jueves, diciembre 28, 2006

NOCHEBUENA EN PROVIDENCIA

La imagen que ilustra este capítulo pertenece a la revista Caras y Caretas del año 1951. Obsérvese cuán parecido es el hombre del dibujo a Jack Nicholson en la película El Resplandor.

Otro detalle digno de mención: la frugalidad de la mesa: un pan dulce, un pavo, un turroncito y tres sidritas. Bien distinto a nuestras cenas actuales y eso que ambos períodos corresponden a Argentinas Peronistas.

Restituídas las funciones hepáticas básicas, reseño aspectos intrascendentes de la velada de Nochebuena en una casa de La Providencia.

Cada quien fue llegando aquella noche con su aporte calórico envuelto en una o más bolsas de supermercado. La comida en este hemisferio es fría, lo sabe todo el mundo: aves, ensaladas, carne fiambre y la famosa Falsa Langosta de mi cuñada (receta no disponible para el público).

Los regalos de Navidad se envuelven en envases más elegantes. Hoy en día se ha avanzado notablemente en las formas de liar los presentes, con esos papeles brillantes y esas bolsas ecológicas con manijita, quizás en desmedro del contenido, que se ha pauperizado en los últimos años, en parte por culpa de estos gobiernos que padecemos, indiferentes a la justa redistribución del ingreso. Nuestro querido presidente, sin ir más lejos, acumula reservas como lo hacía el tío Patilludo (el de Disney), que para lo único que le servían era para revolcarse un poco cuando se sentía deprimido (digo, el tío Patilludo).
Los invitados fueron ingresando, cada uno con su ofrenda al dios Estómago, y mi esposa los derivaba hacia la cocina. Previamente depositaban al pie del arbolito los regalos del gordo Noel. Mariana, mi esposa, desenvolvía las exquisiteces mientras recibía explicaciones e instrucciones de la autora del platillo:
-Traeme mayonesa que le pongo más en la parte de arriba.
-Uy, se me desbarató el adorno de morrones que le puse arriba, alcanzame un tenedor.
-Me falta ponerle las alcaparras, que conseguí de última.
-Hay que cortar el melón y ponerle el jamón crudo.
-El helado metelo en el freezer.
Estaba la mesa larga dispuesta en la galería que da al jardín, donde los mosquitos nos comían y los petardos ponían nerviosos a los perros, que orinaban en mi colección de enanos, caballos, gansos y otras figuras de yeso.
El primero que llegó fue mi hijo, que venía con la novia. La novia no es otra que la hija del testaferro de la inmobiliaria Arizmendis. Recomiendo leer el informe del día 29 de Setiembre de 2006, que lleva por título, precisamente, El Testaferro. ¡Apasionante! Fue una sorpresa. Creo que la chica no tiene un buen concepto de mí. Y no sólo eso, convencieron al testaferro, su padre, para que no se quedara solo en una noche tan importante para la cristiandad. Segunda sorpresa, casi un chasco, o un chasquibum. Los ojos amargados de esa ruina de hombre me escrutaban todo el tiempo. Lo recibí como un vendedor inmobiliario recibe a un cliente. Mucha palmada, manito en el hombro, sonrisa kolynos, algún chiste estúpido. Martínez Aizpirtúa tenía cara de deprimido y también de haber sido convencido de venir a la reunión luego de mucho ablande. Y la novia de mi hijo tenía los ojos llorosos. Ninguno de los dos traía ni comida ni regalos.
Matías y la hija de M.A. se fueron al cuarto del primero a hacer algo y me dejaron solo con el testaferro, que miraba mis enanos. Buen tema para iniciar una plática.
-Colecciono enanos de jardín -le informé-.
-Ah.
Sonó el timbre. Más gente y la consabida caravana previa hacia la cocina.
-Esperá que se me desarmaron las flores.
La esposa de Zuloaga trajo tomates rellenos con atún, papa, mayonesa y el propio jugo de tomate frío. Y una aceituna negra descarozada formando una flor negra de cuatro pétalos en la parte superior de cada tomate. Verdaderamente artístico. Pero las flores aceitunadas (o aceitunas floradas) me hicieron acordar al tristísimo tango de Julio de Caro (Flores Negras), lo que me puso muy triste y eso no es bueno para un anfitrión.
Zuloaga se sentó al lado del testaferro. Se saludaron con frialdad. Martínez Aizpirtúa odia a la inmobiliaria que lo tiene “contratado” como testaferro. Y por carácter transitivo a todos los que allí trabajan. Siente que su función de hombre de papel es una humillación y además le pagan muy poco, que si le pagasen bien, la humillación se convertiría en un buen trabajo. Zuloaga se fue a ver a los perros y los enanos. Timbre.
Y así se fueron presentando mi madre, mi tío Bancho, que habían llegado el día anterior desde Santa Fé. Ahora llegaban de visitar y saludar a amigos de mi madre en Providencia.
Y llegó mi padre. Estaba solo. No vino la negra. El viejo hombre de armas alegó un pretexto gastrointestinal para la ausencia de su pareja. Se saludó con mi vieja con un beso en la mejilla. Sin mirarse. Apretón de manos de mi tío.
-¿Qué dice, ex cuñado? –introdujo el tío Bancho-.
Los hombres en el jardín. Las mujeres, excepto mi ¿nuera?, en la cocina, ayudando. Había que transvasar una cacerola llena de ensalada de frutas a unas fuentes de plástico multicolor. Afuera, se dispuso junto a la mesa rectangular de caballetes, una mesa redonda donde se colocó toda la oferta gastronómica para que la gente se sirviese a la manera de Rodizio, pero sin cumplidos. Esto es, llenar los platos hasta donde dé. Vuelven mi hijo y la hija del testaferro. ¿Qué fueron a hacer a la habitación? Se los ve felices. Matías está con su pequeña filmadora de video y tiene puesta una camiseta de Estudiantes de La Plata. Eso se prestó para la chanza y para el recuerdo burlesco a los jugadores de Boca y su incalificable actitud durante la final con el pincha, tan timorata y pusilánime. En la cocina, una de las mujeres prepara de apuro crema chantilly. Las bebidas esperan en el piletón del lavadero, cubiertas de hielo picado y, abrazando todo el contenido, una bolsa de arpillera. Comienzo a cubrir la mesa larga de botellas y latas. Matías descorcha los vinos. Llegan mis hermanos, sus esposas y sus chicos. Los perros están felices porque mis sobrinos siempre les tiran huesos. Y los mosquitos están felices por la llegada de sangre joven. Los padres de mi esposa descargan en arbolito y cocina e irrumpen en el jardín. Más saludos, más besos.
Hay algunos que no tienen ningún motivo para celebrar. Zuloaga, sin ir más lejos, que cobró nada más que doscientos pesos de los más de mil que le deben en la inmobiliaria. Y sus chicos preguntan cuánto falta para la medianoche. No recuerdo haber visto que Zuloaga ni su esposa hayan entrado con paquetes de papel brillante.
Yo, a quien Arizmendis tiene en la mayor estima, cobré trescientos, de los más de cinco mil que me debe. Pero el vino ayudará a que me olvide por una noche de esas minucias. Digo, las que cobré.
Mi padre no está cómodo sin la presencia de la negra y con la presencia de su ex esposa. Conversa con unos de sus hijos. En pocos segundos coincidirán en su visión de la política nacional y jugaran un partidito de tírele al Kirchner.
El testaferro, con su jeta depresiva y deprimente, parece mirarme con rencor. Pero no creo que sea el momento ideal para decirle que, de lo que gana Arizmendis por sus compra-ventas, a mi no me corresponde ni la fajita sellada que envuelve los billetes.
Mi tío Bancho está contento. Cuenta que, desde que se libró de su socio español en el negocio de ramos generales que tiene en Santa Fé, no quiere saber nada con los gallegos y que, a modo de símbolo de esa desvinculación, evita el uso de cualquier modismo galaico. Yo no entendía bien lo que quería decir hasta que se le cayó un pedazo de lengua a la vinagreta en el pantalón y dijo que iba a buscar un trapo rejita, y le pidió a mi esposa quitamanchas y un cepito. Cuando terminó de comer fue a buscar la pastita para la presión. Luego pidió un cigarrito. Hablaba todo así. Está un poco loco.
La noche terminó cerca de las dos y pico de la mañana. Nos habíamos comunicado con nuestra hija de España. Mi madre gritó por el teléfono como en la época en que se decía ¿larga distancia?, pero se escuchaba fenómeno. Ya casi no quedaba nadie. Yo tenía sueño pero no sed. Le ofrecí al tío Bancho un platito lleno de garrapiñadas cubiertas con chocolate.
-No, gracias, Julio. A la noche no me gusta cargar mucho el estómago porque después tengo pesaditas.









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