domingo, diciembre 24, 2006


Una casa de Providencia adorna su jardín con el motivo navideño que vemos en la foto. Puede parecer muy enternecedor, pero a mí me transporta a un tiempo infeliz de mi vida que querría olvidar para siempre.





Cuando yo era apenas un pebete, que levantaba una cuarta del suelo, mi padre, el viejo coronel, hoy retiro efectivo, me obligaba a participar del coro de la parroquia, que entonaba villancicos y canciones alusivas cuando llegaban los días previos a la Natividad. Yo odiaba eso, no saben amigos cómo lo odiaba. Y no es que tuviera fea voz, qué va. Cantaba lindo, lindo. Parecía un eunuco. Pero lo que me atormentaba era el uso de ese atuendo, una especie de túnica de monaguillo poco favorecedora para el que recién empieza a forjar una virilidad para la cual deberá empeñar todos los esfuerzos a lo largo de su vida útil.
Ding, dong, dang, ding dong, dang llega Navidad, la alegría de este día hay que festejar, cantábamos con variada afinación mientras recorríamos las calles de Providencia (no así las de La Providencia, pues para ello era necesario cruzar las vías del ferrocarril)
Las gentes a nuestro paso nos aplaudían, nos regalaban caramelos, o simplemente nos puteaban porque obstruíamos el tránsito de la avenida principal (San Martín) y no podían pasar con sus Kaiser carabelas, sus Estancieras o sus Decadoblevés. Yo no podía sufrir esa túnica, precursora del hippismo que en pocos años se impondría inexorablemente en la cultura occidental. Y tampoco me gustaban esas bellas canciones que hablaban de navidades blancas, trineos y renos (lo único que hoy me recuerda la palabra trineo son las pastillas Trineo)
En el año 1964 me le planté al militar (hoy en retiro efectivo) y le dije que no quería.
-¿Qué es lo que no quiere? –me preguntó extrañado, mientras estiraba su cuello como si estuviera bramando carreramarch-.
-Cantar los villancicos y ponerme ese vestido –le contesté, poniendo una cara de pelotudo que inspiraba más lástima que gracia-.
-¿Y por qué no quiere, si se puede saber?
-Porque mis amigos me cargan.
-¿Y qué quiere decir “cargar”. Explíqueme ese léxico moderno.
-Cargar es burlarse.
-Bueno, si sus amigos se burlan, entonces no serán tan amigos.
-¡Sí, sí! ¡Son amigos!
Les aseguro que no le grité. Créaseme. No grité. Si hubiera gritado, posiblemente hoy estaría debajo de la tierra y la historia oficial diría que sufrí una muerte súbita, pobre ángel, tan saludable que parecía. Si coloqué los signos de admiración fue para expresar que mi voz se había elevado un tantito, apenas. Nada del otro mundo. Pero él no lo entendió así. Me pegó un tremendo soplamocos y, lo que es peor, después me obligó a mirar por televisión el Festival del padre Gardella.
Me falta comprar la masa del pío nono. E ir a buscar a mi madre a la terminal. Que viene con su hermano, el tío Bancho, excelente persona aunque un poco loco.
Feliz Navidad.
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