lunes, octubre 31, 2011


DEL CANCIONERO POPULAR:
Por cuatro días locos.
Autor: Rodolfo Sciammarella
Por cuatro días locos que vamos a vivir, por cuatro días locos que vamos a vivir, por cuatro días locos te tenés que divertir, dice la canción del compositor y poeta Rodolfo Sciammarella. Para nosotros, un grupo de muchachos grandes en la flor de la edad provecta, fueron, en puridad, tres los días pero la pieza musical viene a propósito. Vaya que viene. Fueron tres los días porque cuatro, nuestros matrimonios no hubiesen resistido. Un plantel de futbolistas argentinos nos fuimos a Colonia del Sacramento en la República Oriental del Uruguay a jugar un match contra un equipo uruguayo de muchachos de similar edad (mucha). Y aprovechamos esos días dementes para hacer cosas que normalmente no se hacen puesto que la vida en la tierra ha sido concebida para ser dura. Entre esas cosas están: gozar del sol en un día hábil; almorzar lo que nos venga en ganas; reírse la mayor parte del tiempo; correr tras de una pelota mientras en un quincho contiguo la fumata de su chimenea anuncia que habemus asado; holgazanear tirado en el pasto tibio del mediodía; aullar desafinadamente y sin pudor en el karaoke post cena; refrescar el garguero con una buena Pilsen o Patricia y, por último y, sólo para algunos, una acción que es el acróstico que se forma con las letras iniciales de los verbos antes enunciados y separados por un punto y coma, recurso al que acudí para sortear la autocensura. Dice el gran Alberto Castillo, en el tema que es motivo del presente tratado, que es esta vida la mescolanza de diversiones y de pesar. Bueno, en estos cuatro (que fueron tres) días locos colamos unas de otros y nos quedamos con las primeras. ¿Es eso censurable? ¿Tenemos que pagar nuestro glorioso fin de semana de demencia cuasisenil? Obviobolú. Eso generalmente se devuelve con la misma cantidad de jornadas para las esposas o novias. Es inevitable, nada es gratuito. Un integrante de nuestro team, antes de realizar cualquier acto susceptible de ser cobrado en numerario, pregunta si “está incluído”, refiriéndose a si está dentro de lo que pagó previamente por el viaje, hospedaje y comidas. El hombre no quiere tener sorpresas y verse obligado a pagar por algo que no pagaría en circunstancias normales. En la vida nada “está incluído” Sepámoslo aunque duela. Si una hipoteca o un documento lo están poniendo fuera de sí, si con su suegra se las ve negras, usted se alegra cantando así, anuncia el gran cantor y sigue con por cuatro (en rigor 3) días locos que vamos a vivir, etcétera, etcétera. Me voy a prender a la cintura del último de los que está formando ese trencito serpenteante con tracción a alcohol y moveré el culito antes de que sirvan el postre chajá*.


*Chajá: Postre tradicional del Uruguay.
Ingredientes
Bizcochuelo:
1 taza de azúcar.
6 huevos enteros.
2 tazas de harina.
Un chorrito de vainilla.
Merengue:
6 claras de huevo.
10 cucharadas de azúcar.
1 cucharadita de cremor tártaro.
Relleno:
Una caja de crema 35 %…crema doble.
Dulce de leche.
Duraznos en almíbar.
Frutillas.
Para después de su consumo:
Hepatalgina: cantidad necesaria.

jueves, octubre 27, 2011

PELOTUDO
La señora que limpia la oficina donde trabajo estuvo varios días sin venir a cumplir sus funciones. Cuando se reintegró me informó que su larga ausencia se había debido a una enfermedad que la mantuvo postrada en su casa. Ya reincorporada me contó que recién ese día le había comentado a mi compañera de trabajo lo de su enfermedad. Habrá sido unos diez días después de su retorno y comunicó su ya superado padecimiento al domicilio de mi compañera que gozaba de una licencia. Fue a través de un mensaje de texto emitido por el teléfono celular de la empleada. La contestación de mi compañera, por el mismo medio, constituye no sólo el núcleo de la presente entrada, sino que también fue el origen de una desagradable extrañeza y posterior fuente de dudas en orden a determinar los pasos a seguir ante una situación cuya ocurrencia no es habitual en la vida social de las personas. A esta compañera de trabajo hasta aquí yo la consideraba una amiga, con esa amistad que se sedimenta a lo largo de las horas de trabajo compartidas. Por lo menos estaba a un par de niveles por sobre la categoría de compañera porque me invitaba a las comuniones de sus hijos y a los cumpleaños. Me hacía incluso participar de reuniones donde la selección de los convidados era rigurosa debido a las limitaciones económicas que sufre buena parte de la población. La señora de la limpieza me relató que, cuando le envió el mensaje a mi compañera, donde la imponía de su extensa afección, ella le contestó por el mismo medio: El pelotudo no me avisó. El pelotudo venía a ser yo. Y por si yo dudara de los dichos de la mucama me mostró el mensaje directamente desde la pantalla de su celular: “No sabía nada el pelotudo no me avisó.” Bien, ahora yo sé que para mi compañera soy El Pelotudo, ¿Qué hacer? La madurez y la templanza recomiendan olvidar el asunto y no hacer nunca mención de él. Pero mi dolor y defraudación me impide olvidar y me conmina a sacrificar a la señora de la limpieza en pos de que mi compañera aprenda de una vez para siempre que para las ofensas es menester, antes o después, comprar un bono por el que se paga un costo importante. Que entienda que las ofensas no se regalan. Que ni con un plan del gobierno que se llame Ofensas para todos, podrán obtenerse ofensas gratuitas. ¿Qué hacer, entonces? ¿Busco una reparación? No, ninguna reparación. ¿Un pedido de disculpas? Menos. La única reparación sería su vergüenza. ¿Por qué me cree El Pelotudo? ¿No será que todos los humanos convivimos en la impostura y consideramos pelotudos a la mayoría de nuestros prójimos? Mi compañera, en esta emergencia, tuvo su propio wikileaks. Se filtró una información que ella jamás hubiese querido que llegase a mi conocimiento. Y quedó expuesta. De la misma forma que quedaron expuestos los políticos argentinos que le fueron a llorar a la embajada norteamericana. Aunque yo optase por la opción a (la de la madurez y la templanza) y decidiera hacer de cuenta que nunca me enteré, mi actitud hacia ella indefectiblemente cambiaría, aunque no interviniera mi voluntad. Y a cada momento se haría más ostensible esa mutación. Porque ¿Qué sentido tendría permanecer ante ella con esa coraza que todos nos colocamos para participar en la sociedad y no estar fuera del sistema? Esa coraza que nos sociabiliza, ese gesto afable que es como un yelmo que nos hacen más tolerables allí en el mundo exterior. Educación, cordialidad, amabilidad: todo coraza, tengalo todo yelmo. Digámoslo de una buena vez: somos todo coraza y yelmo. ¿Para qué poner en movimiento ahora, ante este nuevo escenario, todos esos mecanismos? Insisto, aunque mi actitud no cambiara de manera deliberada sé que se relajarían todos los resortes que me hacen esta persona encantadora que soy. ¿Para qué, en fin, seguir manteniendo ese esforzado artificio ante una persona que me considera El Pelotudo? Guarda, ahí viene
-Hola, Julito…
-Hola, M. Buen dí… ¡Uy! ¡se me cayó el café sobre el contrato que habías preparado para hoy! ¡Todas las hojas embadurnadas con la negra infusión!
-¡Oh Dios! ¡No! ¡¡Sos un pelotudo!!

lunes, octubre 24, 2011

RAYUELA ELECTORAL

Voté en el colegio donde aprendí mis primeras letras que no fueron otras que la eme,la i,la a y la e. Suficientes, ellas, para que pudiese formar la edípica frase mi mamá me mima, a unos metros de donde ahora esperaba mi turno para votar en la agencia de colocaciones 2011 que designará becarios y ñoquis para los próximos años. Y desde mi posición, en los angostos pasillos de mi escuela, pude ver el hoy deteriorado patio donde jugué mis primeros juegos. Ahora está más pequeño que cuando solía pisotearlo con mis gomycuer de punta carcomida. 50 años después, sin embargo, me fue dado encontrar un gran avance en comparación con mis años de huérfano purrete: ahora la pista de rayuela está pintada con pintura de colores y no es necesario, como antaño, llevarse de contrabando la tiza que formaba parte del inventario del aula. Allí, en esas canchas de rayuela, que duraban apenas un recreo fui testigo de los grandes descubrimientos que hicieron más bello el juego de llegar al cielo dando saltitos. Uno de ellos fue el uso de la cadenita para arrojarla en los distintos casilleros numerados en lugar de la clásica piedrita. La cadenita, al entrar en contacto con el piso, se detiene inmediatamente y no rebota ni se desliza como la mayoría de los demás objetos que hay en el planeta. De esa manera no se pierde un turno y se avanza con paso seguro siempre que tu equilibrio sea adecuado. Cuando lo vi, puesto en práctica por un alumno que era un grado mayor que yo y que se llamaba José Manuel, me dije: tengo que conseguir una cadenita a como dé lugar. Y aquella que en mi baño retenía la tapa de goma que sirve para obturar el bidet cuando uno se quiere lavar las patas fue arrancada y removida como quizás lo hicieron nuestros patriotas con aquellas más grandes y pesadas que sojuzgaban nuestra tierra bajo el yugo realista. Así pude jugar rayuela con esa hermosa cadenita del bidet que ayudó a mejorar notablemente mi juego. Emití mi voto y saludé a mis compañeros de letra que aun esperaban en la fiesta de la democracia que vemos a través de la ventana.

martes, octubre 18, 2011

INSPIRING
Hay autores de la literatura que, entre otras virtudes, inspiran a aquellos que tienen como pasatiempo la escritura, ya sea de de papeles cuanto de pantallas. Es el caso del cubano Guillermo Cabrera Infante quien, a cada línea que leo de su La Habana para un Infante Difunto, me provoca un ansia impostergable de expresarme. Así ocurre cuando cuenta esas anécdotas intrascendentes que yo también sé atesorar en abundosos yacimientos de mi caletre. Porque ¡vamos! mi vida puede ser bien intrascendente pero esa intrascendencia es un forúnculo que supura a todo el tiempo anécdotas (intrascendentes). Escuchaba o leía -ya se verá que, para el caso es casi lo mismo- un capítulo de sus memorias que llamó, como he adelantado, La Habana para un Infante Difunto. Este título es uno de sus innumerables juegos de palabras que esta vez toma prestado del compositor Ravel, quien alguna vez creó una pieza para piano que tituló Pavana para una infanta difunta. Esta creación fue grabada por el músico argentino Pedrito Aznar y fue una versión bastante respetable de la que es quizás una de las melodías más tristes que podrían ayudarte a llorar si eso es lo que pretendes. También se refiere el escritor cubano, ya lamentablemente fallecido, a La Plus que lente. Es en un capítulo que denomina precisamente La Plus que lente. La plus que lente es el nombre de una obra de Debussy que, gracias a la ayuda de youtube, me ayudó a disfrutar aun más de la lectura. Es muy simple. Uno escribe en el casillerito rectangular de youtube “La Plus que lente Debussy” y te aparece la canción en menos de lo que canta un deportivo morón. Entonces la escuché mientras leía el capítulo de La Habana para un Infante difunto llamado La Plus que lente. Así nació una experiencia audiovisual. Y ese doble juego oído-visión me resultó tan inspirador que por poco no arrojo el libro en cualquier parte de la estancia. En la página 72 Guillermo nos cuenta que una mujer que amaba se refirió a él como un hombre bajito, como si ése fuera el único punto de conocimiento. Y me acordé (ahí va lo de lectura inspiradora) de una mujer hermosa que había compartido estudios conmigo hace como veinte años y a quien localicé por teléfono recientemente por motivos profesionales. Esta divina preciosura no se acordaba de mí pero sí de otro compañero que siempre estaba conmigo. Nunca me recordó por más que le aporté más datos míos que a la federal. Mientras que la dama de Cabrera Infante se acordaba de él por su condición de petiso, la mía lo único que recordaba de mí era a mi amigo. Recurro a las palabras que utiliza Cabrera Infante ante ese triste incidente: Fiasco, fracaso, derrota total.
Los norteamericanos, especialmente, usan mucho la expresión inspiring. Inspiradora o inspirador para los criollos. Y a fuerza de su abuso ya no se les cree demasiado, especialmente en las entregas de los Oscars. Pero inspirador es una buena palabra si se la utiliza con medida y sin abusar.

jueves, octubre 13, 2011

¿PUEDO ALEGRARME POR LA MUERTE DE ALGUIEN?
Déjenme hacer memoria, cuando mataron a Lee Harvey Oswald podría haberme sentido feliz porque éste había asesinado a Kennedy, una estrella internacional que la Argentina amaba. En nuestro país, un norteamericano con carisma se convertía en estrella en un periquete. Recuerdo que cuando se conoció la noticia del magnicidio de JFK (John Fitzgerald Kennedy,presidente de E.E.U.U.) yo estaba en el colegio y las maestras lloraban sin consuelo mientras se arriaba la bandera argentina. De manera que, muerto aquel que había segado la vida del gran pop-star, uno debería haberse alegrado. Pero no. El crimen de Lee Harvey Oswald fue transmitido en directo por la televisión blanquinegra. Y verle la cara de espantoso sufrimiento a Lee Harvey cuando Jack Ruby, su matador, le disparó en el medio del estómago, humanizó de repente al monstruo y lejos de contentarme me asusté. ¡En Norteamérica se están cagando a tiros!, recuerdo que pensé, aterrado por el futuro de la humanidad. Cuando se muera la Thatcher ya estará tan vieja e inútil que no me producirá ni frío ni calor. Es lo que tiene la vida para los tiranos y los enemigos (que son la misma cosa): a ellos les regala muchos más años que a los buenos. Los indignos suelen morir ancianos. Cuando ya no pueden perjudicar a nadie. Entonces su desaparición se vuelve inocua, casi intrascendente. Su muerte no tiene gracia. Y no me alegra. Y en cuanto a los odios personales, en mi caso, ninguno nunca acreditó tanta inquina como para que me complaciese su óbito. Que alguien no se alegre por la muerte del otro no necesariamente habla de una persona de bien. Muchas veces la vida de la gente es tan poco interesante que pasa por la tierra sin mover la aguja del odiómetro.
William Frawley fue un actor norteamericano que trabajó en la serie de T.V. Yo quiero a Lucy. Su personaje se llamaba Fred Mertz y hacía de marido de Ethel (Vivian Vance). El matrimonio ficcional de Fred y Ethel era amigo del formado por los protagonistas de la serie: Lucy y Ricky Ricardo (Lucille Ball y Desi Arnaz.). Pero William Frawley, en la vida real, era una persona cruel que hizo sufrir miserablemente a la pobre Ethel a lo largo de todo el show. Cuando William audicionó para Yo quiero a Lucy los productores de la serie no querían saber nada con él porque decían que tenía problemas con la bebida. Pero Desi y Lucille, los dueños del show, se jugaron por él y le dieron el papel. Contrariamente a lo pensado originalmente por los productores, William fue muy responsable con el trabajo y se aprendía la letra a la primera lectura del guión. Pero con Ethel nunca se llevaron bien. Ella no lo quería porque él la maltrataba. Vivían con Vivian a las patadas porque él la trataba muy desconsideradamente. Cuando William murió de un ataque cardíaco la declaración de la señora Vance fue más bien escueta: “¡Champagne para todos!”

martes, octubre 11, 2011


DOCUMENTO FOTOGRÁFICO INAPELABLE.
La foto no ofrece lugar a ninguna duda. La pelota salió y no deja resquicio para la polémica. Que en verdad no la hubo. No es que salió y después entró. No. Se fue a la mierda de una. Córner mal ejecutado y los que fueron a cabecear volverán a sus puestos puteando. Pero el documento fotográfico es inapelable.
Foto: Germán Ferrando Producciones.

martes, octubre 04, 2011

EL SUICIDA
A escasos metros de su negocio de venta de ropa de cuero se encontraba el puesto de diario que regenteaba el hombre pesimista y borracho. No lo hacía feliz estar en el mundo y la bebida era lo único que calmaba su odio y su amargura. Muchas veces amenazó con matarse. Su vecino intentaba convencerlo de que la vida es bella, lo sosegaba y le prestaba el baño. Podría decirse que eran un poco amigos. Cuando el diariero advertía a los circunstantes que en cualquier momento se suicidaba nadie le daba mayor crédito porque en algún momento de su vida todos dicen lo mismo y casi nunca lo cumplen. Es mejor que sea sí porque si todos fuesen suicidas decrecería el número de humanos. Pero este canillita lo prometía seguido. Casi todos le escapaban a lo que consideraban palabrerías de borracho. Sólo el comerciante en camperas y sacos de cuero le prestaba el oído y le pedía que no tomara una decisión tan drástica. Pero un día, sin advertencia previa, el bebedor apareció por el negocio con una pistola 45 en la mano. Y esta vez no amenazó. Con una voz firme, aunque alcohólica, le dijo a su amigo: “Me voy. Esta vez me voy y también te llevo a vos.” Le pegó un tiro al comerciante para después introducirse el caño del arma en la boca y dispararse. El sorprendido dueño del negocio de indumentaria de cuero no llegó a ser testigo del desenlace en el que su amigo cumplía con su vocación largamente declarada. Con una bala en el pecho, que le ardía espantosamente, el sobreviviente fue internado en muy mal estado. El balazo había pasado cerca de la aorta y le perforó un pulmón sin orificio de salida. La bala quedó alojada en su cuerpo pero eso era el menor problema comparado con la gran infección que provocó la punta del proyectil que llegó a su interior con fibras microscópicas de su camisa, gérmenes y bacterias. Estuvo varios días en coma pero de a poco se fue recuperando. Su madre lo visitaba diariamente en terapia intensiva y se quedaba un rato largo para mirarlo y acariciarlo. Un día lo vio en la cama con el torso desnudo. Su pecho estaba vendado pero quedaba visible el lunar de nacimiento, ahora completamente eclipsado por el orificio de bala que venía con una historia tan estremecedora detrás. La mamá le dijo: “Hijo, el lunar de tu pecho está más grande.” El hijo contestó con voz asmática y agotada: “Viejita, con el tiro que me pegaron mirá si me voy a andar preocupando por el lunar.” La anciana replicaba con voz amorosa y paciente: “Pero está mas grande, nene.” Tanto insistió la señora que el hijo, para que lo dejase tranquilo en su convalecencia, se hizo analizar el lunar. Y la madre tenía razón. Un tumor maligno crecía con entusiasmo y hacía su vida totalmente ajeno al incidente trágico del suicida. Apenas lo unía al pasado hecho de sangre su condición de coinquilino de la bala que dormía para siempre dentro del cuerpo del comerciante. Gracias a la visión materna, a su milagrosa intuición, a su inefable percepción, o a Dios, acaso, ese tumor malévolo fue extirpado a tiempo sin dejar secuelas. Y nuestro hombre pudo vivir. Hace doce años que, gracias a tanta desventura, el comerciante en ropa de cuero y accesorios posee una diferente y más esclarecida visión de la vida y de la muerte. El suicida, dondequiera que esté, pensará que sólo pudo cumplir el penúltimo de sus deseos, que sólo cumplió a medias con su afán. Como nos pasa a todos. Y alguien, para seguir en tren de barruntos, podría pensar que qué inescrutables son los designios de Dios que hace que te peguen un tiro para que te salves del cáncer.
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