martes, abril 05, 2011


CÓMO SUPERÉ UN DEPLORABLE DESORDEN DE LA PSIQUE.

Hace pocos años viajé a la Patagonia junto a mi primera esposa en uso y goce de un premio literario que me fuera otorgado tras obtener el primer puesto con un cuento magnífico. No recuerdo bien el año pero sí que una rotisería en Plaza Huincul, provincia del Neuquén, ofrecía pollo al horno entero a $ 17,90. El centro de Plaza Huincul es pequeño al punto que cuando le avisé a mi mujer mirá, Plaza Hincul, y ella , que estaba distraída en su lectura, me preguntó ¿qué?, yo le contesté: nada. El centro de Plaza Huincul se había quitado de nuestra visión en un periquete. También recuerdo que era el día de la primavera, con seis grados de temperatura. Y que en la pantalla plana del micro daban un filme de romanos. Pocas cosas peores que una película de romanos hecha por norteamericanos. Mi señora dormía. La segunda película era bastante superior, se llamaba El Ilusionista con Edward Norton. Nunca veo películas en micros, y menos en el estado en que me encontraba, con el ánimo aborrascado por un canguelo que venía de años. Como para andar viendo peliculitas estaba. Pero lo peor de este asunto de las películas fue cuando pasaron una muy mala de John Travolta. En un momento la gente veía hermosos paisajes en la pantalla como ser una imponente montaña nevada en Albuquerque, Nueva México, EEUU, ¡Y a derecha teníamos de cuerpo presente los imponentes Andes nevados, tan al alcance de la mano, y del espíritu, que casi podíamos escarbar con nuestro vaso plástico un poco de hielo de sus laderas para acompañar nuestros whiskys! ¡Y los paparulos mirando la película! En cualquier caso, un caliginoso mal me impedía quitar la mente de la tiniebla que nublaba mi razón y empalidecía mi dicha. Qué picardía, íbamos rumbo a regiones en donde la paz se encuentra en estado silvestre pero yo no podía, todavía, palpitar el disfrute promesado. La transportación se llevó a cabo en un moderno bus que tiene las comodidades como para que las casi veinte horas de viaje parezcan menos de un día. Por ejemplo, las butacas se vuelven cama y uno puede dormir casi como en su propia litera después de leer un poco de literatura. La empresa transportadora sirve cuatro comidas y también copetines, entremeses, tentempiés y piscolabis, todos los cuales hacen placentero el viaje y prometedores los días por venir. Las azafatas entregan las vituallas en bandejas de plástico extrusado con un agujero en el costado donde encastrar los vasos de bebida. Pero si involuntariamente se ejerce presión desde la parte inferior al envase de telgopor, éste se eleva, pierde su contención dentro del orificio y vuelca su propio contenido. Eso me ocurrió: la naranjada fría terminó arriba de mi pantalón, traspasó la tela y congeló mis bolas. El remojón no tardó en secarse gracias a la temperatura propia del paquete escrotal, siempre más alta que el resto del cuerpo. En cualquier caso, eran todos problemas mínimos ante la omnipresencia del Gran Problema que aniquilaba mis posibilidades. Afuera, vegetación rala, cerrillos no muy altos, presencia de macachines. La fábrica de Loma Negra. Llegamos a Zapala, salimos de Zapala. Mirá, mi amor, Zapala, no importa, ya pasó. Alguna vez alguien me deseó que hiciera la conscripción aquí. Ya se empezaban a columbrar las montañas nevadas.
Pero mi urgencia pasaba por curar sin medicinas un padecimiento para el cual el crucero a San Martín de los Andes, nuestro destino final, podría suponer un test para mi sanación. O una evidencia de la desmejora. Los micros de ahora carecen de aberturas, excepto la entrada y la salida de emergencia, son herméticos, no existe el concepto de ventanilla tal y como lo conocemos desde niños. Primera consecuencia: ya no se ven más escenas en las que el enamorado toma a su prenda de la mano, que se estira hasta la tupacamaruzación desde dentro del transporte, la retiene y la besa todo el tiempo que puede mientras el ómnibus comienza a egresar lentamente de la dársena: Adiós amor mío, no me llores por favor, volveré antes de que de los sauces caigan las hojas ¡Piensa en mí! ¡Volveré a por ti! Bueno, de eso ya no hay más. Conformémonos con boquear un te amo a través de ese vidrio de pecera. Toquen el cristal y hagan coincidir las palmas como en locutorio de penitenciaría. Poco más que eso.
La imposibilidad de abrir la ventanilla es lo que primero me provoca un aumento de la sudoración, aceleración de los latidos, hiperventilación, temblores y náusea, todos anunciadores de una nueva crisis. Esa sensación de ser un Houdini adentro de una cuba llena de agua, herméticamente cerrada. Y que no encuentra el llavín. La claustrofobia. La maldita claustrofobia. Me había jurado, nada más partir de la terminal, que ello no sería un impedimento para un viaje tan soñado y me propuse aguantar el aprisionamiento a como diera lugar. ¿Pero qué pasa cuando una urgencia de aquellas que no se solucionan llamando al 911 surge de lo profundo como consecuencia directa de tanto copetín, entremés, tentempié, y piscolabis? ¡Doble claustrofobia! ¡Claustrofobia al cuadrado! Además del encierro hermético, que era el encierro primigenio del microomnibus, ahora, como mamushka del infierno, necesitaba embutirme adentro de uno de esos habitáculos donde inodoro y lavatorio viven en intolerable ayuntamiento hasta casi confundirse. Mi mujer me acompañó hasta el WC y me tuvo la puerta para que no se cerrara. Eso atemperó en modesta medida los alcances de mi pavorosa perturbación. Para la siguiente excursión al diminuto excusado le dije a mi esposa: yo puedo, quedate, ¡yo puedo! Y pude, pude, Dios sabe que pude. Ese fue el comienzo de mi cura. Eso sí, cuando pisé el suelo de San Martín me hinqué para besarlo como si fuera propiamente un papa(natas).

Fotos: a) Cuando el micro hizo una parada en Cipolletti me bajé para dar una vuelta a la manzana. b)Mi mujer.
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