lunes, septiembre 19, 2011

MALA RACHA
Lo despidieron de la compañía después de treinta años de servicio. A los cincuenta y pico le resultó imposible conseguir otro empleo. De nada sirvió su a pesar de su copiosa experiencia. Con la indemnización, más algunos ahorros que tenía, instaló juntos a su segunda esposa una carnicería en La Plata, asesorado por su segundo suegro, carnicero de profesión y por tradición. Los primeros tiempos estuvieron bien pero luego, el aumento del precio de la hacienda, que hizo imposible trasladar los costos al producto minorista, hizo que debieran cerrar. Era una carnicería de las que ahora se denominan boutique, en un barrio de gente de buenas posibilidades económicas. Pero igual naufragaron. La carnicería donaba todas las semanas unos cien kilos de huesos con carne a un refugio de perros. Este es un dato que poco tiene que ver con lo medular del relato. Lo asumo. Posteriormente compraron la franquicia de una acreditada casa de tortas en la capital. Para ello se obligaron al pago de ochenta mil pesos, capital que se financió y por el que deben desembolsar cinco mil pesos mensuales. Lo que se come toda la ganancia del negocio como si fuese un postre balcarce. Parece mentira, dice este hombre que parece vencido. Desde los treinta años siempre tuve autos cero kilómetro. Ahora tengo que andar en colectivo. No sé ni cómo es el asunto de meter la moneda en la ranura.
Después se separó de su segunda esposa, quizás por los desmanes económicos pero mucho más por la imposibilidad de continuar conviviendo con los hijos adolescentes de la señora, con quienes se llevaba pésimo en días normales. El varón se fue a vivir solo, pero la escasa reserva que atesoraba se achicaba y se vio obligado a rescindir el contrato de locación del pequeño departamento que arrendaba. Entonces se fue a vivir con una de sus hijas y el marido a un departamento que éstos ocupaban de prestado. Pero ninguna incomodidad parecía significativa con tal de convivir con su primera nieta que le dio los pocos momentos de felicidad que pudo disfrutar entre tantas desventuras. Los padres del marido de su hija gozaban de una excelente situación económica. Eran dueños de un inmenso predio en las afueras de la ciudad sobre el que habían construído tres hermosas residencias. En una de ellas vivió la joven pareja un tiempo. El padre era un importante médico, director de un hospital de la zona y además propietario de un geriátrico que funcionaba de maravillas y que día a día crecía en clientela y prestigio. Al punto que el doctor necesitó hacer una ampliación para albergar en su negocio floreciente a más humanos marchitos. Un domingo citó al hijo, que era empleado del geriátrico, para que le ayudase a limpiar el terreno donde se erigiría el nuevo pabellón del hogar de ancianos. El heredero le mencionó que trabajaría solamente hasta el mediodía porque después estaba invitado a almorzar en lo de su suegro, que a la sazón es el protagonista de nuestra historia. El padre del joven se enojó y le dio someras cuanto bruscas lecciones sobre el significado del trabajo y el sacrificio. El hijo se encolerizó y comenzó una furibunda discusión que terminó cuando el padre echó al matrimonio de la casa, que en definitiva le pertenecía. La hija de nuestro hombre estaba embarazada. Pero el insensible doctor no tuvo reparos morales para dejarlos en la calle y con toda la ropa que pudiesen cargar adentro del auto. Nunca había sido buena la relación entre padre e hijo. El médico tenía varios departamentos en Mar del plata y Villa Gesell. Un año, la joven pareja pensó en veranear en una de aquellas propiedades, y llevar al padre de la chica y su segunda esposa, ya cuando comenzaban los problemas económicos para nuestro héroe. Pero el doctor le dijo a su hijo le prestaba el departamento pero no para que lo llenara con los familiares de su nuera. No fue esta ofensa la que más furioso puso al padre de la nuera. El colmo fue cuando su consuegro sugirió que tenía serias dudas de que el ser que ahora latía en las entrañas de su nuera fuese realmente de su hijo. E incluso recomendó que le hicieran a la chica un análisis de ADN. Eso puso fuera de sí al futuro abuelo que juró que iría donde su consuegro y le metería un tiro en la frente, promesa que hasta ahora no se ha hecho realidad. Volviendo a los tiempos actuales, nuestro desgraciado relator nos refiere cómo el dinero se le escurría entre las manos al no poder generar nuevos ingresos. Un día, para no gastar tan fácilmente los últimos seis mil pesos que le quedaban, los quiso pasar a dólares. Fue al banco a realizar la operación de cambio y mientras esperaba entró una rubia tremendamente hermosa y de cuerpo perfecto. Cuando terminó la transacción, nuestro atribulado protagonista emprendió el camino de vuelta hacia el departamento de su hija con el auto de ella porque el suyo ya lo había vendido. A pocas cuadras del banco fue interceptado por una moto, en cuya parte trasera iba la rubia espectacular que evidentemente había oficiado como marcadora. Por mil quinientos dólares rasposos esa mujer, que con su belleza le podría haber hecho tanto bien al mundo, se convirtió en partícipe necesaria de un delito que en nuestro país de hecho no tiene punición. El compañero de la rubia, que conducía la moto, se bajó del rodado y con un arma de puño comenzó a pegarle de culatazos en la cabeza al pobre hombre. Al cabo de unos quince golpes cambió la metodología y retomó la golpiza pero ahora con la punta del caño. Ya caído, el damnificado comenzó a recibir patadas en todas partes del cuerpo hasta que señaló con un dedo dónde estaba la plata. Así sí lo dejaron tranquilo. Con la cabeza rota y ensangrentada y la ropa empapada de púrpura asistió a la salita de primeros auxilios que no lo pudo atender porque no disponía de los instrumentos de costura aptos para recomponer cráneos abiertos. Optó por volver al departamento de su hija. La herida cicatrizó en un tiempo razonable.
Tiempos difíciles. Qué lejos habían quedado esas vacaciones que cada verano tomaba y que ahora debió cambiar por tres miserables días en San Clemente, alojados con su mujer en un hotel de medio pelo. Qué placenteros aquellos días en la costa con la tarjeta siempre lista. Cómo no recordar esas vacaciones en San Bernardo, antes del colapso actual, a la que se acoplaron hijos, padres y amigos de los hijos hasta completar una cantidad cercana a veinte en aquel hermoso dúplex de dos dormitorios. A pesar de la incomodidad, él disfrutaba de esa comunidad apretujada donde a veces puede percibirse la quimera de la unión familiar. Que se quebrantó tan pronto, a él y a su mujer, se les hizo patente, cómo se pasaban la mayor parte de la jornada en tareas de higiene, ordenamiento de ropa y bolsos, compras, preparación de las comidas y, como es lógico, barrido de la arena que almacenan los diversos calzados. Los convidados solían quedarse en el jardincito común que estaba en el centro de un semicírculo de dúplex pegados, jugando al fútbol tenis con una red traída por uno de los más deportistas. También estaban las dos perras del matrimonio que en general se llevaban bien salvo que surgiere el principal foco de conflicto que, como ocurre con todos los pichichos, lo constituye la comida y la creencia acertada de que no alcanza para todos. Un día quedó a mano un hueso de asado y eso dio origen a una tremenda pelea que dejó despedazados a ambos animalitos. Nuestro hombre había ido a dormir una muy pequeña siesta después de ayudar a su mujer a limpiar todo después del almuerzo. Antes de que la modorra pasara a la siguiente fase escuchó el grito de las perritas en lucha. Cuando salió al parque vio a toda la familia viendo la pelea sin reaccionar. Tuvo que acudir al agua para separarlas, pero en muy mal estado. Las llevó con urgencia a una veterinaria que estaba a pocas cuadras del dúplex. Pero el veterinario dijo que no las iba a poder atender por no se sabe qué carencias, si de material o de conocimientos. Y los derivó a la veterinaria de su padre ubicada en la localidad de Mar de Ajó. Ambas perritas sobrevivieron pero hubieron de ser sometidas a delicadas intervenciones quirúrgicas. Esas vacaciones con tanta gente no siempre salen bien. Pero ahora no había vacaciones ni nada. Y la amarga conclusión de nuestro amigo de que los que antes se acercaban ahora no aparecen. Para qué sirve un desocupado de cincuenta y pico. Pero volvamos a la casa de tortas. Que funciona porque los productos son de calidad pero no hay dividendo puesto que primero hay que pagar la cuota de la franquicia. Después de cierta cantidad de días, la mercadería que no se vende se tira. Podrían donarla a alguna institución pero no es recomendable porque si hubiese algún problema bromatológico que desencadenase un desorden gástrico en alguno de los beneficiados por la donación reposteril, la responsabilidad bien podría caer sobre el negocio. Y ya eran demasiados los problemas. Para qué comprarse un problema cuando éstos se nos pegan solos. Así relata el desgracias que alguna vez tuvo casa, coche y ahora lleva barba de un día. La barba de un día, en el C.E.O. de una empresa es canchero, en un desocupado, patético. Atrás quedaron los días en aquel triplex precioso en el barrio residencial. Parque y garaje. El día de la mudanza, llegó la pareja con su perrita, y luego de descargar todos los muebles, estibaron en la vereda las cajas de cartón que habían contenido los objetos y enseres del hogar anterior. Por allí pasó un señor mayor que le pidió amablemente si podía quedarse con las cajas. Naturalmente, buen hombre, fue la respuesta de nuestro amigo. Cuando el viejo terminó de desarmar las cajas para llevárselas le agradeció calurosamente a su donante y le apoyó una mano en el hombro en señal de cortesía. La perrita, que andaba por allí, quizás celosa o malinterpretando una agresión, o bien sufriendo un stress por la mudanza al nuevo hábitat, se prendió al brazo del pobre anciano y comenzó a masticarlo y desgarrarlo. No fue sencillo desprendérselo del brazo pero al fin lo logró. El hombre de edad tenía una fea herida en su antebrazo que sangraba profusamente, pero no profirió mayores quejas. Y aceptó las disculpas del otro que le lavaba la herida bajo la canilla del lavadero. En esa vivienda la perrita tuvo otra actitud extraña cuando desgarró con sus dientes una bolsa de basura comiendo buena parte de su contenido. Una fea intoxicación obligó a que la internaran de urgencia y la operarán. Murió pocos días después. Ahora, sin casa, ni triplex ni perrita moraba en algún espacio que quedase libre en el departamento de su hija. Eso sí disfrutando de su nieta y con el perro de la pareja que parecía bastante bravo. Eso sí, a la beba la cuidaba con ternura. Eran los únicos momentos en que el voluminoso animal no gruñía. Pero sí lo hacía cuando alguien se acercaba a la pequeña. Un día salió al tendedero común del edificio una vecina muy viejita con el fin de colgar la ropa después de hacer la colada. (Nota del autor: hacer la colada, en algunos libros traducidos en España al español, significa lavar la ropa y moría de deseos por usar la expresión. En una novela de Murakami, El pájaro que da cuerda al mundo, lo usan todo el tiempo) Decía entonces que la anciana dama salió a tender la ropa después de hacer la colada. El bruto mastín se le acercó y comenzó a olisquearle la pierna. La señora, que tenía afecto por los perros, lo dejó hacer pero la bestia, en un instante de irreflexión, se prendió con su temibles dientes del débil y tierno muslo y le arrancó un pedazo significativo. La señora quedó gritando y sangrando. Fue preciso hacerle varios injertos de piel con el riesgo que conlleva en una persona de tan alta edad. Al tercer intento el injerto le prendió pero el perro fue desterrado a la casa de la madre de la chica, la primera suegra de nuestro hombre. Era un chalet amplio y con un gran terreno donde la señora mayor vivía sola. La presencia de un perro tan mal entretenido pudiere procurarle una defensa extra ante la irrupción de asaltantes o personas de mal vivir. Eso sí, el mastín no podía ser dueño y señor del lote sobre el que estaba asentado el hogar de la anciana viuda por el peligro que suponía para cualquier persona. La dama jamás hubiese podido salir a regar las petunias. Entonces ataron al perro a un extenso cordel para que así estuviera durante el día. Y a la noche lo largaban para que fuese libre en el parque nocturno y defendiese la casa de rateros y asesinos. Total, la abuela, a las siete y pico de la tarde ya se mandaba a guardar y no salía más. Ahora menos lo haría con la presencia ominosa del mortífero perrito. Y él, mientras tanto seguía desocupado. Un día se enteró de que su anterior suegra necesitaba pintar el frente de la casa, y la reja que lo rodeaba, y le habían pasado un presupuesto de siete mil pesos. El ex yerno se indignó por lo abusivo del precio y pensó: claro, se aprovechan de la pobre vieja. ¡Siete mil pesos por un frente y una reja! Finalmente se ofreció él, que no iba a tolerar que se tomaran ventaja de la que alguna vez fue su madre política. Y por sólo cuatro mil pesos arregló. Casi la mitad de lo solicitado por el profesional. Las malas rachas no duran por siempre.
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