LA CASA DE LA CALLE N. ARROSTITO
No puedo decir ahora, cuando todo ha terminado, que había en él algo que no me gustaba porque delataría una propia y doble torpeza, por un lado, la de no haber escuchado el mensaje interno y por el otro y, como consecuencia inevitable, el provocar así el grave problema en que se vio involucrada la propietaria, la inmobiliaria y yo, problema que arruinó y soliviantó un mes de mi vida, crimen imperdonable a mi edad. No puedo permitirme el lujo de andar desperdiciando meses como si fueran hojas de diario para encender el carbón de una parrillada.
El hombre, todavía en carácter de candidato a locatario, me previno que él no podía soportar el engaño y la mentira, advertencia que no me provocó ni frío ni calor, asegurado, como estoy, contra todo riesgo gracias a mi conducta sin mácula, probada en años de bonhomía y don de gentes. ¿Era aquella operación inmobiliaria de locación de inmueble la que me sacaría de la pobreza y me llevaría a distritos de abundancia, plenitud y holgura? Definitivamente no. ¿A meses de relativa comodidad y compra de artículos inútiles? Tampoco ¿A unos cuantos días de serenidad financiera y pollo al spiedo en días de semana y no solamente los sábados? Ni siquiera. Sin embargo seguí adelante a pesar de que había algo en ese hombre que no me terminaba de convencer.
Se firmó el contrato de locación de la casa ubicada en la calle N. Arrostito al 719. Las partes contratantes, locadora y locatario, parecieron encontrar la química común que asegura un vínculo duradero, calmo y beneficioso. A los dos días el inquilino me llamó para informarme que la casa carecía de agua caliente, circunstancia que le molestaba porque yo le había jurado que todo funcionaba a la perfección. Primera señal de alarma, no sólo el hombre encontraba fallas en la casa sino, que lo que era peor, me había dicho mentiroso. La última persona que me dijo algo parecido no entró nunca más a mi oficina porque le prohibí siquiera que la punta de su zapato avanzara sobre el felpudo de bienvenida. En otras épocas que me dijesen mentiroso era causal de riña callejera y una noche en la comisaría, extremos a los que nunca llegué aunque un hermano que tengo sí. La propietaria escuchó los requerimientos del inquilino, aunque afirmó que la propiedad disponía de servicio de agua caliente. Sin embargo concurrió al domicilio de N. Arrostito 719 acompañada de una señora que había trabajado anteriormente en la casa (en tareas domésticas) para que le explicara al nuevo locatario el funcionamiento de las distintas instalaciones, en especial aquellas que proveen del vital elemento a través de la canilla identificada con una ce y que así, por fin, el hombre pudiese dar curso al imprescindible baño diario o de día por medio. Pero el locatario tomó esta visita como una provocación razonando que él no necesitaba que le llevasen a nadie para que le explicara cómo se abría un grifo. La propietaria le ofreció rescindir el contrato si el otro consideraba que las cosas no respondían a sus standards lo cual fue también muy mal recibido por el inquilino, que lo tomó como una invitación lisa y llana a que se fuera de la casa, decisión que tomaría él y nadie más. A esas alturas la relación presentaba un empiojamiento de grado uno. La propietaria con prontitud envió a un plomero para que agilizara el paso del agua y así permitir que el hombre gozase de duchas enérgicas y cuasi finlandesas. Además me entregó en depósito la suma de trescientos pesos para pagar al profesional una vez que cumpliera con su trabajo.
Llamé al celular del locatario para avisarle que el plomero se presentaría en las próximas horas. Estaba activado el contestador pero no el destinatario del telefonema en persona así que le dejé grabado mi mensaje positivo. Y me creí que el conflicto había quedado zanjado lo que me posibilitó dos o tres días para gozar de las bienaventuranzas que la vida ofrece a cada paso si sabemos transitar el camino apropiado. Al cuarto día el arrendatario se hizo presente en mi oficina acompañado por una señora, ambos con rostros sombríos, gestos ominosos, miradas torvas, puños crispados, músculos tensos, respiración entrecortada. El locatario, careciente de todo roce social, no me presentó a la mujer porque lo que nunca me enteré en qué carácter aposentó su culo en mi despacho. No tenía traza de abogada, parecía más bien su pareja pero por la manera en que me interrogaba, con un cierto aire de superioridad que no tenia justificación, me hacía pensar pero a vos quién carajo te conoce pero traté en todo momento de conservar la calma.
-Esto se está poniendo cada vez peor –introdujo el inquilino con sus ojos cavernosos-
-¿No fue el plomero? –pregunté-.
-¿Qué plomero?
-El que mandó la señora.
-Mirá, Julio, a casa no vino ningún plomero. Hace un mes que firmé el contrato y nunca me pude bañar. Tengo que ir a lo de mi mamá para ducharme. A mí no me avisó nadie que iba a venir ningún plomero.
-Yo te llamé.
El hombre sufrió en su rostro una transfiguración que afeó sus ya execrables facciones, todo fruto de la indignación que le sobrevino por no dar crédito a mi afirmación.
-No me llamaste.
-Si, te llamé al celular pero me respondió el contestador. Entonces te dejé el mensaje de que el plomero iba a…
-No me llamaste –la cara que tenía ese cristiano me daba pero que mucho miedo. Yo pensé que me iba a cagar a trompadas-.
-Te juro que te llamé -le recalqué, mientras un sudor frío corría por mi espina dorsal hasta el espacio interglúteo-.
-Si me hubieras llamado tendría que tener registrada tu llamada en mi celular.
En ese punto, sudorosos también cara y manos, y con el corazón en estado de taquicardia galopera, empecé a dudar si no habría llamado a un teléfono equivocado y, en consecuencia, dejado el mensaje a un interlocutor erróneo. Es que a esa altura del partido yo ya dudaba de todo, hasta de la duda misma. Parecía el arquero Dudamel o el zaguero Emiliano Dudar.
-Yo te llamé –remarqué en un hilillo de voz-.
-Así no va más, son demasiadas irregularidades –dijo la señora convidada de piedra- Me parece que va a haber que tomar medidas.
-Este problema se tiene que resolver ya pero no es lo único que está mal en la casa –agregó el locatario-. El termotanque, por ejemplo, está ubicado en el baño y eso está terminantemente prohibido porque puede haber una pérdida de gas y entonces alguien podría morirse. Ahí sí que la cosa se agravaría hasta límites impensados. No quiero ni pensar los que le puede pasar a la dueña. Además, como prácticamente no pude usar la casa, me va a tener que pagar una indemnización…
El Locatario escuchó mi promesa de que averiguaría qué había pasado con el plomero justo en el momento que llamó precisamente el plomero. Atendí y le comenté, tapando el micrófono del celular, que qué casualidad, que justo era el plomero. No sé para qué le dije eso porque el hombre comenzó a sospechar que estaba todo preparado ¿preparado para qué? Parecía una casualidad armada que justo en ese momento llamara el honesto fontanero. Pero Dios sabe que fue una casualidad espontánea. En definitiva el plomero me juró que iría al día siguiente, promesa que cumplió pero surgió un nuevo inconveniente que enseguida referiré.
A todo esto la dueña había viajado a Florianópolis, en el país Brasil, en la creencia de que los líos se habían disipado. Yo nunca pude imaginar, ni en mis pensamientos más tenebrosos, que el plomero designado llamase a mi oficina al día siguiente para informarme que no estaba en condiciones de hacer el trabajo porque había que retirar el tanque de agua y éste se encontraba empotrado entre dos paredes lo que requería la realización de trabajos de albañilería que al presente no lo encontraban capacitado. Con la camisa empapada y puntadas en el corazón envié un mail de urgencia a Florianópolis para informar a la señora. Poco después tenía ya la visita del locatario dando cuenta de que el plomero había inspeccionado in situ la clase de trabajo que se le había encomendado y se había retirado para no volver nunca más.
-Si, lo sé. Me llamó para decirme que no podía hacer el trabajo. –le dije simulando naturalidad aunque me temblaban los muslos y los pies taconeaban en el suelo a ritmo de tap-.
-¡Cómo que no podía hacer el trabajo! ¡A mí no me dijo eso!
-Es lo que me dijo a mí.
Hizo el amago de llamar al plomero por su celular para, supuestamente, proceder a un careo o confrontación personal con quien esto escribe. ¡Un careo a mí! El tipo pensaba que yo le seguía mintiendo -siempre hablando de una continuidad en el hecho deleznable desde su visión errada-.
-Bueno, no importa si no puede no quiere o no sabe –concluí-. Ya le mandé un e-mail a la dueña y estoy esperando respuesta.
-¿Dónde está?
-¿el plomero?
-¡No, la dueña!
-En Brasil.-
-¡Qué!
-Si, pero no va haber problemas porque me comunico con los dueños a través de internet que es un medio ágil y seguro. Se fue a juntar con el esposo que está allá pero quedate tranquilo que si el plomero no puede no quiere o no sabe hacer el trabajo, se buscará otro problema, digo, otro plomero.
-¿Le dijiste lo de la indemnización por los días en que no puedo ocupar la casa?
-No, prefiero por ahora abocarme a lo urgente. Después tendremos tiempo para lo demás.
-Ah, me olvidaba: llamala y decile que afuera hay una caja de electricidad que saca chispas y podría incendiarse la casa.
Se fue de la oficina manteniendo su mirada sobre mis ojos como advirtiéndome de algo que no supe muy bien qué era pero que, desde luego, bueno no sería. Me fui a mi casa perturbado, abatido y en un estado cercano al pánico. Apenas comí una milanesa a la napolitana con papas fritas. No toqué la guitarra, no escribí ni una cuartilla en mi ordenador, los partidos de fútbol en tevé parecían todos horribles. Y lo eran efectivamente. Pensé que este tipo podía matarme o, en el mejor de los casos, emprenderla con su Berlingo contra el frente de la oficina inmobiliaria. El marido de la dueña (en adelante el dueño) me llamó por teléfono al día siguiente y me pidió que me quedara tranquilo que encontrarían a un plomero con capacidades para trabajos de albañilería y así se pondría definitivo coto al entuerto. Pero que llamaría al locatario para avisarle y lo trataría con cierta energía porque sino éstos se creen que se pueden llevar el mundo por delante.
Al día siguiente llegué a la oficina siempre pidiéndole al Altísimo que no estuviera el locatario esperándome detrás de un árbol para romperme la cara a patadas. No tuve tiempo ni de colgar mi sombrero en el perchero que una llamada me acalambró el caletre. Era él al teléfono.
-Ayer me llamó el marido de la dueña. ¡Sabés lo que me dijo! Que si no tenía agua en la casa que me fuera a bañar a una estación de servicio. ¡Falta de respeto! Mirá, Julio, esto ya es el colmo, si no viene hoy el plomero no sé que puede pasar. No pienso pagar el alquiler hasta que no me solucionen el problema. ¿Le dijiste sobre la indemnización? ¿Y de la caja que saca chispas? Ah, además no quiero hablar más con ella ni con él, solamente voy a hablar con vos.
Yo pensaba: cómo puede el dueño complicar las cosas con ese comentario fuera de lugar y compadrito, si las cosas ya estaban lo suficientemente complicadas. Ahora que lo pienso, ése fue uno de los peores días, no sé cómo no me doblegó la angustia. Temblaba y me costaba respirar. Si, gracias, bueno, otro traguito de caldo, gracias. Si, poneme una frazadita más. Gracias.
El dueño desde Florianópolis me llamó para decirme que ya había conseguido un nuevo plomero y me comentó al pasar que el locatario estaba bastante enojado conmigo por todas las cosas que yo le prometí antes de firmar el contrato. ¡Yo no le había prometido nada! En cualquier caso ese comentario me persuadió de que el locatario, en el momento menos esperado, vendría a buscarme para fracturarme los huesos que necesito para caminar.
El nuevo plomero con conocimientos de albañilería llamó al locatario para arreglar un horario de concurrencia al domicilio para iniciar sus tareas. Nunca lo encontró. El dueño, desde Brasil, lo llamó a la casa de la calle N. Arrostito y al celular pero el locatario tampoco atendió. Pasaron los días y la fecha de pago del alquiler pero el locatario no se presentó. El dueño y la dueña me llamaron desde Florianopolis para que le avisara que, además del alquiler, debería pagar los intereses punitorios. Es decir, más briquetas para el fuego. Habrán pasado dos días de silencio intolerable, una espera más tensa que la de Gary Cooper en La hora señalada. La dueña retornó del país Brasil y eso supuso para mí un desahogo puesto que ahora compartiríamos la lucha contra el locatario desaparecido. Un día después llegó a casa de la señora lo que no quería, lo que se equipara a una declaración de guerra, lo que no tiene vuelta atrás: la carta-documento. Escrita en términos notoriamente beligerantes, el hombre, o bien, su patrocinante hablaba de vicios ocultos de la casa, falta de respeto del dueño que había mandado al locatario a bañarse en una estación de servicio, reclamaba sumas impresionantes y, lo que es peor, dejaba muy mal parada a la inmobiliaria. La propietaria me solicitó que preparara una contestación que elaboré casi al borde del colapso, notoriamente debilitado, afónico. Además me había salido un tic en la cara que me hacía girar el cráneo hacia la derecha y tocar el mentón con el hombro mientras se me salía le lengua de la cavidad bucal. La contestación inevitable intentaba revertir punto por punto las afirmaciones falsas contenidas en el documento originario pero en un lenguaje profesional y aséptico. Pero fue vetado, no el contenido sino el tono, que la señora calificó de demasiado suave. Además, afirmó la dueña, aquello de mandarlo a una estación de servicio a bañarse era totalmente falso y se había alterado el sentido que le quiso dar su marido con el comentario. Ocurrió que, ante el pedido del locatario de una indemnización que él justipreciaba en base a los días que no había podido bañarse, el dueño le comentó que era una suma exorbitante y fuera de medida que no se justificaba en absoluto si pensamos que en una estación de servicio se cobra cinco pesos el uso de la ducha. En definitiva, la contestación a la carta-documento fue doblemente beligerante, rompía lanzas, escupía al cacique e iba a por todo. Eso terminó de doblegar mis menguadas fuerzas. Mis soldados, flacos y hambrientos, enfermos, llenos de piojos y muertos de frío fueron cayendo de a uno. Armé con un pañuelo y una birome una bandera blanca y me encontraron en un rincón del despacho, hecho un ovillo y con la lengua afuera.
En estos días he salido a caminar dos o tres cuadras, no muchas más porque aún estoy débil. Por lo menos ahora la sopa me pasa, ya comenzaré a comer pollito pero no hay apuro. El tic, por suerte, ya se me quitó.