LIMOSNEROS DE DIOS

Hace muchos pero que muchos años un amigo me invitó a concurrir a misa, actividad ajena a mis costumbres espirituales, pero acepté porque era sábado, el convite provenía del muchacho más popular de la división y el más exitoso con las chicas. Estas mismas señoritas también iniciaban el periplo sabatino estrenando en la parroquia el cabello después de un largo día de toca. Cuando acababa la liturgia pasaba un colaborador ecleseástico enarbolando una canasta de mimbre para recoger el rugoso papel moneda que la feligresía ofrendaba en carácter de limosna. Mi amigo, siempre presto para la broma, y algo fanfarrón, como todos los ganadores, tomó el billete que constituía la paga semanal de sus padres, diríamos unos cien pesos de hoy, viático más que suficiente para un sábado glorioso en el baile de moda, e hizo el ademán jocoso de arrojarlo a la canasta. Con presteza le arrebaté el billete de la mano y lo tiré dentro de ese humilde mar de moneditas y papeles de a dos pesos. El asistente cural se alejó a buen paso antes de que el que creía un joven modelo de caridad cristiana se arrepintiese, y mi amigo salió corriendo detrás de él, ahogando gritos de desesperación, con el fin de recuperar su fortuna, para lo cual no dudó en hurgar con sus dedos hasta encontrar su precioso billete. Mi amigo se volvió a juntar con su billete y nos vimos obligados a hacer un veloz mutis por el foro de Dios en medio de la indignación de la grey católica. Me dolía el estómago de tanto reírme y a gatas pude esquivar las patadas de sus Flecha Juventud.