jueves, julio 28, 2011


EL BESO
Cuando estamos de novios el beso es un componente fundamental en la relación. Después del casamiento comienza una merma que se acentúa con el paso de los años hasta casi convertirse, el ósculo, en un elemento infrecuente. Así, cuando pasamos por la relación más encantadora de la vida, que es el noviazgo, los besos se dan y se reciben por cualquier motivo o sin ninguno. Es una de besar y besar como dijo Jaime Roos en La Margarita coescrita con Mauricio Rosencof. Los primeros tiempos del matrimonio parecen una continuación del noviazgo y los besos, aun así, sufren un inevitable distanciamiento en el tiempo. Siempre hallamos cosas más interesantes que hacer. Pasados veinte años el beso puede darse al levantarse, al despedirse, al reencontrarse y al acostarse. Cuatro por día, como una medicina recetada. Y unos años después se elimina el molesto beso de la mañana, beso que nunca se estampa con ganas porque uno se levanta de malhumor y no tiene ganas de andar dando besos, esa trivialidad. Quedan tres besos por día. Incluso el del reencuentro, terminada la jornada laborable, muchas veces también se saltea porque ella está en la mesada preparando la comida y nos da la espalda para no distraerse del amasijo o de la preparación del potaje. El beso asume la forma de una estratagema para aparentar ante la sociedad que la relación no está dañada. Conozco a un hombre que siempre que se encontraba con su mujer le daba un beso en la boca, en la modalidad piquito, esto es, contacto interlabial breve. Pero, cuando en su ausencia, se refería a ella, decía “la boluda de mi esposa”. Porque la boluda de mi esposa esto, la boluda de mi esposa aquello. Y está la desgraciada historia de un buen amigo mío que relaté en otro medio y que incluyo en el anexo en bastardilla, porque viene a cuento. Bueno, listo. Creo que nada más. Les mando un beso grande.

Foto: Al Pacino le aplica il baccio de la morte al traidor de su hermano en El Padrino.


UN MATRIMONIO FELIZ
Éramos dos matrimonios que acostumbrábamos a salir juntos los sábados a la noche. Preferentemente íbamos a comer. En los restaurantes solía verse a mi amigo sentado junto a su esposa, tomados de la mano y con los dedos entrelazados sobre la mesa, al lado de los cubiertos. Y besándose por cualquier motivo. Las dos manos de él y ella siempre estaban trenzadas y posadas sobre el mantel. Excepto cuando comían porque se les hubiese complicado la maniobra del corte cárneo. Parecían una pareja feliz, pero ponían demasiado empeño en aparentarlo. Cualquier cosa era pretexto para un beso. Yo casi podía asegurar que se llevaban pésimo, si bien nunca lo exteriorizaban cuando estábamos presentes mi mujer y yo. Alguna vez, cuando con mi señora los pasamos a buscar a la casa, pudimos escuchar desde su interior tremebundos gritos e insultos. Pero cuando salían se los veía tranquilos, contentos, tomados de la mano y besándose como si recién se encontraran. Las veces que con mi amigo nos juntábamos para tomar un café a la salida de nuestros respectivos trabajos, y en las escasas ocasiones que le pregunté algo acerca de su matrimonio, me respondía pintándome un escenario de armonía y plenitud.
-La gorda es divina, la verdad que nos amamos igual que en el primer día.
Utilizaba el verbo amar que pronunciado por un hombre suena grasún, cursi, afectado, mariconoide, más propio de una novela de televisión. Eso sin contar que los machitos no solemos hacernos ese género de confesiones, ya sea por pudor, o sencillamente porque no vale la pena hablar de eso. Además me revienta cuando alguien se jacta de lo que no es ni tiene. Una noche, después de ir al cine fuimos a comer. Estábamos en el coche de mi amigo y cuando llegamos, apenas mi mujer y yo ganamos la vereda y abrimos el portal de la tratoría, escuchamos cómo se lanzaban espantosas injurias y amenazas nefandas. Coincidimos con mi señora en que, cuando entrasen en el mesón y se sentasen a la mesa, habrían de blanquear el desastre en el que se encontraba su matrimonio. Aunque más no fuera por haberse dado cuenta que habíamos sido testigos de aquella sincera manifestación de odio. Pues no. Ella entró sonriente y él también. Tomados de la mano y dándose besitos. Felices, radiantes. Pero ella había llorado. Mi mujer me lo confirmaría más tarde. Ningún maquillaje puede disimular la irritación que muestra el iris de alguien que ha llorado.
-Nada más lindo que salir a comer con la mujer de mi vida –dijo a manera de piropo o algo así, y le dio un beso en la boca con el ruido de sopapa a full.-
Vergüenza ajena en nuestros rostros. Pidieron para comer un plato en base a arroz lo que les permitió permanecer durante toda la cena con las manos entrelazadas sobre la mesa ya que el grano puede ser recogido con el tenedor y llevado directamente a la boca. Para eso basta el auxilio de una sola mano. Por cada comentario que cualesquiera de ellos hiciera, el otro lo recompensaba con un beso.
Cuando me enteré de que mi amigo había matado a su esposa no me sorprendió tanto, aunque muchos dijeran que no se lo explicaban siendo una pareja que se llevaba tan bien. Una sola vez lo fui a visitar a la cárcel. Me dijo que había sido tan feliz con su finada esposa que nunca podría volver a casarse ni siquiera a tener otra pareja. Me fui. No volví a verlo.

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