lunes, junio 27, 2011


HOMENAJE A RIVER PLATE
River nunca fue un club de grandes hazañas. Ni de triunfos épicos. La hazaña deportiva se produce cuando un equipo tiene todas las de perder pero igual gana. Cuando está abajo en el marcador, lo da vuelta y vence contra toda la lógica. River, las veces en que salió campeón fue porque sus equipos eran tan superiores al resto que no había forma de que les arrebataran el triunfo. Sumaba más puntos que los demás y se consagraba. Pero, por favor, que no hubiese finales. Esos grandes equipos de la gallina, cuando tenían que definir mano a mano en una final, por más que en teoría fuesen superiores, perdían. Por gallinas. Baste recordar aquella célebre final de la copa Libertadores del año 1966 en Santiago de Chile contra Peñarol de Uruguay. El equipo argentino, que había hecho una campaña extraordinaria a lo largo del torneo, ganaba dos a cero y terminó perdiendo 4 a 2. Allí nació el justo mote de gallinas. Cuando ganó la copa, recién veinte años después, la final fue contra el club colombiano América. Y ganó por el propio peso de la superioridad de un equipo, el argentino, sobre el colombiano. Había demasiada diferencia. Pero además, un par de jugadores con temple. Y después ganaron la final intercontinental porque la jugaron contra un equipo rumano. Hasta la final de una copa de menor trascendencia como la Centenario se perdió contra un equipo de los denominados “chicos”: Gimnasia y Esgrima La Plata. Es que River siempre "arrugó" en las finales. A sus jugadores, en este tipo de encuentros, que se dirimen mano a mano, les entra el temor y padecen lo que Valdano llamó pánico escénico. El cerebro no les irriga convenientemente. Una voz interna les dice: ¡Andate a tu casa!, y se mandan macanas que no se pueden concebir en jugadores profesionales. Acordémonos del gol que se hizo Carrizo contra San Lorenzo, el penal basquetbolístico de Román contra Belgrano. Hay que saber jugar finales. No cualquiera puede. Muchos jugadores inferiores a otros en calidad, pero que los superan en cuanto a presencia espiritual, se consagran en los partidos definitorios y ganan los campeonatos. Los otros, los “cracks” de partiditos, los que se anotan en el marcador a partir del cuarto gol, pasan sin gloria por ese tipo de encuentros. Es como si se escondieran, no toleran recibir la pelota porque se les escapa de los pies del miedo que tienen. Primer ejemplo: un uruguayo casi desconocido como Ribair Rodriguez. Gran figura en el celeste cordobés durante esta promoción. Ejemplo contrario: otro uruguayo, Francéscoli, que en la final intercontinental contra el Juventus de Italia, en 1996, pasó desapercibido y triste. Decilo, Enzo, decilo. Puede pasar y pasa. Quizás ni siquiera sea culpa de ellos, de los jugadores que sufren de horribles enfriamientos en el pecho. En todo caso la responsabilidad es de los que los eligen, sean dirigentes o entrenadores, sin saber discernir los que están en condiciones de jugar este tipo de partidos y los que no. River tuvo muchos de los que sí podían jugar sin que la importancia del encuentro los doblegara. Pero no fueron suficientes a lo largo de su historia. Y por eso perdieron tantas finales y fueron renovando, como una licencia, año a año, el impecable calificativo de gallinas. Y ahora, otra vez les sucede lo mismo. Una final y para peor con “ventaja deportiva”, es decir que bastaba con dos empates para quedarse en la categoría. Pero el compromiso excedió a casi todos, incluyendo al entrenador. Padecieron el partido, lo sufrieron. Y así cometieron errores casi payasescos como el del empate de Belgrano donde dos defensores de River casi se matan entre ellos y terminaron cediéndole la pelota al contrario para que convirtiera. Si a eso le agregamos que el 95 por ciento de los jugadores del "millonario" son de bajísima calidad, entonces tiene que ocurrir lo que ocurrió. Estas situaciones pasan hasta en mi propio equipito con el que vamos a jugar todos los años al Uruguay. Los que se ponen nerviosos por el partido “importante” cometen fallas tan infantiles que dan ganas de matarlos, aunque no es bueno matar a los niños. Basta con verles la cara para darse cuenta cuando tienen miedo. La jeta del pobre Pereyra, que no sostiene la pelota, dan ganas de llorar. Y ni hablar de la cara llorosa de Jota Jota. Callado y haciendo pucheros en vez de gritar un poco para despertar a sus durmientes muchachos. Muchas veces a lo largo de la historia River tuvo equipos superiores a otros pero perdieron en las finales porque el miedo les hacía descender el nivel hasta lo aficionado. Y se perdió contra Boca una semifinal por tres goles a cero porque tanto el técnico (Gallego) como los jugadores tenían mucho cuiqui. ¿Y qué hace de distinto el jugador que no tiene miedo? Nada del otro mundo: corazón y cerebro. Correrse la vida durante todo el partido pero siempre usar la cabeza. Usando la cabeza es más sencillo pasarle la pelota al compañero. Tomar el partido como uno más sencillamente porque se confía en las fuerzas de que se dispone. La culpa, insisto, es de los electores, los que ponen en la cancha a esos minusválidos de espíritu. Los jugadores, como Román, como Carrizo, como Lamela, casi que están disculpados, no saben ni lo que hacen. Corren la cancha como si estuviesen con los ojos vendados. Por eso yerran los pases o no atrapan la pelota. Parecen los caballos ciegos de Equus (creo recordar que el protagonista estaba loco y les pinchaba los ojos a los cocochitos) Con un poquitín de autocrítica los propios jugadores que padecen de impotencia espiritual tendrían que decirle al mister, cuando los larga a la cancha, como dijo Bartleby el escribiente: “preferiría no hacerlo”. Y dar lugar a los que no son tan “estrellas” pero que cuando ven uno que está con la misma camiseta le dan la pelota. Y que corren a los contrarios para sacársela. Y que les gritan y cachetean a los compañeros que se quieren ir a la casa lo antes posible para meterse debajo de la cama. De esos River no tiene ninguno.

sábado, junio 11, 2011


LOS 4 DE COPAS

Con motivo de la visita de una delegación de futbolistas uruguayos para participar de un match de fútbol con un similar argentino, y posterior banquete de camaradería, se produjo el debut del cuarteto musical llamado Los 4 de Copas. Este medio se complace en entrevistar a uno de sus integrantes:
-Ante todo, gracias por recibirnos.
-De nada.
-¿Cómo surgió la idea de formar el grupo?
-Queríamos encontrar una manera creativa de agasajar a nuestros amigos orientales, que vienen a visitarnos todos los años, y se nos ocurrió hacer algo por el lado de la música. Por eso decidimos unirnos aquellos que tenemos vocación por el arte de combinar los sonidos. Y comenzamos a ensayar.
-¿Con qué frecuencia ensayaban y desde cuándo?
-Comenzamos hace casi tres meses. Nos reuníamos los sábados y ensayábamos día y noche. Quiero decir que empezábamos a las seis de la tarde, que era de día, y terminábamos a las ocho…
-Que era de noche.
-Exacto. Por eso digo que ensayábamos día y noche.
-¿Cómo fue la elección del repertorio?
-Esa fue una cuestión que nos insumió muchas discusiones, desavenencias y consensos forzados. También fue un tema espinoso lo referente a la duración del recital.
-¿Por qué?
-Yo sostenía que no debíamos tocar más de tres canciones. Aunque debemos haber ensayado alrededor de diez.
-¿Por qué?
-Por las características y el estado del público que nos escucharía. Ibamos a tocar al final de un asado suculento y bien regado. Es muy diferente tocar en un concierto que en una comilona, y a los postres, cuando los comensales están, o achispados y eufóricos, o somnolientos y podridos. En ambos casos la atención es bastante precaria, mínima. Además el show era un anexo del encuentro, una sorpresa del que no estábamos muy seguros si sería mejor recibida que el posterior campeonato de truco. Siempre me acuerdo de algo que escribió el gran escritor español Jardiel Poncela: él decía que odiaba los café-concerts. Que prefería ir a un concierto y que le sirvieran un café antes que ir a un café y que le metieran un concierto. No a cualquiera le gusta que le empiecen a tocar una música cuando él no lo pidió. Ese es más o menos el concepto.
-¿Qué características tuvo el repertorio?
-Siempre estuvimos de acuerdo en que debía ser popular. Con la presencia de alguna creación uruguaya para lo cual recurrimos al gran Zitarrosa y al no menos grande José Carbajal, El Sabalero. Pero el día del último ensayo volví a cargar con la idea de no tocar más de tres temas. Otra vez discusiones. Alguno de los integrantes de Los 4 de Copas estaba totalmente en desacuerdo pero al final aceptó por respeto al consenso que había entre los tres restantes. Eso es democracia. Así da gusto.
-¿Y cómo resultó el recital?
-Bueno, tocamos Zamba por vos de Zitarrosa, Pedacito de cielo que es un valsecito argentino de Stamponi, Francini y letra de Homero Expósito. Terminamos nuestra presentación con A mi gente de El Sabalero. Tremenda ovación. Fue el punto culminante de nuestra carrera. El cenit yo diría. La gente revoleaba las servilletas, emitía sonoros chiflidos ayudándose con los dedos índice y medio. Terminaron cantando con nosotros Que el tamboril se olvida y la miseria no, que el tamboril se olvida y la miseria no, que el tamboril se olvida y la miseria no. Me bajé del escenario, volví a mi asiento y el público comenzó a gritar ¡otra! ¡otra! Yo pensé que estaban llamando al mozo ya que algunos miraban a la barra y mostraban sus botellas vacías. Pero no, era para nosotros. Regresé de un salto al tablado y tocamos una milonga para lucimiento vocal del que había deseado un concierto largo. Pero la atención no era la misma y para colmo el tema era medio bajón. La letra comenzaba con “El que ha vivido penando por culpa de un mal amor” Imagínese como seguiría. Todo mal. Yo ejecutaba con soltura y donaire mis arpegios pero escuchaba claramente conversaciones, risas, algún ronquido. Gente que se levantaba para hacer pichín y hacía ruido con la silla. Se había roto la preciosa burbuja del milagro artístico y ahora había dispersión. ¡Yo se los había avisado! Terminó la canción, ahora con aplausos un poco más retaceados y volví a bajar del proscenio, esta vez definitivamente. Fue un concierto breve, pero yo tengo un refrán de mi propia cosecha que dice: lo malo, si breve, parece menos malo. Fue una experiencia inolvidable.

Foto: GJF

lunes, junio 06, 2011

Se celebró en las instalaciones del Sindicato de Empleados de Comercio (Ezeiza), gentilmente cedido para la ocasión gracias a la gestión del gran Horacio, tío del sobrino del mismo nombre (Horacio), el encuentro bianual de fútbol y amistad entre nuestro club argentino y el equipo uruguayo denominado Arqui 90. Este evento cumple diez años desde aquel primer partido jugado allá en el lejano 2001, en la ciudad de Montevideo, capital de la República Oriental del Uruguay, y que terminó 3 a 3. Esta vez también hubo empate aunque a dos tantos por banda. Más allá del frío número de la justa deportiva hubo el habitual clima de camaradería que convierte en inolvidables cada uno de los momentos compartidos. Campea el afecto, la risa, y la amable charla con el rival. Ese mismo rival al que, acaso, minutos antes, durante el duro match, uno le pegó una violenta patada que lo revoleó dos metros de su posición y lo hizo caer de boca contra la grama en medio de horribles ayes de dolor. Pero esto es así y tal vez lo hayamos aprendido de los jugadores de rugby que hacen un ritual del tercer tiempo mientras se sacuden los restos de oreja del rival que quedaron insertados entre los tapones del botín. Los muchachos de Peñarol estaban exultantes por la reciente clasificación a la final de la copa Santander de batunga Libertadores de América. Y los de Velez Sarsfield, claro, un poco caídos de chapa Zapata, pero no obstó para que chocaran sus copas y analizaran el partido del estadio Amalfitani con apasionada objetividad. Los uruguayos que no son de Peñarol tampoco estaban muy contentos con el logro del manya, equipo al que llamaban maliciosamente “esquimal en el desierto” porque sus jugadores se preguntan todo el tiempo cómo carajo llegaron hasta allí, aludiendo a que es una casualidad su acceso a la final continental.
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