EL SUICIDA
A escasos metros de su negocio de venta de ropa de cuero se encontraba el puesto de diario que regenteaba el hombre pesimista y borracho. No lo hacía feliz estar en el mundo y la bebida era lo único que calmaba su odio y su amargura. Muchas veces amenazó con matarse. Su vecino intentaba convencerlo de que la vida es bella, lo sosegaba y le prestaba el baño. Podría decirse que eran un poco amigos. Cuando el diariero advertía a los circunstantes que en cualquier momento se suicidaba nadie le daba mayor crédito porque en algún momento de su vida todos dicen lo mismo y casi nunca lo cumplen. Es mejor que sea sí porque si todos fuesen suicidas decrecería el número de humanos. Pero este canillita lo prometía seguido. Casi todos le escapaban a lo que consideraban palabrerías de borracho. Sólo el comerciante en camperas y sacos de cuero le prestaba el oído y le pedía que no tomara una decisión tan drástica. Pero un día, sin advertencia previa, el bebedor apareció por el negocio con una pistola 45 en la mano. Y esta vez no amenazó. Con una voz firme, aunque alcohólica, le dijo a su amigo: “Me voy. Esta vez me voy y también te llevo a vos.” Le pegó un tiro al comerciante para después introducirse el caño del arma en la boca y dispararse. El sorprendido dueño del negocio de indumentaria de cuero no llegó a ser testigo del desenlace en el que su amigo cumplía con su vocación largamente declarada. Con una bala en el pecho, que le ardía espantosamente, el sobreviviente fue internado en muy mal estado. El balazo había pasado cerca de la aorta y le perforó un pulmón sin orificio de salida. La bala quedó alojada en su cuerpo pero eso era el menor problema comparado con la gran infección que provocó la punta del proyectil que llegó a su interior con fibras microscópicas de su camisa, gérmenes y bacterias. Estuvo varios días en coma pero de a poco se fue recuperando. Su madre lo visitaba diariamente en terapia intensiva y se quedaba un rato largo para mirarlo y acariciarlo. Un día lo vio en la cama con el torso desnudo. Su pecho estaba vendado pero quedaba visible el lunar de nacimiento, ahora completamente eclipsado por el orificio de bala que venía con una historia tan estremecedora detrás. La mamá le dijo: “Hijo, el lunar de tu pecho está más grande.” El hijo contestó con voz asmática y agotada: “Viejita, con el tiro que me pegaron mirá si me voy a andar preocupando por el lunar.” La anciana replicaba con voz amorosa y paciente: “Pero está mas grande, nene.” Tanto insistió la señora que el hijo, para que lo dejase tranquilo en su convalecencia, se hizo analizar el lunar. Y la madre tenía razón. Un tumor maligno crecía con entusiasmo y hacía su vida totalmente ajeno al incidente trágico del suicida. Apenas lo unía al pasado hecho de sangre su condición de coinquilino de la bala que dormía para siempre dentro del cuerpo del comerciante. Gracias a la visión materna, a su milagrosa intuición, a su inefable percepción, o a Dios, acaso, ese tumor malévolo fue extirpado a tiempo sin dejar secuelas. Y nuestro hombre pudo vivir. Hace doce años que, gracias a tanta desventura, el comerciante en ropa de cuero y accesorios posee una diferente y más esclarecida visión de la vida y de la muerte. El suicida, dondequiera que esté, pensará que sólo pudo cumplir el penúltimo de sus deseos, que sólo cumplió a medias con su afán. Como nos pasa a todos. Y alguien, para seguir en tren de barruntos, podría pensar que qué inescrutables son los designios de Dios que hace que te peguen un tiro para que te salves del cáncer.
A escasos metros de su negocio de venta de ropa de cuero se encontraba el puesto de diario que regenteaba el hombre pesimista y borracho. No lo hacía feliz estar en el mundo y la bebida era lo único que calmaba su odio y su amargura. Muchas veces amenazó con matarse. Su vecino intentaba convencerlo de que la vida es bella, lo sosegaba y le prestaba el baño. Podría decirse que eran un poco amigos. Cuando el diariero advertía a los circunstantes que en cualquier momento se suicidaba nadie le daba mayor crédito porque en algún momento de su vida todos dicen lo mismo y casi nunca lo cumplen. Es mejor que sea sí porque si todos fuesen suicidas decrecería el número de humanos. Pero este canillita lo prometía seguido. Casi todos le escapaban a lo que consideraban palabrerías de borracho. Sólo el comerciante en camperas y sacos de cuero le prestaba el oído y le pedía que no tomara una decisión tan drástica. Pero un día, sin advertencia previa, el bebedor apareció por el negocio con una pistola 45 en la mano. Y esta vez no amenazó. Con una voz firme, aunque alcohólica, le dijo a su amigo: “Me voy. Esta vez me voy y también te llevo a vos.” Le pegó un tiro al comerciante para después introducirse el caño del arma en la boca y dispararse. El sorprendido dueño del negocio de indumentaria de cuero no llegó a ser testigo del desenlace en el que su amigo cumplía con su vocación largamente declarada. Con una bala en el pecho, que le ardía espantosamente, el sobreviviente fue internado en muy mal estado. El balazo había pasado cerca de la aorta y le perforó un pulmón sin orificio de salida. La bala quedó alojada en su cuerpo pero eso era el menor problema comparado con la gran infección que provocó la punta del proyectil que llegó a su interior con fibras microscópicas de su camisa, gérmenes y bacterias. Estuvo varios días en coma pero de a poco se fue recuperando. Su madre lo visitaba diariamente en terapia intensiva y se quedaba un rato largo para mirarlo y acariciarlo. Un día lo vio en la cama con el torso desnudo. Su pecho estaba vendado pero quedaba visible el lunar de nacimiento, ahora completamente eclipsado por el orificio de bala que venía con una historia tan estremecedora detrás. La mamá le dijo: “Hijo, el lunar de tu pecho está más grande.” El hijo contestó con voz asmática y agotada: “Viejita, con el tiro que me pegaron mirá si me voy a andar preocupando por el lunar.” La anciana replicaba con voz amorosa y paciente: “Pero está mas grande, nene.” Tanto insistió la señora que el hijo, para que lo dejase tranquilo en su convalecencia, se hizo analizar el lunar. Y la madre tenía razón. Un tumor maligno crecía con entusiasmo y hacía su vida totalmente ajeno al incidente trágico del suicida. Apenas lo unía al pasado hecho de sangre su condición de coinquilino de la bala que dormía para siempre dentro del cuerpo del comerciante. Gracias a la visión materna, a su milagrosa intuición, a su inefable percepción, o a Dios, acaso, ese tumor malévolo fue extirpado a tiempo sin dejar secuelas. Y nuestro hombre pudo vivir. Hace doce años que, gracias a tanta desventura, el comerciante en ropa de cuero y accesorios posee una diferente y más esclarecida visión de la vida y de la muerte. El suicida, dondequiera que esté, pensará que sólo pudo cumplir el penúltimo de sus deseos, que sólo cumplió a medias con su afán. Como nos pasa a todos. Y alguien, para seguir en tren de barruntos, podría pensar que qué inescrutables son los designios de Dios que hace que te peguen un tiro para que te salves del cáncer.
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