miércoles, agosto 16, 2006

YO FUI REPARTIDOR DE PIZZA EN MOTITO

El viernes renuncié al trabajo pero enseguida conseguí una entrevista para un empleo, que acepté sin demasiadas consideraciones aunque necesariamente tenía que ser provisorio por lo exiguo de la paga. La paga es un término que suelen utilizar los mexicanos pero me permití apropiarme de la expresión porque me gustó como la rechingada madre.
Cómo es que dejé un excelente cargo en una inmobiliaria acreditada del barrio Providencia, con sueldo, vacaciones pagas, seguro médico, ticket canasta y otras ventajas. Qué complicado se me hace justificar mi accionar ante la familia.
Reuní a mi esposa y a mi hijo. Mi esposa se asustó, mi hijo se indignó. Cuando les comuniqué que iba a comenzar a trabajar en una pizzería como repartidor o delivery boy mi esposa se asustó más, ya no sólo por la incertidumbre económica que sobrevendría sino también por sus dudas sobre el estado de mi mente. Mi hijo:
-¿Pero quién te crees que sos, viejo? ¿Lester Burnham?
Mi hijo es estudiante de cine.
-¿Quién es ése? –le pregunté-.
-Es el protagonista de American Beauty. Es un tipo de clase media como vos que entra en una crisis depresiva y se va del excelente laburo que tenía para ir a trabajar a un local de comidas rápidas.
-Yo voy a trabajar en una pizzería –le precisé a mi muchacho-.
Mi esposa, cuyo miedo crecía en intensidad, me preguntó:
-¿Y qué le vas a decir a los que te conocen de la inmobiliaria cuando llegues con tu motito a entregarles la pizza, me querés decir?
-Acá está la calabresa que pidió, o algo por el estilo. Todo va a ir según cuál haya sido el pedido.
Mi mujer se retiró hacia su dormitorio. Parecía ofendida.
-Viejo –me dijo Matías, mi muchacho-, lo tuyo se parece a una copia trucha de American Beauty.
Y se fue. No alcancé a pedirle la motito pero descontaba que no tendría inconvenientes en prestármela.
La entrevista con el dueño de la pizzería duró lo que tarda un pizzero en hacer el nudito. El hombre, ya mayor, se resistía a tomar a un cincuentón de buen ver y sin zapatillas y le pasó el tema a su señora, una hermosa morocha de piel blanquísima posiblemente por la harina que se le adheriría a la cara y los brazos mientras trabajaba en sus amasijos. La señora del pizzero no tuvo ningún prejuicio y me tomó una vez que yo acepté el pago de los cinco pesos por hora.
Comparto el reparto con un joven que tiene la edad de mi hijo y que me miró con cierta desconfianza cuando me presenté a la noche con mi moto limpia y con luces. Seleccioné de mi guardarropas lo más abrigado pero, a su vez, lo que estuviese en peor estado, lo más arratonado, en lo posible atuendos que no ostentasen marcas primermundistas, que es lo que se estila en el barrio de Providencia donde me desarrollé laboralmente, bien que en el campo de los bienes raíces. Yo no vivo en Providence sino en una barrio vecino, que se encuentra pasando las vías del ferrocarril, que se llama La Providencia, villa más añosa que Providencia y más aun que el barrio privado que se creó dentro de Providencia, y que se llama Providence. Yo soy de La Providencia, un pueblo de casas que no tienen techo a dos aguas y tejas rojas como Providencia. La diferencia más importante entre uno y otro es que La Providencia carece del servicio de cloacas que sí gozan Providencia y Providence. No sé si quedó claro pero importa poco.
En la primera noche, gélida, ominosa, muy propicia para suicidas, se cumplió el vaticinio de mi esposa. La primera entrega fue en la casa de un ex cliente de la inmobiliaria donde supe trabajar hasta el viernes último. El hombre me miró sorprendido, una vez que me reconoció, tarea que no le fue tan sencilla porque yo estaba cubierto por camperas y bufandas varias.
-Julio –me dijo el ex cliente (mi nombre, en efecto es Julio)-.
-Qué tal, Patruccio, acá le traigo su pedido. Una calabresa grande y una porción de faina.
Nos saludamos. El, acaso para no herir mi dignidad, no me dio propina. Yo ya me encontraba compenetrado con mi rol de delivery boy, o quizá correspondería llamarme delivery old man, de modo que la ausencia de gratificación monetaria me cayó francamente pésimo. Cinco pesos la hora no es una fortuna y ese pesito extra viene de perlas para engordar un poco el básico. Más tarde me daría cuenta tristemente que una propina de un peso no es lo habitual, a veces te dan cincuenta centavos y muchas otras veinticinco. Y no se les cae la cara, achalay. En el caso de la ausencia de propina en los clientes desconocidos, quise atribuir su avaricia, antes bien que a un pecado de aquellos que penan expresamente las Sagradas Escrituras a una intención de no herirme, al verme tan educado y formal. Se hacía necesario cambiar mi discurso inmobiliario por una voz, un acento, un decir un poco más campechano, lógicamente para aquellos clientes de Providencia y Providence que todavía no me conocían.
A la una de la mañana llegué a mi casa con los pies congelados, al punto que no los sentía, igual que las manos y las orejas, pero con mis diecisiete pesos honradamente ganados. Mi mujer, antes que reprocharme de nuevo por mi decisión injustificable, me preparó una sopa y me dio un beso en la cabellera escarchada. Mi hijo me dejó el devedé de Belleza Americana en la mesita del living. Después de comer, cuando todos estaban durmiendo, vi la película y encontré varias semejanzas entre mi conducta y la del personaje del extraordinario Kevin Spacey, ese Lester Burnham hastiado de su trabajo, de su jefe, de su vida, que da un giro violento en su rutina antes de que la cabeza le explote de tanto pensar sobre el sentido de la vida.
En mi contestador telefónico había un llamado del dueño de la inmobiliaria, el señor Roberto Arizmendis. Me fui a uno de los cuartos donde están mis colecciones. Cuando no me puedo dormir me gusta revisarlas y ordenarlas. Esas comunidades de objetos me regalan solaz, entretenimiento y una pausa terapéutica en la consideración de los serios problemas que enfrenta el hombre moderno.


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