viernes, septiembre 01, 2006



EMPRESA DE REMOCIÓN DE TEJAS DESTROZADAS POR EL GRANIZO

Una vez más salí a la calle a buscar la vida, esta vez acompañado del hijo del oso Ribero, que no parecía contento por el madrugón. Detuvimos el camión junto a la primera montaña de teja molida. Me apeé, toqué el timbre de la casa, salió una señora de aproximadamente cuarenta años. Le dije:
-Buenos días señora ¿no quiere que le saque los escombros?
-¿Cuánto me cobra?
-Treinta pesitos.
-No, gracias.
-Señora, le aseguro que no es plata. Usted no se da una idea de cómo se afea su bonito frente con este montículo.
-No se lo niego, pero treinta pesos me parece una barbaridad. Mi marido me lo haría gratis si tuviese ganas.
-Bueno, le puedo hacer una rebaja. Veinte pesos y no discutamos más.
-Quince.
-Hecho.
Yo sabía que los treinta serían difíciles de conseguir en este barrio de clase media cuidadosa del dinero. Y más después de la debacle del 2001, en el que se experimentó un proceso tal de pauperización que llevó a que muchas familias tuvieran que achicar gastos en forma dramática. Por ejemplo, no pagar más el cable y engancharse. ¡Pero no es el caso de esta mina que tiene una espectacular cuatro por cuatro estacionada en el frente! Saqué la pala de la caja ubicada en la parte posterior del camión y comencé a trabajar, al principio con energía hasta que reparé en que, a ese ritmo podía caer muerto de un síncope o algo parecido. La segunda casa con escombros estaba al lado de la primera. Recuérdese que dije que el ochenta por ciento de las propiedades en Providencia habían sufrido los efectos del granizo. Creo que me quedé corto. Allí pude cerrar a veinte pesos y eso que el inmueble parecía un poco más humilde que el anterior y el coche estacionado no era una multiplicación. El negocio marchaba viento en popa pero comenzó a dolerme la cintura y me costaba un potosí agacharme. El recorrido nos llevó necesariamente por la calle L. Aufranc que es donde vive mi padre. Había teja molida en su vereda. No podía saltearlo por la simple circunstancia de que allí morara el anciano militar retirado. No hubiese sido profesional. Toqué el timbre. Salió él. Me vio vestido con mis peores ropas y ya con signos de agotamiento y suciedad. Mi pelo estaba colorado como el del colorado Strugla. Resollaba como un caballo y expectoraba con una tonalidad púrpura como si fuera un pianista tuberculoso.
-¿Qué hacés acá, hijo?
-Estoy removiendo la teja rota de las casas y vine a sacarte las que tenés acá.
-¿Y ese camión?
-Allí es donde pongo el material.
-¿Y por qué lo hacés, Julio? ¿Es alguna especie de labor comunitaria para una sociedad de fomento, o algo así?
-No, padre, es mi nuevo trabajo.
-¿Estás paleando teja con fines de lucro?
-Si, padre, pero a vos no te voy a cobrar nada.
-Vos me querés matar, no cabe la menor duda.
-No, padre. Renuncié a la pizzería.
-Vos sos ingeniero agrónomo. Te recibiste con las mejores notas. Todos los días te lo tengo que recordar. Si me hacés esto porque te acosa un viejo resentimiento que nace de la circunstancia de haber tenido un padre un poco exigente, lo puedo comprender aunque no justificar. Ahora, si lo hacés porque no querés que llegue a los ochenta y uno, entonces vas por buen camino.
-Padre, es un trabajo digno, estoy prestando un servicio que la gente realmente necesita. La municipalidad no se ocupa. Alguien tiene que ocupar los espacios que deja el estado ausente. No me podés negar que está feo Providencia con tanto escombro acumulado aquí, allá y acullá.
-Pero ese trabajo lo tiene que hacer alguno de esos vagos que cobran el plan jefas y jefes o algún desocupado borracho que necesita vino y te hace el trabajo por lo que vale un Tupungato. No vos que te criaste con una educación y un ejemplo. ¿Por qué te lo habré permitido cuando te negaste a estudiar en el colegio militar, Dios?
Paleé la teja, los restos de rubber oil y madera podrida y me fui, lamentando haber disgustado tanto a papá, que entró en la casa encorvado y casi llorando.
La recorrida por Providencia tuvo varios encuentros con gentes conocidas. Muchos de ellos, quizás porque les avergonzaba discutir el precio de mi servicio, se avinieron a pagar los treinta pesos. Pero sus rostros mostraban una infinita lástima. Y tal vez un sentimiento saludable de superioridad económica. Al mediodía habíamos logrado una ganancia neta de setecientos ochenta y cinco pesos pero tenía las manos horriblemente llagadas, el dolor de la cintura me impedía enderezarme y la tos por haber aspirado el polvo de ladrillo, se presentaba en un acceso tan violento que mi rostro estaba rojo por el esfuerzo, además de por el polvo.
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