Tiene que suceder algo trascendental para que yo el domingo no vaya a jugar al fútbol con mi grupo de amigos pre-gerontes. Ahora no se me ocurre nada más trascendental, tal vez alguna aventurilla extramarital, que no es mi caso. Un ejemplo simpático: el día que le dieron el alta de la clínica a mi señora, luego del nacimiento de mi muchacho, previo al retorno al hogar, hicimos una escala con Mariana y el bebé por el field, donde un match importante reclamaba mi presencia pundonorosa. Tiernísima anécdota.
Ayer, el sol tibiecito propio del verano tardío y el otoño tempranero, o quizás no, invitaba a lanzarse a la grama y corretear sobre las últimas gotas de rocío como un ánima en pena. Yo estaba preocupado porque sabía que me encontraría con Carlos Díaz, a quien mi padre señaló en una emisora radial como individuo perdido definitivamente por el juego, no así por la francachela, porque eso no lo sabe ni le consta. En Providencia, un barrio en el que todos nos conocemos, tachar de timbero a alguien es grave. La noticia se expande como mancha de aceite Castrol y el manchado se transforma en sujeto pasivo del baldón que le lanza la sociedad en forma de miradas perspicaces y comentarios por atrás. Díaz me saludó con un beso, pero no con el clásico golpecito en el hombro, lo cual incentivó mi paranoia, mi cola de paja. Un beso sin golpecito denuncia un afecto menguado. ¿Por culpa de mi tata? Antes de contestarme me interpuse una pregunta previa: ¿por qué habría yo de hacerme cargo de su indiscreción? Muy sencillo, porque mi patrón claramente me amenazó con que si nos sacaba de la venta la mansión Díaz (que no la del millonario de Ciudad Gótica) se cercenaba sus partes nobles. Las de él, no las mías. En el momento posterior a los besuqueos y tocamientos nos cruzamos con la mirada pero él la desvió, como desvió varios tiros durante el partido. A poco caí en la cuenta, y la calma me relajó, de que su mirada no estaba destinada a mí sino a otro muchacho que se encontraba justo detrás de mi posición, casi contactando sus partes más salientes, con lo cual, la supuesta intersección de los rayos visuales de Carlos y los míos no fue tal, que los suyos estaban viajando, previo sortear mi cuerpo, para posarse en los del otro con el objeto de manifestarle algo. Al terminar el partidito amistoso, nos duchamos, nos cambiamos y, quien no se quedó en el buffet para apurar un aperitivo, partió en busca de su destino dominguero: una parrillada, una raviolada o una pizza de ayer recalentada. O lo más triste (que también termina en ada): nada. Ahí te quiero ver, un domingo al mediodía solo como un perro en cuarentena. Antes, por lo menos, estaban Los Campanelli en la televisión, uno se divertía con las gracias sin igual de un Osvaldo Canónico, de una Dorita Burgos, y se deleitaba con la belleza de esta chica preciosa de la publicidad que se faseaba un Chesterfield mientras bailaba una hermosa canción de Donald (Tiritando). La tengo en la punta de la ¡ya está!: Liliana Caldini (ver foto). Carlos, antes de retirarse del club, me dio un beso de despedida, esta vez con golpeteo de hombro. Alivio. El afecto no había sufrido menoscabo, gracias a su ignorancia. Es evidente que el hombre no sabía nada. Ahora sí podía serenarme e invitar a Ricardo Ditro y a Constancio Marceletti, dos de los escasos muchachos que representan a la minoría que no reconoce la institución de la obediencia debida marital y los domingos al mediodía hacen lo que se les canta el culo.
La casa seguirá en venta. Que la vengan a señar antes de que se pudra todo.
Ese pensar revela una especulación sobre la residencia Díaz como futura fuente de una comisión y no como el hogar donde vive un amigo en desgracia. Arizmendis estaría orgulloso de mí.
Con referencia al tema de los besos masculinos, recomiendo la lectura del inolvidable capítulo del día Martes 5 de Setiembre de 2006 titulado “¿Deben los hombres besarse entre sí?”
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