lunes, enero 31, 2011


LOS GRANDES TEMAS TRATADOS A LA VERA DEL MAR
Un señor a metros de nuestra ubicación nos plantea dudas en orden a determinar si su cabello es natural o , por el contrario, se trata de una peluca. La opinión está dividida. El veredicto queda pendiente. Por suerte, el hombre todos los días regresa a la playa y se renueva el debate.
No se puede discernir si la gente es sucia o hay carencia de recipientes donde abandonar los restos del intercambio humano. Con todo, es meritorio que los viandantes más alejados de los botes contenedores se levanten después de apurar una colación y lleven la bolsa con el sobrante adonde corresponde. Bien por ellos.
Como en años anteriores el avión propalador de publicidad promociona un “tributo” a Ricardo Arjona. “Tributo”, palabrita antipática por su sinonimia con “impuesto”. Además, el artista verdadero, en este caso el gran guatemalteco, nunca se enterará del “homenaje”. Bueno, dirán los contradictores de mi teoría, los muertos tampoco se enteran de los homenajes que les dispensan. Buen punto. Más propio sería llamar a los tributantes “imitadores” Pero el término los desluce porque los imitadores están un grado más abajo en el escalafón de los artistas. Aunque son artistas, lo son de varieté (variedades). El varieté siempre se consideró un arte menor. Un Beto Cabrera siempre estuvo debajo de un Roberto Yanés. Injusticia.
¿Qué comemos esta noche? Pregunta que en un 95,34 por ciento formulan los varones.Existen dos clases de respuestas, que corresponden a dos tipos de mujeres: la primera sería: Y…podríamos comprar unas pizzas, la segunda, tipología en la que entra cómoda mi mujer: “No sé, no se puede estar todo el tiempo pensando en la comida. Pensá vos qué sé yo. Delivery” Como si delivery fuese una comida.
¿Existen los libros para leer en la playa? Definitivamente no. Si el libro es bueno se lee en la playa, sentado en el inodoro y en la biblioteca pública. Así que, amigo, no dudes, si te propusiste leer los siete tomos de En busca del tiempo perdido, hazlo en la playa que nada te lo impide, el cerebro no se diseca por el hecho de estar ocho horas bajo el sol. Que no te arredre llenarlo de arena o estibarlo (al libro), al volver de la playa, junto al táper con la yerba. Lo sacudes y listo.
EL verano es propicio para que los artistas en el ocaso puedan salir a la luz y vender su espectáculo por unos billetes. Son aquellos que no salen más por televisión pero que necesitan comer y vestirse y no saben hacer otra cosa. Horacio Fontova estará en Lucila del Mar, Sandra Mihanovich no me acuerdo dónde. Ellos se consiguen un par de músicos que les hagan el acompañamiento y hacen su trabajo dignamente. Su talento, si alguna vez lo tuvieron, está casi intacto. Unos tocarán mientras le gente come y conversa, punto muy degradado de la intensidad artística. A mí me da lástima cuando el cantante se esmera mientras el parroquiano pide otro pingüino a los gritos.
Cuántas veces uno habrá salido de vacaciones y piensa que qué lindo sería tener un departamentito, casita, comprar un terrenito y construir un ranchito para venir todos los años. La doctrina una vez más se divide: están los que se aburren de ir dos veces seguidas al mismo lugar y venden enseguida el bien luego de haber acumulado gastos por expensas impuestos, tasas y lo que fuese. Sin contar que alguna vez lo han alquilado para recuperar algo de lo perdido, pero ese dinero se aplicó a reparaciones. Por el otro lado están los que se enamoran de la casita o el pisito y vuelven cuantas veces pueden, incluso en el invierno, cuando nadie queda en el balneario, ni siquiera los residentes permanentes, el frío hace llorar al viento como en una película de terror y los postigos golpean furiosamente contra los marcos carcomidos por la sal marina. Da como para una película de miedo dirigida por Emilio Vieyra.
Un bolso se cayó en la ruta desde el techo de un automóvil y diseminó a lo largo del pavimento decenas de braguitas, bombachitas y trusas, todas de tamaño minúsculo, todas cola-less. Había algunos culottes también. Momento de alto contenido erótico en la autopista. Los hombres somos unos calentones.

La foto corresponde al señor del que aun no hay opinión conteste sobre si su cráneo está o no forrado por una peluca.

miércoles, enero 19, 2011


CÓMO PERDER UN DÍA CUANDO NO TE SOBRAN
Salimos de nuestra ciudad a las ocho y cuarto a eme sin sospechar la aventura que viviríamos durante las siguientes catorce horas. Parece insólito hacer un viaje de trescientos y pico kilómetros en 14 o 15 horas sin haber tenido inconveniente ninguno con el auto. Lo que ocurre es que es el día de recambio vacacional y eso supone un atraso perfectamente lógico, pero nunca la escandalosa demora que nos hizo llegar a las diez y media de la noche. No me gusta manejar de noche y tuve que incursionar en esa lisérgica práctica de, en un contexto de negritud total, ver solamente pares de lucecitas blancas y rojas agrandarse y achicarse. Tampoco me gusta manejar cuando llueve pero eso ya depende de la furia de los elementos y sólo el Altísimo tiene decisión sobre el particular. En la autopista 25 de mayo el trámite fue normal pero al tomar la autovía 2 se empezó a aglomerar el parque automotor y bien pronto nos encontramos mezclados en un batiburrillo de chaperío y motores silenciosos donde era imposible entrar o salir. Los minutos pasaban y no avanzábamos más que unos pocos metros. Los primeros tiempos lo tomamos con buen humor y nos entretuvimos escuchando canciones de The Beatles de su primera época, pero cuando se acababa el disco reparábamos en que seguíamos casi en el mismo lugar. Lo que provocaba el gran embotellamiento era el efecto embudo en el peaje. Por la ley de concesión a los peajeros no se puede esperar en la fila de autos por más de un minuto con cuarenta y cinco segundos. En consecuencia, cuando ese lapso transcurría, los coches comenzaban a hacer sonar sus bocinas para indicarle al operador que debía levantar la barrera y dejar pasar a los automovilistas sin costo. Las pérdidas de las empresas, cuando estos eventos se producen, deben ser inmensas pero eso no es una cuestión que me perturbe ni mucho ni poco. Acaso las concesionarias legítimamente se ilusionan cuando llegan estos días de recambio porque la cantidad de autos se multiplica, e imaginan pingües ganancias. Todo lo cual se neutraliza cuando, por el estricto cumplimiento de la normativa, las compañías deben levantar sus palos rayados y permitir el paso irrestricto de las unidades. Pero insisto, no me preocupa un ardite. Cuando en cortos tramos el tránsito se agilizaba nos dejábamos ganar por el entusiasmo pero enseguida volvían las detenciones y el silencio ominoso. Mi mujer se quejaba un poco más que yo, que ardía por dentro pero me cuidaba bien de no exteriorizar ninguno de mis sentimientos que alternaban entre una alteración de nervios moderada y el miedo, aun el pánico, la desesperanza, la desilusión, la morbidez, y toda una paleta que nunca ayuda para un estable ritmo del corazón. Intentaba poner en práctica los conocimientos adquiridos en Louise Hay, Deepak Chopra y Ari Paluch, pero no. Es paradójico, se me había presentado la oportunidad única de estar en el medio de la pampa como nunca antes, ahicito nomás de los alambrados y de las vaquitas, oliendo el perfume sabio de la madre tierra. Pero el desespero de la espera pulverizaba cualquier imagen idílica. Queríamos fugarnos de allí, necesitábamos tomar velocidad, aunque más no fuese unos cuantos kilómetros en la hora, no nos importaba tardar lo que fuese, llegar dentro de cinco horas pero que el coche se moviera. El andar, parar, andar, parar, andar, parar, te deteriora los nervios, te oblitera la paciencia. Decí que nuestra perrita (Loli) es una santa y duerme casi todo el tiempo (ver foto). Paramos en Castelli para que ella, que está viejita pero bien, pudiese estirar un poco sus patas y hacer pichín. Además comeríamos algunas de las pocas vituallas que habíamos cargado. Para qué traer de comer, pensábamos antes de salir de las casas, si para el mediodía ya estaríamos en el balneario. Me apeé del auto, me dirigí al baño y volví para comerme tres sandwichitos de salame y queso tamaño small. Cinco minutos más tarde nos reincorporamos a la ruta y a la caravana. El panorama no había cambiado. El problema era el nudo que se provoca en la desembocadura (cabinas de peaje) del río (la ruta). La marcha era exasperante. Sólo en algunos momentos rozábamos apenas los cincuenta por hora pero la desilusión era grande cuando de nuevo veíamos adelante la fila de autos parados que llegaba mismamente hasta el horizonte. La recordación del cuento de Julio Cortázar llamado La autopista del sur es inevitable pero creo que el embotellamiento que imaginó el gran escritor argentino dura una semana o algo así y que había muertes. En nuestra emergencia eso no sucedió, creo. La radio “de la ruta” daba informaciones desactualizadas o tal vez imaginadas, como aquella que decía que en el km. ciento setenta y pico hubo un accidente y por eso el tránsito se hacía lento. ¡El tránsito ya era lento! No vimos accidente ni secuelas de él pero no avanzábamos. Sólo en un ilusionante trayecto de, digamos, veinte km. pudimos disfrutar de velocidades de cien o ciento diez pero enseguida regresamos al encajamiento, a contemplar durante horas la parte trasera de un auto y su gente. A ver el campo que pasa lentito y a poder reparar en puridad los colores. En nuestro estado cercano a la condición zombi no veíamos la soja ni ninguna otra planta de las que mueven el progreso y hacen ilusionar a los gobiernos en épocas electorales. He visto, sí, un campo de girasol, quizás porque es la oleaginosa más bella del mundo. Algunos coches decidieron cortar por lo sano e internarse por la banquina con el objeto de adelantarse aunque más no fuese para sacudirse la demencia asesina. Pero no eran tantos, la mayoría respetaba las normas y sospechaba que los controles no se habían relajado ni siquiera con las condiciones tan excepcionales en que se encontraba el tránsito. Al llegar a otro de los tantos peajes los autos hicieron sonar la bocina en un estrépito ensordecedor. Era la protesta mínima que ensayaban ante esa situación en la que hay que ser un iniciado para saber a quién echarle la culpa. Que sin duda es de los concesionarios con sus casillitas que son como un trapo rejilla colocado en el desagúe de una pileta. Si querés desaguarla sería recomendable quitar el trapo. Finalmente no parece que sacar el trapo sea sinónimo de levantar las barreras. Podría serlo quitar de cuajo las casillas porque las barreras de hecho las habían levantado pero la fluidez no se recuperó ni en mínima cuota. La galleta, una vez egresados del peaje, seguía y seguía. Hasta allí, salir del martín pescador del peaje regalaba unos kilómetros, no más de diez, de buena circulación y velocidad prudente. Acá no, acá persistía el infierno. Yo sé que el gran problema es el recambio y la cantidad de gentes con coches que hoy en día están en capacidad de pasar unas merecidas vacaciones como soñara el general. Pero qué tole-tole. Cómo harían aquellas familias que tienen pequeños para superar el momento, con qué amenazas podrían calmar a las bestias que pedían comer, beber o excretar en cualquiera de sus formas. Cuando la temperatura llegó a 35 grados, yo dudaba si encender el aparato de aire acondicionado puesto que, desde hacía horas, veníamos arrancando, andando un poco a escasa velocidad y luego parando. Mi ignorancia sobre el funcionamiento de motores me hacía sospechar que el sistema de aire podría fundir el motor y transformar mi auto en una bola de humo. Entonces aguantamos con estoicismo las altas temperaturas. Más que el calor nuestra preocupación era poder terminar el tormento de parar-arrancar-parar-arrancar. A la tarde comenzó a llover pero tuvimos un período de aproximadamente veinte minutos a velocidades de sesenta kilómetros. Estábamos tan contentos con esa velocidad crucero que ni nos inmutamos cuando la lluvia devino tormenta, poco se viera por el parabrisas y esa escasa visibilidad disminuyera por efecto del empañamiento interno del vidrio. Pero duró poco y volvimos a la velocidad cero. Las banquinas comenzaron a embarrarse, el día volvió a aclararse, había amainado el chaparrón. El campo, en primer plano con los olores exacerbados por el agua que es bendición para los sembradíos, parecía un regalo de la federación agraria. Pero mi mujer no lo disfrutaba y yo tampoco. Algunos autos y unos pocos 4 por 4 se atrevían a transitar por la banquina enlodada pero no eran muchos porque sabían que era un adelantamiento sin esperanzas, unos metros más adelante deberían reinsertarse en la fila, si eran admitidos por los malhumorados que cumplían con los reglamentos viales y se la bancaban a como señoritos. Entiéndase, no tenía sentido adelantarse porque más allá del horizonte la fila persistía, no terminaba, era una cintura cósmica, si pudiese interpretar correctamente lo que eso significa. Más discos de The Beatles, ahora en una segunda pasada. ¡No me gusta repetir discos en los viajes!
Mi mujer me convida uno de sus discos de telgopor que parecen galletas de arroz. El agua se acaba, Para ella no es inconveniente, como un camello, no bebe nunca. Y no le importa jorobarse. Y tampoco necesita el toilette. A mi no me preocupa quedarme sin agua. Me preocupa salir de allí, con sed o muerto de deshidratación, pero salir. Son cerca de las ocho treinta de la noche. El auto está detenido, sólo se ven los pares de luces blancas que vienen en sentido contrario, uno detrás del otro. Son los que se vuelven, Pocos suicidas de nuestra fila se adelantan, ya entendieron que no tiene futuro ni adelantarse ni suicidarse. Nos preocupa ahora, como si no nos sobraran las preocupaciones, que los de la inmobiliaria, que nos arrendaron la casa en el balneario, se vayan a su casa y nos quedemos sin la llave. No llevamos encima el número de teléfono, hacemos una conexión con mi cuñada más pequeña quien, a través de Internet, se anoticia del teléfono de la inmobiliaria y nos lo proporciona. Llamamos al de bienes raíces y nos despreocupa:
-Despreocúpese, lo esperaremos el tiempo que sea menester.
La humanidad todavía puede salvarse, sólo basta enrolar entre quienes se ocupen de ese cometido a los caballeros como los de la inmobiliaria que nos rentó la casita a precio nada desdeñable. Ellos supieron esperarnos para darnos las llaves de la casamata. Y además para cobrar los quinientos dólares que faltaban para completar el monto del arriendo. Ahora se nos ha quitado una de las decenas de preocupaciones que ya teníamos. Yo tenía, además de todas las de mi mujer, la de que el coche se desvaneciera, produjera la última exhalación y adiós amigous. Sé que el modelo es nuevo pero no se deben perder de vista los ataques de pánico que me vienen mucho en esta temporada. Si se lo mira desde una perspectiva novedosa esta emergencia suspendía en gran parte el desarrollo mental de los grandes temas y de los pequeños. Quiero decir que no nos daba ni para hacer planes para cuando llegásemos, ni pensar en los problemas cotidianos, en el futuro de la humanidad, el calentamiento global ni en ningún otro asunto que no fuese el partir hacia donde fuese posible, el huir de la nefanda condición de suspendido en el medio de la pampa húmeda. Veía a los seres que discurrían en los otros autos y la tensión, acompañada de una resignación paralizante, parecía ser unánime en todos los rostros. Hasta los niños y los bebés parecían atontados ante la situación y se abstenían de hacer quilombo como uno puede pensar de las criaturas. Y los padres, que son quienes deben corregirlos con la palabra o con violentos trompazos, miraban como estúpidos el horizonte que parecía el único territorio en el espacio de donde pudiesen surgir las soluciones. Las mujeres fumaban. Y compartían el humo con sus pequeños retoños. Dos chicas bajaron de un auto y, enfundadas en chandales para aerobismo, comenzaron a correr a la vera de la ruta y alternativamente le ganaban a su vehículo o quedaban retrasadas, pero nunca perdían a la nave madre. Según los registros de mi mujer en la última ruta que tomamos, antes de llegar a nuestro destino, que apenas tienes un poco más de sensenta kilómetros, estuvimos alrededor de cinco horas. En el final del día, cuando la noche tendía su cobija negra sobre objetos y animales, nosotros estábamos parados en la ruta sin saber nada porque la “radio de la ruta” no informa nada, no sirve para nada, solamente hablan unos pavotes haciéndose los simpáticos y queriendo imitar a los que juegan en las grandes ligas. Y mucha música pasada de moda. Pero nunca supimos que nuestro varamiento se debía a que había un choque en el que cuatro automóviles, al menos, estaban involucrados. Eso fue la causa de la última Gran Demora, la más espectacular, la más resonante. Un accidente. Cuando terminamos de pasar entre los restos de coches, ambulancias, grúas y tal vez dedos humanos, fuimos tomando un ritmo de 50 km en la hora que, ya ha quedado dicho, era todo un lujo para los estándares actuales. Eran más o menos las diez de la noche. Y a las diez y media llegamos a la casita sin novedad.

jueves, enero 13, 2011



HOMENAJE A CARMEN SEVILLA
Antes, cuando llegaba Semana Santa siempre daban por la tevé la película Rey de reyes (Nicholas Ray-1961)protagonizada por el extinto Jeffrey Hunter. Era un actor apuesto aunque de limitados recursos. Así y todo compuso a un buen Jesucristo. Murió prematuramente (digo Jeffrey, aunque Jesús también pero este último tuvo la suerte de resucitar) y las revistas del corazón norteamericanas inventaron una maldición para todos los que actuaban haciendo de Jesucristo. Todo porque se había muerto también el Jesús de Zeffirelli. La actriz que hacía de María Magdalena era Carmen Sevilla, una cantante española que en 1986 vino a la Argentina a filmar una novela para la tevé, La viuda blanca , con Gerardo Romano y Héctor Calori. Carmen era bonita y no cantaba mal; un ojo parecía más pequeño que el otro y una ceja se le levantaba y se le bajaba dándole a su rostro un aire levísimamente vicioso. Digo levísimamente porque no podemos olvidar que la chica trabajaba en la época del generalísimo Franco y allí no había cabida siquiera para los pecados cavilados en la soledad del retrete. Carmen Sevilla, en su calidad de cantante del género español, visitó la Argentina varias veces durante las década del sesenta y setenta. En esos tiempos la televisión nacional desbordaba de programas “musicales”, también llamados “shows”, donde, sin solución de continuidad, desfilaban cantantes, magos, humoristas, malabaristas, ballets, todo mechado con algún que otro chiste a cargo del atildado y nunca desbordado “maestro de ceremonias”. De todas las cantantes españolas que llegaron al país la que estaba mejor, sin dudas, era Carmencita Sevilla. La mayoría eran feas (Sarita Montiel, Lola Flores, Carmen Amaya) Pero Carmen de España, como la mentaban, estaba de rechupete. Cuando la orquesta ejecutaba esas largas introducciones que engordaban como lechón navideño las canciones, Carmen de España y otras de similar valía, ataviadas con sus vestidos típicos llenos de volados, solían bailar, tocar las castañuelas y patear el aire lo que hacía levantar intencionadamente sus faldas voladizas. Algunas de esas chicas, con sus cabriolas, dejaban ver un poco de las piernas. Otras no tenían ningún resquemor en que se les viera redondamente la bombacha, bien que una bombacha de dimensiones respetables. Ay, amigos. Qué momento estelar del “show” para un purrete que, como yo, estaba aprendiendo los primeros pininos en el arte de la erótica realizada a mano.
En la película Rey de Reyes, la Sevilla no estaba tan bien pintada como en los “shows” porque interpretaba a María Magdalena que, a estar por sus vestiduras miserables, era un personaje que no pasaba por una buena posición económica. Pero en el “show”, con esa cejita juguetona y esa bombacha generalísima franca, qué morrocotudos momentos me supo hacer pasar y cuánto se lo agradezco.
Otra vuelta he de contar cuando pasaron una película de Libertad Leblanc por televisión. Creo que llegó la hora de blanquearlo.

domingo, enero 09, 2011


¡ME DESAFIARON A PELEAR!

Hace tanto que no me desafían a pelear. Creo que gobernaba Illía la última vez que alguien se arremangó y me desafió a pelear. Resulta que Carlitos, que jugaba ocasionalmente en el equipo rival en nuestro partido de soccer de los domingos, se calentó conmigo porque lo agarré de la camiseta para que no se me escapara y enfilara a puerta. Su casaquilla se hizo trizas. Cuando le toqué el hombro cariñosamnte a manera de disculpa tuvo un ataque de histeria y comenzó a insultarme. Y no me perdonó. Yo quise explicarle que los agarrones son la falta menos malintencionada del fútbol porque evitan la patada que es lo que verdaderamente hace daño y causa lesiones. Pero tampoco así lo entendió, entonces yo le dije que si se ponía loco porque le hacían una miserable falta, que no ponía en riesgo ni su cuerpo ni su alma, entonces, sin dudas, era un puto y un maricón. Eso no le gustó. Fue allí cuando me dijo que saliera afuera para pelear (¡ya estábamos afuera!) Nunca me gustó pelear y menos a mi edad y menos cuando estamos ganando y menos cuando jugué un gran partido y menos cuando hice un golazo. Ya se le va a pasar y se dará cuenta de que, siendo tan viejos, un desafío a pelear es un papelón. Además tengo por norma no boxear con los amigos. Ni con los enemigos. He aprendido muchas cosas a lo largo de una vida plena, una de ellas es perdonar. Lo que sí me cuesta aprender es a no agarrar de la camiseta a un rival cuando se me escapa.

viernes, enero 07, 2011


FIESTA RARA
Si me hubiesen invitado a una fiesta musulmana me habría sucedido mucho de lo que a continuación referiré pero no me hubiera llamado la atención pues ya estaría preavisado por la propia dinámica del mandato ancestral. Esto fue así. Me invitaron junto a mi mujer a un cumpleaños de quince. No era de esas reuniones multitudinarias con sillas forradas con sábanas blancas y desayuno durante la resaca. No, era una cena en un restaurant de postín. Al llegar al establecimiento, los concurrentes nos distribuímos en la mesa general que formaba una U mientras la homenajeada, que estaba bien bella, se sacaba fotos con sus amiguitas inquietantes. Había un papelito sobre cada plato en el que figuraba el menú que comencé a leer para matar el aburrimiento. Al llegar al rubro bebidas se leía: Gaseosa, Agua saborizada, Agua mineral (con o sin gas). El concurrente que estaba frente a mi ubicación, menos apocado y pusilánime que yo, le preguntó al mozo, cuando pasó cerca: ¿no hay vino? No, contestó el de moño negro, pero le voy a preguntar al papá de la chica si habilita unos vinardos.
Resulta que ni el vino ni la cerveza estaban incluídos en el precio del menú fijo y había que pagarlos aparte. Consultado que fue el padre de la quinceañera si quería agregar vino a la oferta líquida, el primero contestó “no”. Así que me pasé la velada tomando agua “saborizada”. Primera consecuencia: no había euforia en el ambiente y no se escuchaban risas. La charla con mi vecino de mesa era apagada y sin futuro, como los cohetes que fallan y emiten al quemarse un insignificante ¡pff! Mi señora, que puede hacer hablar a las piedras, debatía con una mujer sobre Malparida. Con su marido (digo el de la mujer, no el de la malparida que vendría a ser Raúl Taibo) coincidíamos en la calificación del gobierno. Pero no tiene gracia. Parecía una reunión de consorcio y ni siquiera eso porque a veces, en esas asambleas, los ánimos se caldean y se levanta un poco la voz. Aquí no, la serenidad era propia de un lago del sur y los diálogos eran apenas susurrados. Me dije bueno cuando llegue el corte y posterior ingesta de la torta, seguro que habrá brindis con champaña o, cuanto menos, sidra. Pero no. No hubo brindis. Si se te había acabado el agua saborizada la torta se atragantaba en el conducto y la tenías que bajar con tu propia secreción salival. En fin, toda una experiencia. La última vez que estuve en una fiesta abstemia fue cuando cumplí los diez años. Corría el Trinaranjus y la Refrescola que era un contento. Así deben ser las fiestas anuales de alcohólicos anónimos. ¡Tómese otra copa, otra copa de agua (saborizada)!, ¡tómese otra copa, otra copa de agua (saborizada)! ¡ya me la tomé, ya se la tomó! , ¡ahora le toca al vecino!
Tristísimo.
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