herida de muerte. El peludo se levantó de su silla, salió del buffet y a los dos segundos volvió a entrar portando la funda de una guitarra. Durante su breve ausencia me pasó por la cabeza que hubiese ido a buscar un bufoso para asesinar a Ricardo. Pero ahora bien podía ser una ametralladora. No era para tanto pero la mayoría creyó que continuaría por la fuerza el pleito que había iniciado Ricardo con sus dichos injustificados, agresivos y propios de alguien sin códigos, según el parecer del noventa y tres por ciento del plantel. El peludo Rodríguez volvió a sentarse, desenfundó la guitarra, que guardaba en el estuche negro afelpado y se la acomodó según las reglas del arte. Luego comenzó a templarla, tarea que le insumió unos pocos segundos. Mi amigo Riqui permanecía en una punta de la mesa, en completa soledad y sin levantar la vista de los desechos parrilleros, ese cuero de morcilla, qué cosa más asquerosa. Cualquiera diría que mi amigo estaba avergonzado. Y también que estaba tan borracho que no tenía fuerzas ni para disciplinar su cráneo. El peludo dispuso los dedos de la mano izquierda en diferentes lugares de la parte alargada del instrumento, cerquita de donde estaban las clavijas. Con la mano derecha comenzó a rascar el sexteto de cuerdas. Luego de una pequeña introducción punteada, entonó una canción de Perry Como llamada Magic Moments, cuyo significado en castellano es Momentos Mágicos, que comenzaba, antes de la letra propiamente dicha, con un tarareo bastante tonto, algo así como bobobobom, bobobobom. Los comensales supieron apreciar la entonación y la ejecución del peludo, que cuando finalizó la obra parecía tener los ojos brillosos. Muchos se emocionaron junto a él y Rodríguez explicó el porqué del propio lagrimear:
-Esta canción es de Perry Como, me la cantaba papá cuando yo era muy pero muy chiquito...
El peludo sentimental alargaba las ies griegas lo que teñía su discurso de un tono más propio de Julieta Magaña contando un cuento para los pibes que la confesión de un cincuentón. A mí me despertaba un poco de indignación, qué no sentiría en ese momento Ricardo, que sólo tenía ganas de odiar. Pero se lo veía agotado y sin más capacidad para la lucha, además era consciente de que ahora todos los votos iban para su enemigo, que moqueaba en la otra punta como un verdadero pavote. Yo tampoco estaba del lado del artista, que tenía cautivo a su auditorio, todos babosos pidiendo zambas, chacareras y aun tangos.
-Este tango es muy bonito, se llama Naranjo en Flor... –introdujo el peludo antes de pasar a la segunda pieza-.
Ricardo y yo aprovechamos nuestro eclipse para hacer un mutis sin saludar, previo dejar el dinero de nuestras consumiciones en manos del técnico que tomó los billetes sin quitar la vista del cantor.
-Nunca escuché una canción más pelotuda -dijo Ricardo mientras nos subíamos a mi auto-. ¡Popopopom, popopopom! Yo no me siento muy bien pero es lo más ridículo que escuché en meses. Y todos los boludos embelesados, me daban vergüenza ajena.
Lo dejé en su casa, y antes de darme el beso de las buenas noches, me prometió que hoy venía a jugar.
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