jueves, septiembre 17, 2009


CANCIONES Y OJOS CELESTES
Compuse una canción que encantaba a mis amistades y me la pedían cada vez que había una guitarra en las cercanías. Cuando terminaba mi interpretación, hacía el ademán de acostar la viola en el sillón pero enseguida me rogaban que la tocara otra vez y otra vez y otra vez. Yo me sentía como uno de esos músicos a quienes les piden siempre aquel hit que los volvió famosos. Tal predilección logró en mi obra el mismo resultado que con esos artistas de postín: la canción terminó por parecerme insoportable, eso sí, cuando me la solicitaban las chicas bonitas yo tenía la obligación moral de ejecutarla porque debía ser fiel a la simpatía y admiración que se le dispensaba a una creación excretada por mi inspiración. Los músicos profesionales, además de aquella obligación moral tienen una legal regulada por las normas positivas. De tal guisa que, en un concierto deben cumplir con la contraprestación que se les exige por haber sido beneficiados con un pago a cargo de los espectadores, que son su contraparte. Entonces, por efecto de la doble fuente obligacional, el músico que merca con su arte, no debería nunca negarse a cantar el tema reclamado. Cuando la carrera de estos petimetres pasa los veinte años, que es cuando los artistas comienzan a sentirse viejos, aun con sus cabellos ennegrecidos por el koleston, se dan cuenta, por fin, de que estuvieron bastante necios cuando se negaron a tocar el gran éxito que archivaban de puro soberbios. Es cierto que el público es insoportablemente conservador y además, cuando pide la cancioncita, lo hace para cantarla, tapando así el sonido de la banda, en la creencia de que es un coprotagonista del evento. ¡Error! Me fui de tema. Mi postura es que la frase tópica de que el músico se debe a su público lejos de ser una apelación demagógica es rotundamente una realidad que debe insertarse sin más en el mundo de los contratos. ¡Avellaneda blues! ¡Rasguña las piedras! ¡La hermana de la coneja! Pidamos, pidamos, no temamos pedir, qué digo pedir, exijamos.
Anchos distritos de mi corteza cerebral ocupaban estos pensamientos que me surgen, quizás, por exceso de dopamina, en el mismo instante en que se sentó frente mí, del otro lado del escritorio, esta señora, con un par de ojos celestes que conllevaban dosis semejantes de tristeza y desesperación. Necesitaba asesoramiento. La dama es propietaria de una casa de dos plantas que se ofrece como prueba de mejores momentos pero de un presente desastroso. Esas cerámicas esmaltadas, que hace veinte años impresionaban a las visitas, hoy exudan sarro y formaciones fungiformes. Ese juego de cocina Chyc habría honrado el slogan publicitario (cocinas como de cine) en el año 1965. Hoy su fórmica se desprende lastimosamente del aglomerado y las marcas de pucho se alinean prolijamente en el borde de la mesada. Las manchas de humedad de los techos son como nubes de un cielo borrascoso que van modificando su dibujo a medida que los caños sucumben. El jardín es una terra incognita, hospedaje gratuito de especies rastreras y alimañas multiformes. La mujer vive allí sola y no tiene trabajo. Necesita hacer algo con su propiedad y con su vida.
-¿Qué me conviene? ¿Venderla y comprarme algo más chico? –me pregunta mientras enciende un cigarrillo con un encendedor Ronson-.
-Eso podría ser…
-¡Y qué hago con la plata que me queda!
-Bueno, podría comprar otra propiedad y alquilarla para tener un ingreso…
-O también podría dividir la casa en dos viviendas, alquilarlas…
-Eso también podría ser…
-¡Y dónde voy yo a vivir después!
-Bueno, podría alquilar algo más pequeño…
-¡Entonces no me va a quedar casi nada! Además, si divido mi casa en dos necesito hacer una cocina en la planta alta y terminar el baño de arriba…
-Claro, claro.
-¡Y de dónde voy a sacar la plata para hacer las reformas!
-Bueno, podría pedir un préstamo personal –sugerí-.
-¡Pero no tengo trabajo! ¡Nadie me va a dar un préstamo si no tengo ingresos! Podría vender la casa de mi mamá.
-¿Dónde se encuentra la casa de su madre?
-En Villa Tesei.

La mujer estaba tensa y parecía extraer de una cajita de mondadientes decenas y decenas de signos de admiración (en estos casos debieran llamarse signos de desesperación), pero lo que más me preocupaba era que ella esperaba de mí la respuesta providencial, la resolución del acertijo, la palabra justa que sólo brinda el sacerdote no pederasta, quiero decir, Ojos Celestes aspiraba a que mi consejo le solucionara todos los problemas, y eso me ponía rígido porque me exigía el supremo esfuerzo de concentración que supone elegir las palabras que encajaran en su esquema ideal.
-¿Qué edad tiene su madre? –le pregunté, sin reparar en ese momento que la consulta carecía de sustento práctico.-
-Ochenticuatro. También podría construir en mi casa un cuartito. Digo, en el fondo. Tengo un terreno grande.
-Ahí también tendríamos el problema de la falta de dinero para hacer las reformas –repliqué-.
-¡Entonces tengo que vender la casa de mi madre! ¡Pero todavía no empecé la sucesión de mi padre!
Además de no encontrar el tono justo para brindarle un asesoramiento eficaz, el trabajo forzado de mi sesera mermaba a medida que me daba cuenta de que la mujer lo que más necesitaba era escucharse a sí misma y practicarse un autoasesoramiento porque yo, como cualquier consultor, disponía de una insignificante cantidad de elementos que no eran ni de cerca aptos para emitir un dictamen responsable. La diferencia es que los verdaderos profesionales saben decir lo que quiere escuchar el cliente, como hacen los Broda o los Melconianes, esto es, cantan la canción que les pide su público.
Son tiempos de reducción de la actividad inmobiliaria que dispersa mi atención, hace decrecer mi ánimo y ramificar mi pesimismo como la hiedra en el muro. Encima viene esta mujer con una depresión de tamaño XL que no me ayuda en nada a quitarme de encima la sensación de noufiuchur. Igualmente seguí intentando:
-Señora, pensemos en las cosas que puede hacer hoy. Seamos realistas. Hoy, sin posibilidades económicas lo único que le cabe es alquilar esta gran casa, digo gran por lo grande, que el inquilino que entre a vivir haga los arreglos que necesite y usted se los irá descontando mes a mes. Por otra parte usted alquila algo más chico y…
-¡Un cuchitril! ¡Y cuánto me va a quedar! ¡Nada!
-Bueno, tanto como nada… Y si no, podría irse a vivir con su madre.
La mujer puso un gesto como que me estaba metiendo en temas privados; después pareció meditar algo y, por fin, volvió a mencionar la posibilidad de construirse un cuchitril, quizás no muy distinto del que me había rebotado segundos antes, pero en el fondo de su lote, detrás de la piscina, que ahora era un depósito de detritus y microorganismos, algunos muertos en circunstancias trágicas. En cualquier caso me di cuenta de que ir a vivir con su madre no estaba entre las alternativas de la señora de ojos celestes.
-Tengo que vender la casa de mi mamá.
-¡Por favor, no! ¡No la venda! ¡Permítale a su mamá vivir los últimos años bajo su propio techo! ¡Por favor! –le imploré-.
Casi me pongo a llorar. Suerte que se fue.

6 Comments:

Blogger edu, desde el barrio, said...

Ud. sigue mezclando la ética de los mercaderes con la suya propia.
No pensó en un exorcismo?

8:15 p. m.  
Blogger estejulioesuno said...

me gustó pero me impresionó un poco cuando a la chica la cabeza le da una vuelta entera.

8:55 a. m.  
Blogger edu, desde el barrio, said...

quién es la niña al lado del shortrede?

7:06 p. m.  
Anonymous emecehache said...

sugiero la compra de un toro rosso,red bull o como se llame en su barrio,para compartir con ojos celestes,digo, me parece

7:27 p. m.  
Blogger estejulioesuno said...

!este edu está en todo! Solamente las iniciales P.G.
Mario, mejor trae unos vinos pero que sean mejores que los de Horacio

9:34 a. m.  
Anonymous Anónimo said...

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11:42 p. m.  

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