lunes, junio 25, 2007












Una visita obligada, cuando vas a Punta del Este, es el hotel Conrad y su bonito casino. Hacia allí fuimos con mi esposa, no con la intención de jugar a alguno de los juegos que se ofrecen para que uno deje la plata sin mérito ni honra sino para notar los efectos de la globalización en este lugar de la patria oriental que excluye cualquier forma de cultura uruguaya por insignificante que fuese. Cuando entras a uno de estos hoteles, si en ese momento contrajeses amnesia, nunca podrías elucidar en qué país te encuentras. Haz la prueba. Contrae amnesia y verás. Ahora bien, si contrajeses amnesia es muy posible que no recordaras cuál experiencia querías articular antes de producirse el episodio del olvido morboso. Anyway, como diría un amigo al que le gusta intercalar expresiones de los yonis. Cavilaba sobre estas ideas exentas de originalidad cuando observamos un gran mural en la zona de escaleras mecánicas donde se veía dibujado un murguista tocando el tamboril y un jugador de fútbol. ¿Eso echaría por tierra mi teoría? ¿Qué teoría?

En el hall central, que ahora mentan lobby, pero yo prefiero denominar vestíbulo, me encontré con un amigo. Qué pequeño es Edmundo. Nuestras miradas se interceptaron al unísono y eso nos quitó cualquier posibilidad de hacernos los boludos, así que nos abrazamos. El tenía la cara desencajada. Era Carlos Díaz, ludópata confeso, émulo de Dostoievsky y de Sofovich que, a causa de si vicio, se vio obligado a vender una imponente residencia en el barrio privado Providence para pagar deudas de juego.
-Julio, Mariana…
Su gesto tuvo la eficacia de una confesión. El bestia se había jugado todo en la ruleta del Conrad. Todo incluye su propio dinero, a días de haber cobrado el primer sueldo en su nuevo empleo en una fábrica de frascos. La compañía exporta al Uruguay y Carlos Díaz trabaja como vendedor. Así que se gastó también la plata de la empresa, como si quedarse con el dinero de las cobranzas fuese soplar y hacer frascos. Y también se jugó los vintenes para el micro que lo tenía que llevar desde Punta del Este a Montevideo para abordar el Buquebús hasta Buenos Aires. Ah, y los pesitos para un sandwichito en el puerto y una cerveza Patricia de lata. Me ofrecí a llevarlo en nuestro auto y durante todo el viaje nos vino desde la parte trasera del rodado un sonsonete a modo de letanía:
-Soy una mierda-la gorda me mata-soy una mierda-la gorda me mata.
La gorda es su mujer, con la que Carlitos volvió, después de un tiempo de separación, una vez que le juró que se había curado. Pero yo tenía mis propios problemas. Le había dicho a mi jefe que me iba por un fin de semana y me quedé ocho días en el Uruguay. Me mata. Estoy en serious troubles, como diría el amigo que quiere hablar como los gringos. Lo que me espera ¡wow!


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