sábado, octubre 30, 2010


UNOS DÍAS EN PUNTA DEL ESTE - TERCERA PARTE
(Relato sobre un grupo de futbolistas argentinos sub-70 que viajaron a la vecina orilla para jugar un match contra un equipo uruguayo)
Síntesis del partido jugado el 23 de octubre de 2010 en el Club Atlético Ituzaingó de Punta del Este.
PRIMER TIEMPO
Los primeros minutos fueron de estudio pero parecía que los uruguayos se habían preparado con el resumen Lerú, porque nos aprendieron enseguida, mientras que nosotros intentábamos descifrar. sin éxito, un tratado de física cuántica en dos tomos. No sorprendió que a poco de comenzado el partido nos convirtieran el primer gol. Eso condicionó nuestra estrategia y arrojó por la borda todo lo planeado hasta allí. Debimos salir a buscar el empate y ¡pumba! Otro gol. Los bravos charrúas nos entran por todos lados. Parecemos un gazebo. Nuestro arquero tiene problemas en su rodilla, sus desplazamientos son dificultosos, sus pies señalan hacia afuera como las dos menos diez. ¡Guarda! Cero a tres. El técnico se arranca los pelos, los jugadores se reprochan, los suplentes se miran, los uruguayos gozan, los pajaritos cantan, las nubes se levantan. No pasamos el medio campo. Para los orientales juegan el tío de Balsas, el jugador de San Lorenzo, y el papá de Curbelo, el defensor de Godoy Cruz que operó al chico Lamela de River en Mendoza. Mi suegro jugó en Tiro Federal de Rosario en 1941. No podemos conservar la bocha. El balón vuelve más rápido que en ese juego que consiste en una pelota de goma que va unida a una paleta por una piola elástica y cuando uno golpea la pelotita, ella vuelve, la golpea y vuelve, la golpea y vuelve. Nuestro delantero estaba más solo que Moyano cuando no ponen los micros. En el medio tenemos menos marca que los supermercados Eki. ¡A la marosca! Cero a cuatro. Y termina el primer tiempo. Resultado parcial: Uruguay 4-Argentina 0.
SEGUNDO TIEMPO
Una norma interna del plantel obliga a que el equipo se renueve completamente para el segundo tiempo. La delegación está integrada por más de veinte players y todos deben jugar. Tal vez renazca la esperanza pero… qué pasa allí. Ah, uno de los que tiene que entrar no quiere hacerlo, no quiero, no quiero, no quiero. Al final el técnico lo convenció. ¿Sufría nuestro coequiper de pánico escénico? ¿No quería quemarse? ¿Se excedió con las facturas en el desayuno? No sé pero ¡Cuidado! Cero a cinco. El arquero siente un tirón a la altura de la línea del área grande (el tirón es en la pierna) y vuelve rengueando sin decir pido gancho. Se la clavan de emboquillada. Nuestro golero juega al don pirulero o pide cambio. Ah, no. Cambio de arquero. Mal día para él: le llenaron la canasta, se contracturó y a la tarde tuvo el episodio de la piscina cuyo relato excede los alcances del presente trabajo. Le tengo fe a su reemplazante porque es más jovencito, aunque igual de gordito, pero tiene un… ¡epa! Cero a seis. Se conoce que lo agarraron frío. Más que Walt Disney. Ahora es imposible empatar. Antes también. Algunos ya están pidiendo la cabeza del técnico que conserva los pocos pelos que no llegó a arrancarse. Un compañero de pechito frío se va de la cancha porque se estaba aburriendo (sic). Por las puntas el equipo tiene dificultades. Y por el centro. ¡Goooooooool! Gol de los verdes (nosotros) Un tiro libre a favor, la barrera contraria se está formado y nuestro delantero, vivo como pocos, patea la pelota que sorprende al golero rival con la cara pegada al poste, señalando con el brazo extendido y gritando ¡a la derecha, no, a la izquierda, no, más a la derecha, vo! La pelota anida en la red. Nuestra moral podría llegar a elevarse un tanto con este tanto. Pero no. Uno a siete. Gol uruguayo. Un jugador verde, en la banca de relevos, se va a bañar antes de terminado el partido. Gran sentido del compañerismo. El asado ya casi está. El whisky debe estar pronto. Los chorizos cortados en rueditas, humeantes. Pero todavía el partido no terminó. Ocho a uno y nueve a uno. Termina el sufrimiento. Será sin duda un partido bisagra en el que los porteños nos agarramos los dedos mal. Ah, no. Faltaba el décimo. 10 a 1. El referí pita tres veces. No le queda mal la calva al técnico. José María Muñoz desde el cielo nos debe estar diciendo: vaya rápido a los vestuarios, no se me enfríe. Ah, ya estaba frío. OK.

martes, octubre 26, 2010



UNOS DÍAS EN PUNTA DEL ESTE - SEGUNDA PARTE
(Relato sobre un grupo de futbolistas argentinos sub-70 que viajaron a la vecina orilla para jugar un match contra un equipo uruguayo)

La foto de abajo (o foto "b") ilustra el momento en que el pelado Cordera, ex líder de La Bersuit, practica yoga o descabeza un sueñito, quién sabe, mientras espera la departure del vuelo que lo y nos transportará desde el aeropuerto de Carrasco hasta nuestra patria de nacimiento o adopción.
...................................................................................
La noche, que cubrió con su telón estrellado la obra concluída del primer día en el este, nos encontró acicalándonos para salir a comer. Acaso secándonos el cabello, los que lo conserváramos, con ese magnífico secador adosado a la pared pero que se podía extender gracias a un cable tirabuzón de extensión razonable. 50 almas, que velaban sus armas para la lid del día siguiente, se juntaron en un restaurante de Maldonado, pueblo vecino a Punta del Este. La muchachada congeniaba, bromeaba, bebía cerveza o refrescos (En Uruguay se llama “refresco” a la gaseosa, “bizcocho” a la factura, “botija” al niño y no dice “andá a la puta que te parió”, sino “no seas malo”). Además nos prometíamos una lluvia de goles para el día siguiente. Uno sólo elenco cumpliría su promesa… Allí, en el comedero, cuyos dueños eran oriundos de Viareggio, Italia, se comieron unas pastas que estaban deliciosas porque se hicieron desear durante horas. ¿Acaso no amamos más a las mujeres que responden con mora a nuestros anhelantes requiebros? Postre: flan con dulce. Muchos, luego de la comilona, quisieron continuar la velada en un conocido local de citas galantes con derecho a penetración, que lleva el nombre de Naná, llegar hasta allí, verlo de afuera y quizás sacar una foto del establecimiento para después ir a dormir en paz. Aquel que se acostara temprano y en paz tendría más posibilidades de, en el trascendental encuentro del día siguiente, entregar prestaciones más eficaces. Misión complicada si observábamos el estado atlético de los muchachos: alguno tenía la rodilla adolorida y ciertos problemas de visión, otros estaban excedidos de peso, uno padecía de intestino perezoso, otro recién volvía de un problema ligamentario producto de un paquetísimo accidente de esquí, en fin, no estábamos en la plenitud. La plenitud es complicada de alcanzar a esta edad, y la paciencia menos. Llegamos a una etapa etaria en que cada vez más cosas nos molestan entonces es de toda lógica intentar no ser molestos. Está el que se impacienta porque tarda en llegar la comida. Los horarios acá no deberían contar porque estamos vacacionando, sin embargo los criollos están todo el tiempo “que vamos a llegar tarde acá”, “que nos demoramos para llegar allá” “Se van a ir los que nos están esperando acullá” Basta, muchachos. Basta. No molesten más. Este vino no me gusta, la paella estaba seca. Basta. El choto sí me gustó. ¡Guarda a ver si te acostumbrás mal! Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja. Hasta los chistes son viejos y de viejo. Lo mejor es no molestar y así ocultás todas esas miserias. El doctor V. es de esta madera. Ojo no estoy diciendo que es de madera. Nadie sabe las cosas que pasan por su cabecita a la hora de observar el comportamiento de sus congéneres. Pero él no molesta a nadie, no impone su voluntad a nadie, no se queja de la comida, no señala las personas con quienes hubiese preferido no viajar o sugiere los nombres de quienes no deberían jugar el partido. Ni tampoco se ofende por cualquier cuestión baladí (o boludí). Pero qué va a hacer, están viejos y se colocan todas las vestiduras psicológicas propias de un viejo. ¡Pero ojo! Si los viejos no se cuidan de todas estas mezquindades se convertirán en viejos malos, también llamados viejos de mierda. Quizás uno en particular de los que se molestaron tenía motivos valederos. Pero el malhadado episodio de la piscina deberá quedar para otro momento.

lunes, octubre 25, 2010


UNOS DÍAS EN PUNTA DEL ESTE
(Relato sobre un grupo de futbolistas argentinos sub-70 que viajan a la vecina orilla para jugar un match contra un equipo uruguayo)

Al arribar al aeropuerto de Montevideo, descendimos del avión y nos encontramos con los integrantes del equipo rival que nos venían a recibir para transportarnos a la ciudad de Punta del Este. Previamente pasamos por la ciudad Maldonado donde hay un restaurante llamado “Simplemente la balanza”, justo en la esquina de 25 de mayo y Santa Teresa. Daniel, nuestro amigo charrúa, que saludaba a todas las chicas de los peajes designándolas por su nombre (hola Jaqueline, buenos días Soledad), estacionó el auto y caminamos hasta un restaurante llamado “Lo de Rubén”, donde ambas delegaciones compartirían un almuerzo consistente en carnes asadas y ensaladas. Previamente, a manera de entremés, nos sirvieron unos chorizos cortados en rueditas y chotos, ambos acompañados con pan. La palabra “choto” dio lugar a todo tipo de chistes que los porteños hacíamos estúpidamente ante la bien disimulada resignación de los orientales. La carne estaba especial y yo tomé Pilsen, que es la única bebida que tomo cuando piso tierra uruguaya. O la Patricia. Incluso me cepillo los dientes con Pilsen. O la Patricia. Terminado que fue el almuerzo abordamos nuevamente los coches uruguayos y nos dirigimos a Punta del Este donde nos alojamos en el hotel “Salto Grande”, ubicado en la avenida Italia, a pasitos del Conrad. Qué hotel el “Salto grande”. Cuartos cómodos y bien calentitos. Un televisor grande como una ventana que conviene dejar cerrada. Una piscina cubierta donde horas después habría de desarrollarse un evento de ribetes harto dramáticos pero que será referido a su debido momento. Ya el viaje en avión , para aquellos clase media que nos aferramos con garras de gato para no caernos a la inmediatamente inferior, supuso un lujo que supimos justipreciar y disfrutar. Desde la ligera colación que ofrece la aerolínea en el breve trayecto Bue-Mon, y que los viajeros frecuentes suelen despreciar sin siquiera mirar a la aeromoza, apenas con un asqueroso signo de “no” practicado con el dedo índice, o recibiendo la bolsita sin dar las gracias. Nosotros, que somos humildes pero bien educados, les agradecíamos a aquellas deliciosas criaturas perfumadas, recibíamos su ofrenda comestible y nos dedicábamos a analizar, primero, las características de esa bolsita plástica, con práctico cierre relámpago, que contenía una barra de cereal y un jugo multifrutal -antes llamado “tutti fruti”-. Las bolsitas nos las guardamos, signo inequívoco de payuquismo explícito. Nunca se sabe cuando podés necesitar una de ésas. Otro síntoma de nuestro provincianismo es la agradable sorpresa que nos llevamos por la categoría del hotel. Yo he pernoctado en hospedajes sin baño privado, a ver si nos entendemos. Tenía que caminar casi media cuadra desde mi pieza hasta un inmundo pozo de detritus que ofendía a la condición humana. Este establecimiento puntaesteño, en cambio, tiene habitaciones con baños completos, lo que incluye bidet, pero no cualquier bidet sino ese bidet de chorro enérgico y autoritario, verdadero géiser que se hunde prepotente en las entrañas del ser. Baño con un secador de pelo fijado junto al botiquín y con cable de tirabuzón. Qué placer ese toilette con frasquitos de champú, jaboncitos redondos, espejo donde unos puede verse reflejadas las partes pudendas en su integralidad. A algunos no les llama la atención el volar, justo es mencionarlo, para ellos da lo mismo que hacerlo en el 252 a San Martín. Y hay otro muchacho, por último, que nunca se había subido a uno de esos artefactos, de no ser en el Ital Park, pero no es lo mismo. En fin, apenas formalizado el “chequín” en el “Salto Grande”, nos fuimos a conocer la ciudad por lo que poco pudimos disfrutar, hasta allí, del fabuloso telo que incluía gimnasio con aparatos y hasta una mesa de ping-pong. Después de un breve reconocimiento caminamos en dirección al mar y recorrimos por la rambla hasta llegar al puerto. Nos sacamos fotos con los lobitos de mar orientales y vimos los barquitos, los cruceritos, las lanchas, los chinchorros, las piraguas, los yates y toda clase de embarcación que usualmente forma parte del parque vehicular portuario. De allí pasamos a la emblemática calle Juan Gorlero, o simplemente “La Gorlero”. Desierta en esta época del año. Comerciantes tristes eran verdaderos huevos de heladera (siempre parados en la puerta) esperando al cliente que cuanto menos los sacara de esa paz sepulcral y les comprara un miserable helado, un miserable piso con vista a “La Brava”. Algo. A propósito de helado, un amigo uruguayo nos invitó con un helado delicioso. Yo aproveché para buscar el hotel donde pasé mi luna de miel hace una punta de años. Quería sacarle una foto y al volver a la Argentina decirle a mi esposa: “¿te acordás vieja?” Pero no me acordaba bien la calle y además supuse que había sido demolido. Volvimos al hotel, nos pusimos los trajes de baño y nos fuimos a la piscina. El establecimiento nos proveyó de unas batas de toalla que nos daba un aire ricardofortiano muy interesante. Nos sentíamos como unos dandys bárbaros, por lo menos aquellos que, pocos años antes, solicitábamos papel higiénico en la conserjería y nos daban unos cuantos metros que arrancaban del rollo padre, pero nunca el rollo entero. Jugábamos con nuestras batas blancas comportándonos como unos boludones, que para eso es el viaje también, vamos. Pero de la piscina he de referirme en próximas entregas porque en ese ámbito se produjo un acontecimiento cuyas derivaciones y ramificaciones aún están por verse. De aquel grupo multiforme de muchachos puede desprenderse un subgrupo que, desde que llega al destino elegido para los tres días de jolgorio bien entendido, hasta que se va, se instala en una mesa y se pone a jugar a los naipes. Sólo interrumpen las partidas para comer y jugar el famoso partido de fútbol que nos convoca bianualmente. En la pileta cubierta estuvieron unos minutos, vestidos con las bonitas batas y volvieron, más temprano que tarde, a las cartas y los retruques propios de este tradicional juego rioplatense donde se ganan porotos sin necesidad de siembra directa ni glifosato.

miércoles, octubre 20, 2010


HOMENAJE AL REFERATO ARGENTINO

BREVE ESTUDIO SOBRE LOS CANTITOS FUTBOLEROS DEDICADOS A LOS ÁRBITROS DE FÚTBOL

Existe el cantito genérico:
Tomala vos, dámela a mí, vamo a matar a un referí.

También el poema-advertencia que se suele aplicar en la hinchada contraria, pero que asimismo resulta de suma utilidad cuando el simpatizante desea expresar su disconformidad con los fallos de la terna arbitral:

Aserrín, aserrrán, de la cancha no se van.


Cuando el coro intimidante procura incluir a referí, jueces de línea, asociación del fútbol, la fifa y el mundo en general, que se ha confabulado en contra de nuestro querido cuadrito, es muy efectivo cantar, con la música de Que la dejen ir al baile sola, canción inmortalizada por el gran cantante Rubén Mattos:

Si lo tiran a (va nombre del equipo, preferentemente de tres sílabas o dos y acento en la última) al bombo
va a haber quilombo, va a haber quilombo.


Gran aceptación tienen los cantitos que aluden a un colegiado concreto, por ejemplo, los señores Teodoro Nitti y Andrés Iturralde, hoy retirados del referato, pero que antaño supieron escuchar innumerables veces, porque eran ciegos pero no sordos:

Nitti compadre, la concha de tu madre.
e
Iturralde, la concha de tu madre.

Rima breves, sencillas pero irreprochables. En los tiempos en que estos árbitros administraban justicia se personalizaron en ellos los versos-improperio que acabamos de mencionar, pero hoy se extiende a todo aquel juez cuyo apellido posea dos o cuatro sílabas. Si en los anteriores ejemplos se citan los apellidos de don Teodoro Nitti y don Andrés Iturralde es debido a que fueron los primeros puteados de la historia con esa versificación. Para ellos vaya nuestro homenaje.
Cuando el apellido tiene tres sílabas, siempre que no lleve acento en la última, la música de Cidade Maravilhosa es sumamente pertinente para cantar:

Baldassi, hijo de puta, la puta que te parió
Baldassi, hijo de puta, la puta que te parió.

También se la utiliza para referís con apellidos que contengan dos sílabas aunque la métrica se resiente un pelín:
Furchi, hijo de puta, la puta que te parió.
Furchi, hijo de puta, la puta que te parió.


También para apellidos de cuatro sílabas se aplica el siguiente canto, que ya lleva cuarenta años de vigencia, y que resulta de una eficacia apabullante:

Lamolina botón, Lamolina botón
Sos un hijo de puta, la puta madre que te parió.


Cuando el señor Lamolina dirigía el clásico entre River y Boca y los hinchas del primer club estaban en desacuerdo con los fallos del colegiado, entonaban la misma melodía con la letra alterada ligeramente:

Lamolina botón, Lamolina botón
Vos sos hincha de Boca, la puta madre que te parió.


Una vez más es necesario dejar sentado que el apellido aludido es al sólo efecto indicativo y de ninguna manera juzga las calidades morales de las personas involucradas en el presente trabajo.
Suele usarse, por último, la misma cancioncilla en apellidos de tres sílabas adosándole al comienzo la interjección “che”:

Che Laverni botón, che Laverni botón
Sos un hijo de puta, la puta madre que te parió.


Nota: Éste es un ensayo estrictamente sociológico. No les tengamos miedo a las palabras. Las malas palabras no existen. Malas palabras son "guerra", "hambre", "miseria", "sorete".

jueves, octubre 14, 2010


HISTORIA DE UNA EMIGRANTE - PARTE II
Resumen de lo publicado: Una mujer emigra a una isla de Europa.

Nunca supuso desdoro alguno para ella trabajar en un establecimiento gastronómico, en la ladera de una montaña, cortando zanahorias en rueditas. La búsqueda de la superación y el afán por procurar a los suyos, más temprano que tarde, una vida mejor, pulverizó prejuicios a la hora de la búsqueda laboral. No puede ser objeto de ludibrio quien, en la apetencia de una superación impostergable, no teme dejar entre paréntesis su amplia preparación intelectual en el campo del Derecho y los Negocios. Por otra parte esa ocupación en las alturas nevadas de la cálida isla, la distraía de sus innúmeras cuitas y además los patrones argentinos eran buena gente. El trabajo que la arraigó más profundamente en la ínsula fue en una oficina dedicada a la venta y alquiler de inmuebles. Al poco tiempo de incorporada, los propietarios vendieron la empresa que fue adquirida por un apuesto arquitecto y constructor que necesitaba un canal de comercialización para los edificios y emprendimientos que egresaban de su tablero inclinado. En poco tiempo nació una afinidad. El hombre no tardó nada en apreciar en ella no sólo su capacidad, responsabilidad y contracción al trabajo sino su belleza y buena disposición, por no abrumar mencionando que también por su simpatía y don de gentes. Quiso el destino que ella se encontrara en trance de disolver el vínculo anterior, tarea que se llevó adelante procurando no ocasionar mayores daños al retoño común. La separación, afortunadamente, fue en buenos términos y ella se fue a vivir a un piso pequeño pero mono. La paz, aquel derecho tan costoso para su soberanía siempre amenazada, comenzaba a avizorarse como a la costa africana en los días muy claros. Con su ex pareja se encontraba un día a la semana y conversaban sobre asuntos concernientes al cuidado del retoño, siempre en un marco de respeto y consideración. Su trabajo en un taller mecánico le procuraba un correcto estipendio que le posibilitaba contribuir a las obligaciones alimentarias y educativas derivadas del disuelto vínculo común, con puntualidad y generosa decencia. El panorama se presentaba prometedor, la tan ansiada y merecida tranquilidad de espíritu era la costa que se avizoraba clara desde el carajo. El esfuerzo de aquella digna mujer comenzaba a trocar, de la primitiva ilusión, que atesora el perenne optimista, a la realidad palpable, la misma que experimenta el agricultor cuando comienza a llenarse el grano de la oleaginosa, anuncio de una cosecha benefactora. Tiempo más que pertinente para escrutar en busca de los espacios comunes que pudiesen encontrarse junto a aquel distinguido caballero europeo, como en la teoría de los conjuntos cuando dos de ellos se intersecan (a intersección b) y comparten un territorio que los identifica como iguales. Tarea ardua, no digo que no. Ella devino parte esencial en el funcionamiento de la oficina inmobiliaria y a los requiebros de su respetuoso admirador contestaba con atendible y disculpable morosidad. Comprensible si atendemos a su temor de echar raíces en la nueva tierra donde sus progresos profesionales obraban, paradójicamente, como contrapeso del más íntimo anhelo cual era el de volver al país y reencontrarse con el calor incomparable de la familia y el hogar propio. La dilación de la dama fue tolerada con templanza admirable por el hombre que soportaba sin fatiga los tiempos solicitados por aquella que tan poco pedía y tanto daba con su simpatía y serena hermosura.
Pero llegó el tiempo de las hipotecas sub-prime, la debacle económica y…
Eso quedará para más adelante si obtengo los debidos derechos de publicación.

miércoles, octubre 13, 2010


ENSAYO SOBRE LA CERVEZA
Tercer tiempo del partido de fútbol disputado el lunes aprovechando el feriado puente. A medida que terminábamos de bañarnos nos fuimos allegando al buffet del club para beber la amable cerveza que apaga la sed. Pedimos birra y nos trajeron dos botellas de Quilmes de litro. Uno de los muchachos dijo: a mí no me gusta la cerveza Quilmes porque me da dolor de cabeza. Otro informó que la cerveza Isenbeck era buena porque herr Isenbeck un día descubrió un pozo subterráneo en Campana que contenía agua purísima. Un agua pura, agregó es la base fundamental de toda cerveza premiun. Cuando la señora que atiende el buffet llegó con los palitos, que son la garde du corps de toda cerveza, el señor al que no le gusta la Quilmes le preguntó si no había otra marca. La dama le dijo muy claramente que la única cerveza que se despachaba en su establecimiento concesionado era la Quilmes y ninguna otra porque, cuando traía una marca le pedían otra, y si traía todas las marcas menos una, le pedían la faltante. De tal forma que un día decidió que en su resto-bar solo se venda la Quilmes. Nuestro amigo dijo también que, además de la causal de la jaqueca, la Quilmes tampoco le gustaba porque es un monopolio. Y ya sabemos que no hay inmundicia peor en el mundo que un monopolio. Por suerte yo tiré mi juego de Monopoly a la basura. Otro de los muchachos dijo que conoció veinte ciudades de Europa (miralo al viajado) y que en cada una de ellas saboreó sus cervezas típicas. Pero que ninguna le sabía como las de acá, y no por falta de calidad de las de allá, sino porque su gusto ya estaba hecho a nuestras bebidas vernáculas. Juzgué muy oportuno el momento para contar mi historia cervezal ocurrida en la República Oriental del Uruguay hace pocos años. Una noche bebí una garrafa de cerveza Pilsen negra y el estómago se me empezó a hinchar como el del pobre John Hurt en Alien, el octavo pasajero cuando estaba por parir, por cesárea natural, a aquel monstruo repugnante. Yo veía que la remera se me inflaba a cada segundo y pensé que con unos buenos eructos el gas se me quitaría y abandonaría mi cuerpo para hacer su insignificante aporte al efecto invernadero. Pero no, yo eructaba y expulsaba otros gases como para quitarme lastre pero la panza se me seguía inflando dramáticamente. A medida que avanzaba en la narración de la historia de la Pilsen negra lograba el cometido de todo narrador que es cautivar la atención del auditorio. En cualquier caso la reunión ya tomaba el calor y la animación que procuran los primeros tragos benefactores del áureo brebaje. Pedimos más cerveza. La señora concesionaria nos comunicó que no había más cerveza, que durante la noche anterior se habían acabado las existencias de Quilmes, excepto esas dos agónicas de las que dimos cuenta en pocos minutos. Cada uno se fue a su casa.

Foto: Clásica mesa uruguaya en donde no pueden faltar la Pilsen o Patricia y el scotch.

martes, octubre 05, 2010


HOMENAJE A UNA EMIGRANTE
Se fueron del país llevándose mal, viajaron a la ínsula por aire y llegaron allá sin poder mejorar el estado de sus relaciones, dañadas irreversiblemente desde hacía tiempo. El la menospreciaba a ella y ella lo subestimaba a él. Aunque en ocasiones él sufría de complejo de inferioridad lo que neutralizaba el disvalor que ella le profesaba. No guardaban un mínimo de modales, cuanto menos los necesarios para que la relación no tambaleara en cada discusión. Se insultaban a menudo y levantaban la voz. La hija pequeña de ambos observaba todo con aparente indiferencia mientras no superaran una cantidad de decibeles tolerables. Esos que configuran con buena voluntad el calificativo de pelea normal. Aunque está demostrado que el sedimento queda. Cuando llegaron a la isla europea fueron a vivir en forma temporaria al departamento del hijo de un cliente de la empresa que ella había dejado en la Argentina. La esposa del dueño de casa nunca se halló cómoda hospedando a esos tres compatriotas desconocidos a quienes nada debía, con quienes no deseaba tener el menor rasgo de solidaridad y que venían a alterar la rutina conseguida con los mayores esfuerzos. No tardó la anfitriona en generar una serie ininterrumpida de desprecios, como sólo las mujeres saben, con o sin las palabras, con miradas o con detalles que a veces los hombres son incapaces de detectar pero que a ellas les resultan evidentes. Nuestra emigrante sabía distinguir el desaire cuando, después del trabajo, llegaba al hogar donde tan precariamente moraban y veía la mesa puesta primorosamente pero sin los tres platos que corresponderían a los huéspedes. La “intrusa” toleraba porque estaba en casa ajena, de regalo, aunque no tan de regalo porque, a poco de mudarse al hogar que le dio tan precario cobijo, y por propia decisión, comenzó a aportar para la compra en Carrefour. La arrogancia de la dueña no menguó por eso. La mujer salió a buscar trabajo para conseguir la independencia lo antes posible. Y la liberación llegó bastante rápido, porque, después de todo, para eso habían viajado al primer mundo, para disfrutar prontamente de las ventajas y tomar los frutos, más temprano que tarde, del tan remanido “estado de bienestar”. Madre, padre y niña se fueron de esa casa inhospitalaria y arrendaron un piso, que así los llaman por allí, aunque sean departamentos minúsculos. En ese ambiente, creía la mujer, podría la familia emigrante iniciar una vida más cercana a lo normal, como para hacer el borrón que desde hace meses aspiraban y la consiguiente cuenta nueva. Pero seguían llevándose pésimo, gritándose durante la mayor parte del tiempo en que estaban juntos que, por suerte, no era mucho en esa etapa en que había que trabajar o buscar empleo. El y ella se insultaban y agredían con el arma tóxica de centrarse en los defectos del otro, como referirse a aspectos particulares del físico, la psique, y otras cuestiones que este lugar, por piedad, prefiere dejar entre paréntesis. Ambos consiguieron trabajo, él en un taller mecánico, ella en una inmobiliaria y en los ratos libres vendía teléfonos celulares. Cuando salieron del departamento donde la dueña los trataba mal, ella se sintió liberada de los insultos que aquella lanzaba solapadamente toda vez que se le presentaba la oportunidad, no necesariamente con rencillas abiertas pero sí con pequeños agravios que en las mujeres suponen un mundo porque saben percibir los alcances del mensaje y su virulencia. Ya afincados en su nuevo hábitat la mujer consiguió un tercer conchabo en un chiringo, que era una especie de carrito de la costanera con mesas desplegadas por aquí y por allá, en medio de la montaña insular. Trabajaba los fines de semana en la cocina cortando zanahorias y otras cosas. Ocasionalmente le tocaba hacer de mesera cuando los parroquianos llegaban en exceso. Su marido también trabajaba en la cocina pero como chef. Era muy habilidoso y sabía preparar pizzas además de otros platillos un poco más trabajados. La dueña del chiringo, por su parte, trabajaba en el elegante baño de damas de un hotel muy importante de la isla. En ese toilette podía levantarse unos ciento veinte euros diarios por lo que no dejaba el trabajo aunque fuera bastante asqueroso. Mientras tanto nuestra mujer sobrellevaba su estadía en la isla con resignación porque cada día se llevaba peor con su pareja y además extrañaba hasta el dolor a su familia en la Argentina. Por lo menos ahora vivían en su propio piso rentado y eso les acomodaba más la vida pero también les facilitaba la tarea diaria de insultarse y agredirse. Que encontraba una pausa cuando ella convertía zanahorias en disquitos aptos para el escabeche y cortaba otras verduras para transformarlas en ensalada. Allí, arriba en la montaña donde los vacacionistas alemanes, llamados guiris por los españoles, comían la comida española y bebían la cerveza que los acercaba a su terruño, aunque fuese etílicamente hablando. Los eventos que siguen no dudo apasionarán a un lector exigente. Pero quedan para más adelante.

lunes, octubre 04, 2010


Habitualmente las peleas se producen entre integrantes de equipos rivales, ya sea por cuestiones atinentes al reglamento y/o su interpretación, o por patadas desde atrás, aunque esto resulta excepcional en nuestro grupo de leones herbívoros. Lo que es raro son las peleas entre jugadores del mismo team pero este domingo ocurrió y los dos hombres involucrados no llegaron al pugilato por muy poco. Los compañeros en cuestión son BL y JP. BL no estaba de acuerdo con que JP dejara su puesto en la defensa, y fuese a ocupar otro sector del campo, a su elección, dejando a la zaga en inferioridad. Esa actitud supone un desprecio para los compañeros que permanecen en sus puestos como boludos mientras los otros se “divierten”. Lo sé porque toda mi vida he sido defensor. Yo estuve allí. Pero lo que colmó la paciencia de BL fue cuando JP le gritó a otro compañero, un verdadero patriarca llamado Edward Walls. Allí BL explotó y le dijo de todo a JP censurando su destrato a ese hombre mayor que casi pisando los 70 se sacrificaba en los puestos de defensa tapando los agujeros dejados por JP en su escalada. Y se las arreglaba bastante bien Eddie, no vayan a creer. Más briquetas al fuego de la pelea sumó JP cuando, en una muestra de escaso apego a la buena fe acusó a BL de que éste siempre que iba a jugar los domingos hacía “quilombo”. Y los sábados también. Vigilanteada fea la de hacer una acusación falsa. BL se lo quería comer a JP. La crisis no llegó a mayores fundamentalmente porque ninguno de los dos quiso pasar al terreno de los hechos. No le demos méritos por la precaria pax que se logró a los comedidos que nos hacemos los cardenales samorés siempre que el pleito sea ajeno. El problema es que aquellos que juegan entendiendo el deporte como una aventura en equipo, donde los jugadores se mancomunan solidariamente en pos del triunfo, comprenden y perciben con más lucidez las agachadas del egoísta y las mandadas en cana. Si además de todo eso, se meten con el viejo Eduardo, eso sí que rebasa la copa y mancha el mantel. Yo algunas veces le levanté la voz a Eduardito, he de reconocerlo, pero como se hace con un pariente querido y siempre con el afán de corregirlo y mejorarlo. Si hasta es canoso como yo el viejo. Parece mi tío. Para finalizar la crónica de esta pelea me quedo con la convicción de que en los tiempos que corren no parece conveniente estar en la vereda de enfrente de JP porque te puede escrachar. Y el escrache es la manera más ruin y asquerosa del conflicto, es ensuciar a otra persona con la propia mugre.

sábado, octubre 02, 2010



En el lánguido ocaso de una tórrida jornada un hombre golpea a la puerta de la agencia de detectives Martelotto. Su titular lo hace pasar y lo invita a tomar asiento. Escuchemos al visitante: “El mes pasado murió mi padre. Ayer, mientras ordenaba sus papeles, me encontré con esto”. El deudo despliega cuidadosamente un deteriorado papel rectangular. Por la graduación de su amarillento el detective Martelotto establece una antigüedad de no menos de veinte años. Allí se observa algo parecido a un polígono coronado en su lado superior por una especie de ave. Adentro del polígono, que quizás sea un hexágono, hay un rectángulo y una X en su interior. En el borde superior del papel hay una ene mayúscula y los números 6, 7 y 9. “Es el plano de un tesoro”, dice el visitante. El investigador disiente: “Para mí es un hexágono con un pollo arriba. Nunca engaño a la gente, joven. Para mí, el dibujo no tiene sentido” El otro le aclara que es un águila, no un pollo, y que la ilustración la hizo su padre, un hombre insospechable. Luego extrae de un portafolios una hoja de carpeta escrita con letra despareja y se la alarga al detective, que comienza a leer: “Me percigue la desgrasia, justo cuando creí que zalía de perdedor…” El visitante le pide que saltee esa parte y baje a la última frase. Martelotto así lo hace: “No pude zacar el cofre porque el capatas me echo pero lo boy a zacar como zea.”. El hijo del muerto le aclara: “El plano estaba pegado a la hoja. Mi padre llevaba un diario personal. Se conoce que mientras trabajaba en una casa encontró el tesoro y, cuando estaba listo para sacarlo, el capataz, por alguna razón, lo echó. Lo que necesito es encontrar el lugar donde está ese tesoro” Martelotto comienza a barruntar para sí: “El padre estaba chiflado y el hijo no le va en zaga; acá tenemos un hexágono, adentro un rectángulo, una equis, un águila que parece un pollo, la letra N y al lado 6, 7 y 9. Luego, no tenemos absolutamente nada”. El detective, que había deducido la condición de albañil del causante por los restos de portland adheridos al papel, le pregunta al joven hijo dónde trabajó su padre en el tiempo en que escribió aquello. El visitante le informa que en Caseros, Hurlingham y Ciudad Jardín, y ante una velada alusión de Martelotto niega que su padre haya sido borracho o drogadicto. Por fin, el investigador, dejando un resquicio a la credulidad, saca fotocopias del “plano”, devuelve el original al heredero, lo despide y se aboca al análisis del misterioso gráfico. No tarda en deducir que N es la inicial del nombre de una calle y 679 el número que indica la casa. Sin más dilaciones traza un plan para recorrer las ciudades donde el muerto se deslomara mientras estuvo vivo. Comienza por Hurlingham -calle Necochea-, e infiere, mientras se tuesta las suelas contra el asfalto calcinante, que el hexágono es el terreno sobre el que está la casa de la calle N. El rectángulo es una piscina y la equis el sitio preciso en el que se encontraría enterrado el supuesto tesoro. Ahora buscará una residencia cuya entrada luzca un arco coronado con un águila, si damos por cierto que eso es ese bicho dibujado con insuficiente pericia. El torturante peregrinar bajo el sol estival encuentra una pausa cuando suena su celular. El investigador regresa a su agencia donde aguarda su cliente que, excitado, hace flamear una hoja similar a las anteriores y anuncia: “Acá hay otra hoja del diario de papá”. Martelotto masculla sofocado: “sería magnifico si trajera el diario completo.” El hombre alega que su padre organizó el diario en una carpeta anillada y que las hojas suelen desbaratarse de nada. Todos sus papeles, explica, estaban mezclados en incoherente batiburrillo donde convivían facturas, recortes periodísticos y anuncios de baratas. “Acá mi padre escribió que el tesoro es un cofre lleno de doblones de oro que encontró mientras cavaba el pozo para la piscina. El viejo se guardó una moneda y se la mostró a un numismático que le dijo que, agárrese, era de 1852 y fue enterrada por alguno de los derrotados en la batalla de Caseros antes de batirse en retirada. Y ¡el rectángulo era una piscina!”. Chocolate por la noticia, piensa Martelotto y reflexiona: tiene sentido, un soldado lo enterró para recuperarlo cuando la patria dejara atrás el revanchismo propio de los vencedores. El hijo del albañil continúa: “En ese cofre hay millones de pesos en oro ¿Sabe a cuánto está la onza troy de oro?”. El detective Martelotto piensa tristemente que no sabe ni a cómo está el kilo de lechuga arrepollada en la feria de Calicanto* pero se entusiasma cuando ve que el trabajo toma algún viso de verosimilitud. Y además se abrevia notoriamente la investigación de campo. En efecto, la batalla de Caseros se libró en la actual Ciudad Jardín, en los terrenos que hoy pertenecen al Colegio Militar. Casi se podría afirmar que el destino de la patria se jugó en la avenida Matienzo*. El detective reanuda entusiastamente su pesquisa, ahora por la ciudad sin par* y ya sin el regusto desagradable de ser parte de un grotesco. Pero nada encontró, ni en la calle Nungesser ni en Los Nardos, conocida como ”Nardos”, ni terreno hexagonal, ni piscina y menos un águila. Martelotto piensa, mientras se enjuga la transpiración: “Mi mala suerte no tiene nombre… ¡No tiene nombre! Claro, esta calle es Jorge Newbery. Si le saco el nombre “Jorge”, me queda Newbery, ¡que empieza con ene!” El detective corre bajo un sol despiadado hacia el 679 de Newbery pero no ve ningún arco de entrada con un águila en la parte superior, aunque el terreno sí pareciera ser hexagonal. Se da vuelta y observa un monumento que homenajea a Jorge Newbery, padre de la aviación argentina. Es un monolito de ladrillo que representa un águila. ¡El águila!. Atisba a través de la ligustrina una piscina rectangular donde unos jóvenes juegan a marcopolo. El corazón del detective se acelera y debe apoyarse contra el cartel de una inmobiliaria fijado al cerco vivo. Todavía agitado convoca por el celular a su cliente:
-Este es el lugar –le informa cuando llega-. Vamos a la agencia a arreglar mis
honorarios.
-No tan rápido, detective. Falta rescatar el tesoro.
-Para eso tendrá que contratar a una banda de topos, que los hay y muy buenos –ironiza Martelotto-. El trabajo para el que usted me contrató ya está cumplido.
-No, usted tiene que encontrar el tesoro, o al menos darme la total seguridad de
que está en esa casa. Hasta que no se cave no podremos saber.
-Claro, alquilemos la casa de al lado, hagamos un túnel desde allí hasta la pileta y... No lo veo, joven, a menos que estemos adentro de un film norteamericano.
-Es complicado, no lo niego. ¿Notó que la casa está en venta? ¿Cuánto pedirán?
-Ignoro pero algo me dice que usted no tiene el dinero que piden. En Ciudad Jardín las propiedades están por las nubes.
-Es cierto. Y no hay préstamos hipotecarios. Bah, aunque los hubiera. Soy
monotributista de la categoría mínima, no me darían ni para comprarle una cucha al
Flufli.
-Deberá pensar otra forma de llegar hasta la parte de abajo de la pileta.
-Si, por ahora es un enigma.

-0-

Cuento que obtuvo un dignísimo segundo puesto en el certamen literario de una prestigiosa publicación.

Referencias marcadas con un asterisco.
Feria de Calicanto: Feria que se instala todos los jueves en la calle Calicanto.
Matienzo: avenida que bordea un costado del Colegio Militar de la Nación, a metros del histórico Palomar.
Ciudad sin par: Hay un viejo slogan en verso, alusivo a Ciudad Jardín, que dice: "Ciudad de ensueño/ciudad sin par/Ciudad Jardín Lomas del Palomar".
resumen de noticiasviajes y turismo
contador web