viernes, agosto 11, 2006

INMOBILIARIA DE BARRIO

Intentaba comentarles a mis compañeros acerca del gol que se había perdido el peludo Rodriguez en el momento en que un tipo entró a la oficina con los ojos enrojecidos y el pelo revuelto. Arizmendis lo recibió como hace con los clientes habituales: alguna frase simpática, entradora, graciosa, un chiste malo, o que podría llegar a ser bueno si se entendiera. En este caso la frase del viejo, como le llamamos en la intimidad del plantel de ventas, no resultó ni lo uno ni lo otro ni lo de más allá. La frase fue una metida de pata hasta el fondo. Veamos.
-Che, ¿qué te pasó, te echaron de tu casa?
El hombre de los ojos rojos y el cabello savage primero dijo “sí” y después emitió un penoso lloriqueo. Tuvo que irse del local casi corriendo. El martillero público la había embocado de casualidad. En efecto, el pobre señor había sido lanzado de su hogar por la ahora ex esposa y entró a la inmobiliaria para conseguir urgente un techo donde pasar la noche. Se lo dijo al jefe una hora después cuando regresó a la oficina un poco más recompuesto y se le había quitado ese hipar que sabe venirnos cuando el llanto se nos cae de la boca mezclado con la baba. Hay diferentes formas de llorar, pero esa es patética, lo garanto. Arizmendis no sabía cómo hacer para disculparse:
-Che, José Juan, perdoname, no sabía...
-Está bien, Arizmendis, no tenés la culpa, acertaste de culo.
-Cómo me iba a imaginar que...
-Que me rajaron de casa... Ni yo lo puedo creer todavía. Cien veces le pregunté a mi jermu si no me estaba cargando. Y no. Me dio una patada y me dejó en el medio de la yeca. Necesito algo para alquilar, algo. Esta noche no tengo adónde mierda ir y no quiero volver vencido a la casita de mis viejos. Conseguime algo chico, no sé un derpa de un ambiente ¿tenés algo?
El negocio inmobiliario tiene estas cosas. El drama humano presentado como un matambre mariposa. Arismendiz y José Juan se fueron a tomar un café afuera y nosotros nos moríamos de risa con la acertada del martillero.
Cuando volvió del bar, el viejo entró en su despacho y comenzó a preparar una reunión de ventas. No hay nada más insufrible que una reunión de ventas. Nos dimos cuenta porque estaba el escritorio de su despacho completamente cubierto de papeles. Cuando ingresamos, nos repartió a los tres vendedores y a mí lo que él llama pomposamente dossiers. Lo felicité irónicamente por su acierto y volvimos a divertirnos con eso que se había parecido bastante a un paso de comedia:
-Qué pegada, martillero. Qué manera de adivinar.
-Adivinar, no.
Cada quien tenía su puñado de hojas A4 recién extraídas de la impresora y le ordenó al vendedor más joven que pidiera café por teléfono.
-Recién me decía Julio que qué manera de pegarla con José Juan cuando le pregunté si lo habían echado de casa –introdujo el anciano corredor público-.
Uno de os vendedores parecía divertido, el otro no. El tercero parecía como ausente. Antes de empezar llegó la esposa del martillero, como siempre, para pedir plata.
-Pupi, no me dejaste plata hoy. Me tuve que vestir y venir hasta acá.
-¿Cuánto necesitás?
-Cuatrocientos.
-¡Cuatrocientos!
Los tres vendedores sabían que esa plata no estaba, que era imposible que Pupi, es decir, Roberto Arizmendis, satisficiera la necesidad de su mujer. La comisión devengada por la última venta todavía no se había cobrado. Pero el martillero con un gesto de dignidad ofendida que se parecía al del coronel Cañones cuando le extendía un cheque al tarambana de su sobrino Isidoro, abrió el cajón de su escritorio y sacó cuatro papeles de cien pesos que le extendió a su mujer como al desgaire. Los vendedores quedaron sorprendidos pero brevemente. Luego se les pasó. Esa plata era un alquiler cobrado a un inquilino, que correspondía que fuese entregada al propietario del departamento arrendado. Nadie dijo nada, simulábamos leer los papeles. La señora de Arizmendis se fue sin saludar.
-Bueno, habíamos quedado en que... en qué carajo –dijo el viejo-.
Silencio desorientado.
-Ah, sí. Lo de José Juan. El episodio de José Juan. ¿Vos estabas Zuloaga?
Zuloaga es el vendedor más novel de la inmobiliaria. Siempre parece que está en otra parte.
-¿En dónde? –preguntó Zuloaga-.
-Ayer en la oficina, cuando vino José Juan.
-¿Quién es José Juan?
En el rostro del martillero latía la parte superior de un moflete.
-¡José Juan Oviedo!
-...
La cara de Zuloaga era un buscador google entre billones y billones de sitios web. Los demás seguíamos hojeando el dossier como si contuviese una información clasificada. Tuve que salir al rescate porque el viejo se estaba calentando. No le gusta que su gente no tenga puesta las pilas, como suele llamar a las lagunas mentales.
-Oviedo es un cliente de la inmobiliaria. Es un tipo que vino hoy más temprano con una jeta llorosa y el martillero le preguntó en joda si lo habían echado de la casa, por la trucha que traía y resulta que, efectivamente, la jermu lo había rajado. El pobre infeliz gritó ¡Sí! y se fue casi corriendo.
-Ah.
Zuloaga no parecía entusiasmado con la anécdota. Tampoco se puede decir que sea una gran anécdota. Nivel medio.
Ahora se venía la conferencia de Arizmendis. Eso es duro. Peroratas sobre cómo se vende, reproches cuando no se vende y euforia y chistes horribles cuando se vende.
-Bueno, de acá sacamos una enseñanza. No fue al pedo el episodio. Lean el papel –pidió el viejo-.
El paper estaba titulado “Lectura de la vista” y decía, palabra más, palabra menos lo que ahora explicaba el martillero en términos coloquiales:
-No le miré los ojos y ahí fue cuando pequé. Al verlos así brillosos tendría que haberme dado cuenta que algo le pasaba y no hubiese dicho esa estupidez de te echaron de tu casa. Fue una metida de pata. Decí que es un amigo y después le di las explicaciones que correspondían. De haber leído correctamente su mirada me hubiese dado cuenta de que ese tipo estaba sufriendo un flor de drama. Eso me pasó por no haber tenido puestas las pilas. Al próximo cliente que entre, vos (señaló a uno de los tres vendedores, que no era Zuloaga. Zuloaga se estaba quitando una brizna de su zapato de gamuza) le vas a leer la mirada y después vas a decir qué es lo que leíste, si pudiste captar su estado de ánimo, sus necesidades, sus urgencias. Pero lo vas a atender vos (y señaló a otro vendedor. Zuloaga se sacudía un polvillo de su hombro derecho) Después vamos a confrontar lo que nos cuente con lo que dice éste que leyó en la mirada.
-No entendí –dijo Zuloaga-.
-¡Nunca entendés! –exageró Arismendis-. Uno lo atiende y el otro, desde acá, para no escuchar lo que dice el cliente, le va a escrachar los ojos y después va a anotar lo que le sugiere la mirada.
Desde el despacho del martillero se escuchó que alguien había entrado a la inmobiliaria. El vendedor encargado del ejercicio asomó la cabeza y volvió a ocupar su lugar.
-Ya le leí la mirada, quiere guita.
En efecto, era un propietario que venía a buscar el dinero cobrado por sus dos departamentos alquilados.
-¿Quién es? –preguntó Arizmendis-.
-Zapiora.
-Decile que no estoy y que me llevé a ayer la plata de los alquileres por una cuestión de seguridad, para que no quede en la oficina. Si te pregunta cuando llego, decile que a la tarde.
La última parte corresponde a la conducta típica del que se hace negar cuando la plata ajena es reclamada y él previamente la mutó en propia por el mero trámite de gastarla. Zuloaga bostezaba. Yo miraba una foto que estaba debajo del vidrio que cubría el importante escritorio. Era el martillero recibiendo un diploma en el rotary.
Renuncié.






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