jueves, diciembre 07, 2006

EL PELUQUERO JUSTICIERO

Un peluquero de Providencia alquila un local desde hace diez años. Cada vez que se vence el contrato de locación, la dueña pretende aumentar el canon, pero no aumentar un poco, aumentar muchísimo. El peluquero está indignado y así me lo manifiesta:
-Es una vieja hija de mil putas. Nunca tendrá un inquilino mejor que yo. Y ahora pretende que le pague el doble. Está loca. Me parece que la voy a cagar a tiros.
Una reflexión de tal guisa en boca del peluquero no debe ser tomada como una bravata y menos como una baladronada. El hombre es policía retirado y tiene un arma. El que posee un arma la usa. Y el arma del que fue policía tiene el gatillo flojo. Por eso me alarmo cuando dice que cree que la va a cagar a tiros a la señora Ingrid (en adelante La Locadora). De hecho, el peluquero, hace algún tiempo, supo cargarse a un tipo. Es una historia verídica de la cual he sido testigo auditivo. Siéntense en torno al abuelito que les va a contar, pero antes acomódenle la manta.
He denominado al relato

EL PELUQUERO JUSTICIERO

Un ciudadano se corta el pelo en la peluquería de su barrio. Arduo trabajo para el peluquero puesto que el dueño de la cabeza se había dejado estar y su cabellera hoy resulta incompatible con los dictados de la empresa donde cumple funciones como escribiente. El coiffeur debe andar por la mitad de la poda en el momento en que ingresa al salón masculino una persona joven, cabeza encasquetada con una gorra, que apunta al peluquero con un arma de puño y le grita dame toda la plata, boludo, o te quemo, hijo de puta. El peluquero, a quien le había disgustado lo de boludo y lo de hijo de puta, inclusive por la aparente contradicción entre ambos conceptos, extrae de su moderno esterilizador de material una pistola 22 y, con un disparo eficaz, que penetra a la altura del ombligo y viaja internamente hasta el corazón, despena al asaltante en forma instantánea e inapelable. Luego, mientras esperan la llegada de la policía, y el occiso yace sangrante sobre una alfombra pilosa de parroquianos de otrora, el peluquero retoma el trabajo que debe ser finiquitado porque había quedado a la mitad. El ciudadano perplejo y con señales de incontinencia urinaria en su pantalón, se deja terminar el corte aunque la tarea del fígaro se complica por el imparable temblor que le quedó al cliente después del incidente.

Le insistí al peluquero para que me dejara convencer a la señora Ingrid de que no le aumentara tanto. Por el bien de ambos.



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