FUTBOL Y DICTADURA
Ayer he visto pasar a José. José era un arquero que jugaba conmigo en la cancha que sabía estar frente al Colegio Militar. Como golero José era bastante deficiente, carecía de reflejos, su dominio del área era nulo y además era flojo de piernas. Pero llevaba un buzo acolchado en hombros y codos, además de guantes con tiritas de goma pegadas en los dedos, lo que lo cualificaba sin más trámites para el exigente puesto. Pero aquel que tenía la mala suerte de ser asignado como su compañero luego del pan y el queso sabía que ese domingo retornaría a su casa perdidoso (el extraordinario relator José María Muñoz decía perdidoso, no perdedor). Todo por las chambonadas de José. Qué arquero malo, José. Las autoridades del regimiento militar se consideraban dueños de ese predio donde jugábamos cada domingo, aun los de lluvia. Los melicos, en tiempos de gobiernos con sistema de tres poderes (ejército, armada y aeronáutica), suelen considerarse los dueños de los bienes del Estado cuando cualquier chitrulo sabe que las tierras fiscales pertenecen al dominio público pero no son de propiedad de los hombres verdes, azules o negros (o blancos si están de fiesta). Con todo, al principio toleraban que nuestro grupo de muchachones jugara en el terreno frente al instituto castrense. Después de marzo de 1976 no admitieron más los insultos ni los gritos destemplados, de tal forma que, cada vez que un jugador puteaba a otro, o se puteaba a sí mismo por su propia inoperancia, la superioridad mandaba a uno de los conscriptos de guardia para que nos expulsara a todos. Cuando ello ocurría, el colimba se calzaba el arma al hombro, cruzaba la avenida Matienzo, ingresaba al campo de juego en plena disputa de la brega y con buenas maneras nos pedía que levantáramos todo (incluso los postes) y nos marcháramos. Por la expresión de su rostro sabíamos que el pobre soldadito hubiese preferido formar parte de nuestra caterva y no estar adentro de esas ropas verdes de combate un domingo a la mañana cuando hace frío y corre Reutemann. Entonces cada vez que alguien lanzaba un improperio, un reproche, o un andá a la concha de tu m..., y era escuchado en el destacamento, el pobre miliquito clase cincuenta y pico cruzaba la avenida a paso vivo y nos echaba. La decisión posiblemente provendría del jefe de guardia que no soportaba ver a esos civilachos corriendo detrás de una pelota embarrada mientras ellos trabajaban por el engrandecimiento de la patria y la defensa de su soberanía ante los ataques embozados de la subversión apátrida. Quizás el propio jefe de la unidad militar sospechaba que, disimulado bajo la práctica de una inocente actividad deportiva, nuestro grupo estaba realizando tareas de inteligencia para un futuro copamiento de la unidad. Para los valientes como yo y la mayoría del pueblo argentino, los carteles vecinos a los regimientos, que advertían que si uno estacionaba o se detenía, el centinela abriría fuego, era suficiente para disuadirnos. Al siguiente domingo, antes del partido, nos juramentábamos no maldecir, agraviar, escarnecer, imprecar, vituperar o, por lo menos, no hacerlo de viva voz. Si algún pase salía mal, a lo sumo bisbiseábamos un ¡mecachis! Cuando un adversario nos pegaba una patada, nos levantábamos, nos sacudíamos el polvo y le acercábamos nuestra boca a su oído para susurrarle: hijo de una gran puta, en la próxima te parto. Alguna vez tuvimos la temeraria iniciativa de intentar un ejercicio de desobediencia civil, esto es, asegurarle al recluta que ya nos vamos, flaco y cuando se retiraba, continuar el partido con un bote a tierra. Entonces el mismo conscripto, al regresar a la guardia, era interpelado por el suboficial (¿no ve, tagarna de mierda, que siguen jugando?) y volvía al potrero, siempre en ejercicio de la obediencia debida, no ya solo, sino acompañado de uno o dos camaradas de armas, cada uno con su falo (fusil automático liviano obsoleto) en ristre y nos pedía, ahora con un tono un pelín más perentorio, que nos rajáramos de la cancha antes de que viniera el propio zumbo, mal predispuesto por haber interrumpido su mateada. Entonces sí, fenecida nuestra inane rebeldía, recogíamos nuestros bolsos, nuestros postes y nos trasladábamos a un potrero subsidiario ubicado a unas pocas cuadras del anterior pero, qué paradójico, también estaba a la vera de un regimiento militar, esta vez de la fuerza aérea. En esta locación, por fortuna, el puesto de guardia estaba más lejos por lo que podíamos jugar, blasfemar, insultarnos y matarnos a patadas con toda serenidad que los militares no podían escucharnos.
Al cabo de un tiempo y desoyendo los consejos del gran Viglietti de a desalambrar, a desalambrar, que la tierra es nuestra, tuya y de aquel, de Pedro, María, de Juan y José, ambas unidades castrenses alambraron los campos y nunca más pudimos jugar al fútbol. Ni Pedro, María, ni Juan ni José. Qué arquero malo, José.
Al cabo de un tiempo y desoyendo los consejos del gran Viglietti de a desalambrar, a desalambrar, que la tierra es nuestra, tuya y de aquel, de Pedro, María, de Juan y José, ambas unidades castrenses alambraron los campos y nunca más pudimos jugar al fútbol. Ni Pedro, María, ni Juan ni José. Qué arquero malo, José.
7 Comments:
Ah...! Those old good days... Do you miss them?
I'M TALKING JUST ABOUT FOOTBALL
Tampoco. Este es mi mejor momento futbolístico
yes,i support your words,this is
your best time playing soccer ball.
Eso si al "fulbo" tengo mis dudas
sincelery your, emcieich
por favor, no entiendo! voy a tener que recurrir a Miss Kavanagh y no se donde diablos vive...no discriminen
cada vez mejor julito.
Mario coincide en que es mi mejor momento y bonito le da la razón a Mario. Eso es todo
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